Por Claudio Katz

«La desaparición de Siria es una nefasta perspectiva en juego. Implicaría un triunfo de Israel que rompería el equilibrio de fuerzas en la región, en una proporción comparable a lo ocurrido en 1967. Supondría un vuelco de la balanza de poder y coronaría la destrucción del país iniciada con la guerra civil y detonada con el copamiento yihadista»

29 de noviembre de 2025 | Foto: Horacio Tiseira

Palestina es el principal frente de agresión sionista pero no el único. Israel multiplica sus incursiones en toda la región y en los últimos dos años sumó por lo menos cuatro campos de batalla: Siria, Líbano, Yemen e Irán. Los resultados de esas embestidas son muy contradictorios y provisionales.

LA TRAGEDIA DE SIRIA

En Siria consiguió un éxito importante, luego de generar un escenario catastrófico que demolió al Estado y a la sociedad (Capasso, Kadri, 2023). Esa degradación comenzó con la derrota del levantamiento de 2011, que concentraba distintas demandas para democratizar un modelo político en declive.

Si Assad hubiera aceptado negociar, habría forjado un marco para renovar el régimen y descomprimir el descontento. Pero optó por una sanguinaria represión que potenció el conflicto y facilitó la guerra más cruenta de las últimas décadas. Ese enfrentamiento diluyó rápidamente el sentido inicial de las exigencias, porque el bando opositor fue copado por fuerzas más reaccionarias que el oficialismo.

Un conflicto inserto en el escenario general de la Primavera Árabe, derivó en un choque entre bandos igualmente regresivos que pulverizó al país. Los objetivos democráticos de la revuelta se esfumaron y a partir del 2014-15, la rebelión fue usurpada por milicias totalmente ajenas a las demandas de los manifestantes (Katz, 2023: 268-282).

En 13 años de confrontación murieron 500.000 civiles, 12 millones de personas fueron desplazadas y 5,2 millones de sirios pidieron refugio en lugares cercanos como Turquía.

En los últimos años el choque militar parecía congelado, con fuerzas en disputa instaladas en sus propios territorios. Se concertaron incluso varias treguas que sugerían la estabilización de ese status quo. Pero Turquía, Estados Unidos, Israel y Arabia Saudita reforzaron el armamento y entrenamiento de sus propias bandas en el campo opositor, mientras sometían al gobierno a un interminable desgaste económico-militar (Ali, 2025). Esa presión terminó provocando el peor final de todos los posibles, cuándo el ejército abandonó a Assad forzando su vertiginoso derrumbe.

Ese desemboque coronó una década de sanciones que agotaron al país. Siria contaba tan solo con pocas horas de electricidad al día, carecía de recursos para adquirir armas y tenía vedado el acceso al sistema bancario internacional (Ford; Sterling, 2025). El sostenido bombardeo de Israel destruyó su infraestructura y desorganizó todos sus dispositivos de defensa (Prashad, 2024).

Pero el impacto más letal fue consumado por las bandas yihadistas, que ingresaron por todas las fronteras para devastar el territorio. Unos 300.000 muyahidines (en gran medida uigures, afganos, chechenos y daguestanos) financiados por Arabia Saudita y Qatar perpetraron una labor destructiva mayúscula.

Esos grupos actuaron con la bandera de erigir el promocionado Califato, pero en los hechos tan solo ocuparon porciones del territorio sirio, bajo la dirección personal de los comandantes de cada banda (Rodríguez Gelfenstein, 2025a). A su paso, perpetraron las típicas matanzas de minorías y concentraron esa brutalidad en los alauitas, que tradicionalmente sostuvieron al oficialismo (Calvo, 2025a). 

En la última escena de ese derrumbe, el gobierno de Assad se vino abajo por la traición de los generales, que decidieron no pelear y entregar el territorio. Podrían haber resistido con el significativo poder de fuego que conservaba el ejército, recurriendo al auxilio de Irán y al sostén de Rusia, pero optaron por la rendición. A lo sumo, esperaban un socorro que no llegó de los Emiratos, Arabia Saudita o Turquía. Con el padrinazgo de esos países los muyahidines asaltaron Damasco.

El generalato sirio puso el último clavo en el ataúd del movimiento Baaz, que gobernó al país desde los años 60. Esa conducción abandonó su perfil radical, cuando la familia Assad tomó las riendas del poder e impuso una regresión conservadora y autoritaria, muy semejante a la implementada por Saddam Hussein en Irak.

Assad mantuvo el Estado laico, logró una convivencia entre grupos religiosos y étnicos, facilitó cierta estabilidad económico-social y sostuvo la resistencia contra Israel. Pero el ejercicio tiránico del poder, el desconocimiento de las demandas democráticas, la política exterior errática y el giro neoliberal, condujeron al desmanejo político y a la sangría interna que destruyó al país (Ali, 2024). Israel finalmente consiguió colocar a su títere Al Golani al frente del gobierno, sumando otro cómplice de las matanzas que sufren los palestinos.

El criminal Al Golani, -que durante años era señalado por la prensa occidental como un macabro bandolero- coronó la demolición bajo las órdenes de Israel. Ese alineamiento modificó abruptamente su calificación por los medios hegemónicos, que descubrieron en el viejo terrorista un subyacente anhelo de hombre de bien.

Al capturar Damasco, Al Golani fue ponderado por los formadores de opinión como un demócrata que erradicaba el despotismo de los Assad. Su maléfico prontuario previo como articulador del ISIS y Al Qaeda quedó archivado, en una expeditiva operación de blanqueo (Bissio, 2024).

Al Golani se vendió al mejor postor y aceptó el padrinazgo de Israel, mientras negociaba con los emiratos del Golfo el lucrativo proyecto de instalar en Siria un mega oleoducto de transporte de petróleo hacia Europa (Rodríguez Gelfenstein, 2025b).

Pero Tel Aviv no se fía de su nuevo vasallo y está empeñado en la destrucción de los restos de infraestructura militar siria. Quiere impedir que los grupos yihadistas en el gobierno centralicen ese arsenal o lo distribuyan entre las 12 facciones mercenarias, que controlan gran parte del país. Mantener al viejo enemigo sirio de rodillas es la prioridad del sionismo y por eso Netanyahu se opone al levantamiento de las sanciones occidentales contra su vecino.

ANEXIÓN, BALCANIZACIÓN E IMPLOSIÓN

Israel acelera la anexión de nuevas franjas de territorio ampliando la frontera del Golán. Quiere duplicar el número de colonos judíos y ha llegado con fuerzas propias a 20 kilómetros de Damasco (Ramzy, 2024). Tiene dos planes posibles para la porción de Siria que logre capturar. Una opción es transformarla en Gaza, mediante una limpieza étnica de pobladores. La otra alternativa es someterlos al modelo de Cisjordania, con algún servidor asegurando la sumisión de sus habitantes (Cook, 2024).

Para el resto del país, Israel auspicia una balcanización que aseguré la desaparición de su viejo adversario. Para comenzar esa desintegración, impide que los restos del ejército sirio queden bajo el mando de alguna fuerza unificada.

Desmembrar a Siria en cuatro mini estados es un plan que Israel coordina con Estados Unidos, pero no con Turquía y Arabia Saudita, que son los otros dos promotores de la fragmentación. Todos trabajan sobre un mapa que sitúa a los kurdos en el norte, a los drusos en el sureste, a los alauitas en la costa del Mediterráneo y a los sunitas en el sector central. Las fronteras, el padrinazgo y las formas institucionales de cada microestado no están aún definidas. Hay muchos temas en disputa en torno al petróleo, el gas, el agua y la reubicación de los refugiados.

Un indicio de las tensiones en juego fue el reciente choque militar de Israel con su siervo Al Golani, en torno a las atribuciones de la minoría drusa. El pintoresco presidente pretendió recortar esas facultades sin pedir permiso al mandante sionista y recibió un rápido bombardeo al cuartel yihadista. Netanyahu le hizo saber que las relaciones con los drusos son manejadas por Tel Aviv (Ossandón, 2025). Israel recorta las alas de sus tributarios, porque lo ocurrido en Libia o Irak le recuerda el caótico escenario que generan los enfrentamientos entre esos grupos por el botín.

Netanyahu tiene en carpeta, además, un plan para fortalecer la influencia de la minoría drusa, a fin de crear un emirato de ese grupo bajo su control. La constitución de ese protectorado es un viejo proyecto israelí, asociado al establecimiento de un estado maronita en el Líbano y alguna partición de Egipto en torno a la minoría copta.

Esa división del mundo árabe en líneas sectarias y étnicas era objetada en el pasado por Estados Unidos, que temía su efecto desestabilizador. Pero la propia política balcanizadora de Washington en Irak, ha reactivado la tendencia imperialista a la subdivisión de Medio Oriente en Estados desguarnecidos e impotentes. Siria despunta como un próximo experimento de esa dirección (Achcar, 2025).

La desaparición de Siria es una nefasta perspectiva en juego. Implicaría un triunfo de Israel que rompería el equilibrio de fuerzas en la región, en una proporción comparable a lo ocurrido en 1967. Supondría un vuelco de la balanza de poder y coronaría la destrucción del país iniciada con la guerra civil y detonada con el copamiento yihadista (Stolpkin, 2024).

Este desemboque no se ha consumado, pero es un gran peligro con duras consecuencias para la causa palestina. Durante décadas Siria fue el refugio, la retaguardia y la ruta de aprovisionamiento de las distintas milicias que batallaron contra el sionismo. Está en juego la pérdida de ese sostén, pero la partida no concluyó y se dirime en otras áreas.

LAS PESADILLAS EN EL LÍBANO

En coincidencia con la embestida contra Gaza, Israel perpetró un nuevo ataque contra el Líbano, con sangrientos bombardeos que en dos meses provocaron 3.700 fallecidos. Una cuarta parte de la población del país tuvo que abandonar sus hogares y en su retorno afrontan el peligro de nuevas descargas.

Trump y Netanyahu exigen el desarme de Hezbollah para frenar esos asesinatos de civiles. Dirigen su demanda al tambaleante gobierno libanés, pero en los hechos presionan a Egipto, Arabia Saudita y Turquía, para que efectivicen una confiscación de armas que dejaría desprotegidos a los habitantes del país. Israel conspira incluso para comprometer a su servidor Al Golani en una guerra contra Hezbollah (Atwan, 2025).

Al igual que en Siria, el objetivo sionista es pulverizar al débil Estado libanés para instaurar un archipiélago de pequeñas administraciones manejadas por Tel Aviv. Con esa fractura potenciarían la segmentación de un país ya estructurado en inconsistentes bloques confesionales (Abdallah, 2025).

El colonialismo francés gestó esa articulación para garantizar la supremacía maronita, en el funcionamiento de un Estado asentado en vulnerables compromisos de líderes religiosos. Israel quiere restaurar bajo su mando esa manipulación de la sociedad. Pero consumar ese sometimiento exige la destrucción de la fuerza que resiste su dominación.

El sionismo prepara esa demolición desde hace 20 años. Tiene pendiente una venganza contra los milicianos que le propinaron una gran derrota, cuando debió abandonar el país al cabo de fallidas incursiones. La guerra en curso es la séptima agresión de una tremenda secuela bélica (1978, 1982, 1993, 1996, 2000, 2006). Las dos últimas embestidas concluyeron con el repliegue de los invasores, bajo el acosador fuego de los guerrilleros de Hezbollah (Martinelli, 2025: 99-104).

En esas operaciones demostraron que se puede vencer militarmente al sionismo si la erosión de las tropas agresoras desmoraliza a un gran segmento de la sociedad israelí. Ese efecto desgastante se consiguió en el Líbano. Los resistentes volcaron a la población local a su favor, que percibió a los palestinos como aliados contra el atacante. El alto mando israelí quedó además golpeado por un alto número de bajas.

Este largo proceso condujo a la consolidación de Hezbollah como una fuerza político-militar protagónica de la vida libanesa y a una permanente vacilación de Israel en su frente norte. La principal maquinaria bélica de Medio Oriente duda en retomar las aventuras en el Líbano por temor a una nueva derrota. Saben que es sencillo ingresar, pero no ocupar ni retirarse de ese territorio.

Netanyahu ignoró esas prevenciones y concibió una invasión, luego de un terrorífico bombardeo de Beirut. Pero al cabo de pequeñas escaramuzas optó por una tregua para aliviar las bajas de sus fuerzas. Pospuso la confrontación directa con Hezbollah y optó por el procedimiento terrorista de asesinar dirigentes, mediante un atentado perpetrado a través de los teléfonos celulares. Posteriormente ultimó al reconocido líder Nasrallah.

Ese crimen impactó seriamente en la resistencia porque el dirigente ultimado era un conductor muy prestigioso y querido. La presencia de un millón y medio de personas en su funeral ilustró esa veneración, fundada en el heroísmo y compromiso de ese líder con la causa palestina. Por la envergadura de su impronta anticolonialista y antiimperialista, Nasrallah ha sido comparado con los vietnamitas Giap y Hô Chi Minh y con el cubano-argentino Guevara (Ghanem, 2024).

Algunas miradas pesimistas estiman que la sucesión de golpes propinados por Israel ha devastado al Líbano a una escala semejante a Siria, con desmoronamiento del Estado y masificación de los refugiados. Destacan que, sin ocuparla, los sionistas ya destrozaron esa nación (Calvo, 2025b).

Las miradas esperanzadas subrayan, por el contrario, que la partida no está resuelta. Hezbollah mantiene sus fuerzas e Israel no ha logrado aniquilar a su temible enemigo. Señalan, además, que la población libanesa culpa más de sus penurias al sionismo que a los palestinos (Ghanem, 2025).

En los hechos, son muchos los indicios de un desenlace pendiente. Una nueva generación que ha visto a sus mayores combatir en la primera línea ha tomado la posta con el aval y la admiración del mundo árabe (Barakat, 2025). 

En el campo opuesto de Israel, las vacilaciones persisten por las adversidades del pasado y por la inmanejable diversificación de frentes que está generando Netanyahu (Vandepitte, 2024). Las guerras prolongadas que el sionismo ensayó en el Líbano terminaron mal para Tel Aviv. Ese antecedente es también un dato clave para la ocupación en marcha de Gaza (Shebel, 2025).

LA SORPRESA DE YEMEN

La protagónica intervención de Yemen en la causa palestina es el acontecimiento más llamativo de la coyuntura actual. Introduce un inesperado factor de alteración de las relaciones de fuerza, en un área que Israel suponía alejada y bajo control.

Durante más de una década Yemen fue atacado por Arabia Saudita para eliminar un movimiento radical (Ansarullah), que asumió el gobierno con posturas antioccidentales y próximas a Irán. La monarquía wahabita no toleró ese desafío y descargó su poderoso y modernizado arsenal bélico contra un pequeño y valiente opositor, situado en un lugar decisivo para el comercio mundial

En su brutal incursión, los atacantes sauditas derrocharon más de 100.000 millones de dólares y provocaron la mayor catástrofe humanitaria de los últimos tiempos, sin lograr la derrota de los combativos resistentes yemeníes (Vasco, 2023).

Ese fracaso fue tan significativo que, en el 2022, el monarca Bin Salmán aceptó una tregua y rechazó las presiones de sus socios de los Emiratos para continuar la balacera. El propio Trump intervino recientemente para ratificar la inconveniencia de la guerra contra un contrincante tan resuelto a presentar batalla.

Con ese heroico antecedente, los yemeníes emprendieron las únicas acciones tangibles de todo el mundo árabe para detener el genocidio de los palestinos. Lo que no hizo ningún país de la región, lo concertaron los hutíes, dando un ejemplo de cómo resultaría posible doblegar a Israel.

Los yemeníes utilizaron drones y misiles balísticos para bloquear el tránsito por el Mar Rojo, atacando objetivos israelíes y generando una crisis mayúscula del transporte marítimo. Esa incursión hizo ver al mundo las consecuencias de asesinar impúdicamente a la población palestina. Con ese operativo quebrantaron también el control aéreo de Israel y sus socios y desataron una crisis que rememora otras obstrucciones de gran impacto (Fazio, 2024).

Al bloquear el tránsito por el Mar Rojo, afectaron una ruta que involucra al 12% del comercio mundial y a 20.000 barcos que transitan al año por esa vía. En los picos de la tensión bélica, el 60% de las líneas navieras internacionales suspendieron sus traslados. 

Estados Unidos intentó un contragolpe desplegando una fuerza naval bajo su mando, con la participación de Baréin, Holanda, Francia y España. Pero esa incursión no logró resultados visibles. Los hutíes han mostrado cómo se puede propinar una respuesta categórica y eficaz a los crímenes del sionismo. (Prashad, 2024).

Ese efecto ejemplificador es la consecuencia más impactante de la acción yemení, porque indica un potencial curso de irradiación a todo el mundo árabe.

Desenvuelven operativos que constituyen un hito en la solidaridad con Palestina, que acrecienta el prestigio de los hutíes en toda la región. Yemen ha demostrado cómo un pequeño actor que interviene con determinación, puede socavar la confianza sionista en la impunidad de sus masacres.

Han golpeado en el Mar Rojo, que es un epicentro del dispositivo erigido por el sistema imperial para sostener a Israel (Hanieh, 2024). Sus incursiones retoman la tradición de solidaridad con Palestina que forjó el panarabismo de los años 60 y recrean la esperanza de retomar ese legado.

LA RESPUESTA DE IRÁN

Netanyahu interpretó la caída de Siria como una señal para extender la guerra más allá de las fronteras de su país. Estimó que era el momento de iniciar el ataque a Irán para potenciar el caos latente en Irak, mientras intimida a Egipto y Jordania y envía mensajes de fuerza a Turquía y Arabía Saudita. El mandatario sionista concibe a su país como un gendarme que afianza su primacía con permanentes acciones bélicas.

Esas embestidas apuntan a mantener amedrentada y enceguecida a la propia población israelí. Netanyahu pretende instalar el modelo de guerras fulminantes y exitosas de 1967, como una norma de periódico ejercicio de la supremacía bélica. Como ese esquema de internacionalización del incendio exige neutralizar a Irán, inició la madre de todas las batallas. Pero en la guerra de 12 días que ensayó contra Teherán, emergieron más vulnerabilidades que fortalezas del agresor.

Irán fue engañado mediante una trampa tendida por Estados Unidos, que distrajo al gobierno en las negociaciones de Omán. Allí debatían una nueva supervisión internacional del plan nuclear de Irán, para que la agencia que inspecciona el país (AIEA) continué suministrando datos al alto mando occidental.

Con esas ventajas de información Israel lanzó un ataque repentino y ultimó parte del generalato enemigo. Pero celebró en forma prematura su victoria, sin contar con la reacción y capacidad de recuperación de Irán. Teherán reconstruyó su cadena de mando, se repuso del primer golpe y contratacó con misiles al territorio israelí, quebrando el mito de una fortaleza inexpugnable.

Los misiles hipersónicos penetraron las defensas sionistas con el auxilio de drones distractivos y ciberataques. Lograron perforar la afamada Cúpula de Hierro, que Israel exhibe como un castillo impenetrable.

Irán demostró gran capacidad para rastrear ubicaciones y explotar los puntos frágiles de la defensa enemiga, con los misiles que construye desde hace 30 años en estrecha asociación con Rusia (Al Mayadeen, 2024). Preparó esa andanada con intercambios previos acotados para pulsear la reacción de las baterías enemigas y amoldar la escalada militar a sus propias conveniencias (Tresso, 2024)

UN CONTENDIENTE DE OTRA ESCALA

Israel también falló en su propósito de destruir el programa nuclear. Trump hizo un gran alarde de las bombas lanzadas contra las instalaciones que operan con instrumental atómico. Pero no brindó ningún dato de destrucción de las centrifugadoras de uranio, señaladas como la clave para dotar al país de las temidas bombas. Los especialistas sospechan que fueron protegidas o retiradas con anticipación.

Pero, en cualquier caso, la incursión israelí generó un efecto adverso para los atacantes, porque indujo al gobierno iraní a prohibir futuras inspecciones de Occidente a sus instalaciones. Saben que Israel posee desde hace décadas esos artefactos en número suficiente para pulverizar todo signo de vida en Medio Oriente. Por eso, el Parlamento debate la anulación de los límites autoimpuestos al desarrollo del programa nuclear. Todas las campañas para negarle a Irán un derecho defensivo que se le otorga a Israel han perdido consistencia.

En Teherán se observa ahora con más atención el curso seguido por Corea del Norte para dotarse de una bomba que le permite disuadir las invasiones que destruyeron a Irak y Libia. Notan que la presión occidental para renunciar a ese recurso defensivo termina aniquilando al que acepta esas exigencias.

En los hechos, la enceguecida belicosidad israelí no solo potencia la proliferación nuclear que Estados Unidos pretende contener. También empuja a países como Pakistán a reforzar su nuevo perfil de autonomía. Ese país fue provisto por Occidente de bombas nucleares para confrontar con los aliados de la Unión Soviética en la región, pero ahora utiliza su apreciado recurso en tanteos que desesperan al Departamento de Estado.

Si la élite política iraní decide cambiar su doctrina nuclear y militarizar su programa atómico, podría aprovechar la experiencia de Pakistán (o de Corea del Norte) para avanzar por ese rumbo.

El ataque israelí tampoco sirvió para precipitar el publicitado cambio de régimen político de Teherán. El Mossad y la CIA han logrado una efectiva extensión de su nivel de infiltración para asesinar científicos y militares de alto rango. Alardean incluso de su capacidad para ultimar al presidente Jameini, sin notar que esas bravuconadas refuerzan la reacción antiimperialista y el espíritu patriótico de la población.

Aunque existe un sector pro occidental muy hostil a la teocracia gobernante, las provocaciones militares extranjeras empujan a los iraníes a cerrar filas contra los agresores. Por esa razón, el delirante proyecto estadounidense de colocar al hijo del Sha Palhevi al mando de un golpe de Estado, quedó flotando en los papeles de alguna repartición de Washington.

Como es habitual, Netanyahu y Trump cantaron victoria, pero la guerra de 12 días fue un fiasco reconocido por los principales medios de comunicación de ambos países. En los hechos, fue tan solo un peldaño de las confrontaciones en curso.

Israel necesita ganar rápido esa batalla y por eso intenta comprometer a su padrino yanqui en acciones fulminantes. Le resulta muy difícil lidiar con un desgastante conflicto de largo plazo. En las guerras asimétricas, el más poderoso necesita éxitos veloces frente al desventajado, que abona su victoria si impone el ritmo de las batallas.

Israel está embarcado en una sobre extensión de incursiones que tienden a empantanarlo por la ausencia de triunfos rápidos y consecutivos. Ya pelea en siete frentes (Gaza, Líbano, Yemen, Irak, Siria, Irán y Cisjordania) y apuesta a repetir en todos el arrollador modelo victorioso de los Seis Días (1967). Sabe que terminará perdiendo en las invasiones de larga data (como padeció en el Líbano en 1982-2006)

Irán también conoce esos ritmos y gestiona la guerra con cuidados defensivos, evitando involucrarse en los fulminantes desenlaces que propicia Israel. El país ya experimentó un desangre de ocho años de guerra con Irak, que lo induce a preparar con cautela las confrontaciones que se avecinan. Es un error suponer que repetirá el aventurerismo de Sadam Hussein, porque ha tomado nota de las vacilaciones y capitulaciones que condujeron a la destrucción de Libia, Irak y Siria.

Israel no confronta en este caso con un frágil vecino, sino con una potencia regional que tiene superficie, población y recursos suficientes para librar batallas de alto voltaje. Irán es heredera de una histórica civilización que se plasma en una identidad nacional muy definida. El expansionismo sionista libra su principal batalla estratégica con un contendiente de otra escala.

Tel Aviv afronta, además, tensiones irresueltas con Washington en la política a seguir frente a Irán. La elite de Washington se alinea actualmente en torno a tres grupos, que comparten la misma estrategia de contrarrestar con belicismo el declive económico, pero con distinto grado de jerarquización de Israel.

El sector neoconservador apuntala las agresiones sin límites de los sionistas, el segmento globalista las sostiene solo en concordancia con los aliados de Occidente y el trumpismo pretende amoldarlas al objetivo de reconstruir la economía estadounidense. El magnate de la Casa Blanca intenta seguir con su pauta de mayor americanismo en el plano económico y mayor realismo en la esfera geopolítica.

Con esa guía atenuó el desbordante militarismo de los neoconservadores y globalistas y restringió el ataque israelí a Irán a una acotada guerra de 12 días. Vetó la invasión y se opuso a involucrar al país en un conflicto prolongado. Con su habitual pragmatismo volvió a modificar su estrategia frente a Irán.

En 2017 anuló el acuerdo de suspensión del programa nuclear a cambio del levantamiento de las sanciones económicas y comerciales que había negociado Obama. Ahora volvió con propuestas de retomar esas tratativas. Aceptó utilizarlas como disfraz para el ataque aéreo de Israel, pero convocó a reiniciarlas al registrar la fuerte capacidad de resistencia que exhibió Teherán.

Aunque finalmente impuso esa línea de acción frente a sus consejeros más belicistas, Trump demostró la misma inconsistencia que frente otras crisis. Más que salir airoso, zafó de otra turbulencia reforzando la imagen de un presidente errático. Medio Oriente persiste como un agujero negro para la política exterior norteamericana.

EL SOMETIMIENTO DE EGIPTO

En las últimas décadas Israel ha implementado una provechosa estrategia para dividir a sus enemigos, explotando debilidades y potenciando rivalidades. Primero logró sepultar los intentos de forjar una federación de Estados, luego consiguió neutralizar las iniciativas de la Liga Árabe y finalmente impuso tratativas bilaterales.

Esa política de balcanización diplomática comenzó con la derrota egipcia en la guerra de los Seis Días (1967). Su principal enemigo aceptó un tratado de paz (1979), que devolvió la península del Sinaí a Egipto a cambio del control israelí de los restantes territorios ocupados. Consiguió sobre todo el retiro permanente de El Cairo de cualquier conflicto con los palestinos. Esa deserción fue reafirmada con un alineamiento pro norteamericano seguido del total distanciamiento con la ex URSS.

Ese abandono inauguró la secuencia de sometimientos posteriores de las clases dominantes árabes al invasor sionista. La salida de Egipto fue fulminante. Renunció a continuar su pulseada con Arabia Saudita por la hegemonía regional, y permitió que la monarquía wahabita se convirtiera en un actor clave del mundo árabe (Khalidi, 2024: cap 3). Los efectos de esa defección de Egipto fueron dramáticos para un país que perdió relevancia y quedó sometido a la regresión económico-social que afronta hasta la actualidad.

El ejército definió un rumbo de sometimiento a Estados Unidos que ha persistido. El presidente Al-Sisi, sigue actualmente las órdenes de Washington y se mantiene al margen de la limpieza étnica que se consuma en sus fronteras. Un poderoso y modernizado ejército continúa con su rutina cotidiana, como si el incendio que lo rodea ocurriera en Marte.

El gobierno no acepta el ingreso de los palestinos, no auxilia a sus víctimas y obstruye cualquier acto de solidaridad. A lo sumo, permite algunas manifestaciones para desactivar la ira con la tragedia en curso. Ha impuesto un clima de temor interno a la llegada de refugiados, fomentando la indiferencia y la resignación frente a la matanza de Gaza (Página 12, 2023).

LA AMBIVALENCIA DE ARABIA SAUDITA

Trump continúa jerarquizando el protagonismo israelí, pero busca integrar a Arabia Saudita a su rediseño de la región. La monarquía wahabita mantiene una postura ambivalente, distante del anti sionismo de Irán o Yemen, pero también discordante del sometimiento a Israel que iniciaron Egipto y Jordania y profundizaron Marruecos, los Emiratos Árabes Unidos y Baréin.

El establecimiento de relaciones diplomática entre Riad y Tel Aviv es un viejo propósito norteamericano, que presentaba altas posibilidades de concreción en 2020, cuando se concertaron los convenios de aviación. Pero ese entierro de la causa palestina con los acuerdos Abraham, quedó en el limbo por la incursión de Hamas en Gaza (Katz, 2023).

Trump está empeñado en reintroducir esas negociaciones que ya fueron estimuladas por Biden, cuando abandonó su promesa de penalizar al monarca Bin Salmán por el brutal asesinato (2018) de un ex jerarca pro occidental del reinado saudí (Khashoggi). Para inducir al soberano de Riad a un acuerdo con Tel Aviv, Trump firmó el mayor acuerdo de ventas de armas de la historia por 142.000 millones de dólares y convalidó la transferencia de complejos dispositivos de Inteligencia Artificial (Kersffeld, 2025).

Pero Bin Salmán mantiene su propio juego de autonomía geopolítica regional. No aceptó el pedido de incrementar el abastecimiento de petróleo para compensar la salida de Rusia del mercado europeo y en lugar de acentuar la punición de Irán, aceptó una mediación china que aproximó a ambos países (Mignolo, 2023). Arabia Saudita no define su ingreso o rechazo de los BRICS y aceptó recibir de China el mayor volumen de inversiones de la Ruta Marítima de la Seda (Fazio, 2004).

Estados Unidos percibe la dificultad para recrear la manipulación colonial de Arabia Saudita que inauguraron los británicos después de la Primera Guerra Mundial, cuando patrocinaron la creación de un reino dirigido por la fanática secta islámica de los wahabíes. Estados Unidos heredó el control sobre esa monarquía que igualmente atravesó picos de crisis, purgas y asesinatos en su cúpula. El actual despotismo de Bin Salmán, no ofrece ninguna certeza del ciego alineamiento que espera el Departamento de Estado.

En ese contexto, Israel no logra establecer relaciones diplomáticas con Arabia Saudita. Ambos gobiernos tantean la suscripción del acuerdo, pero la monarquía mantiene su doble juego en Washington, disputa poder con el lobby sionista y hace valer su carta petrolera. Espera lograr una gravitación subimperial autónoma para rivalizar con Turquía.

Ese juego de poder no es incompatible con la sistemática traición a la causa palestina. Al igual que los Emiratos y Jordania, Arabia Saudita presiona por el desarme de Hamas e incluso negocia un abandono total de las víctimas de Gaza (Ibn Said, 2025).

LOS INTERROGANTES CON TURQUÍA

Trump afronta crecientes incertidumbres sobre el rol de Turquía. Ankara es otro jugador de peso en la zona y Erdogan ha usufructuado del caos reinante para recomponer la gravitación de su país. Tiene dos competidores del mismo campo (Irán y Arabia Saudita) y otro de la vereda opuesta (Israel). En Siria, desplegó a pleno sus anhelos expansivos y la consiguiente esperanza de recuperar un territorio que perteneció al Imperio Otomano desde 1516 hasta 1918.

Como de costumbre, Erdogan apuesta en todas las direcciones modificando en tiempo récord las alianzas y las enemistades. Forjó una tropa controlada (Ejército Nacional Sirio), para impedir la supremacía de las bandas yihadistas financiadas por los saudíes y los qataríes.

Pero también obstruyó cualquier avance de las fuerzas kurdas en el Norte de Siria. El presidente turco se alía actualmente con Al Golani para acosar a la Administración Autónoma de Rojava, porque su prioridad es la desarticulación del movimiento kurdo. Al igual que Netanyahu con los palestinos, Erdogan está empeñado en sofocar los anhelos nacionales de una minoría que ambiciona forjar su propio Estado (Tas, 2025).

El mandatario turco jugó varias partidas. Primero tumbar al presidente Assad, luego apuntaló su permanencia y finalmente desencadenó su caída. Obtuvo una gran tajada en el reparto de los territorios sirios y aspira a negociar la construcción de un gasoducto que situé a Turquía como puente entre Arabia Saudita y Europa.

Trump toma nota de esas ambiciones subimperiales y de la potencial tensión de su apéndice israelí con Turquía. La alianza de Tel Aviv con los kurdos irrita especialmente a Ankara, que maneja un ejército de enormes dimensiones. Para que Israel pueda seguir cumpliendo el papel dominante que Estados Unidos le asigna, debe mantener con Turquía los mismos equilibrios que preserva con Arabia Saudita.  El presidente norteamericano trabaja para sostener esas equivalencias lidiando con las descontroladas fracciones pro sionistas de su propio frente.

EL TRASFONDO DE LAS COMPLICIDADES

La hostilidad histórica de todos los regímenes políticos árabes hacia la causa palestina vuelve a escena en el dramático contexto actual. Presenta una escala espeluznante, en frontal contraposición con la opinión pública, que en todos los sondeos rechaza esa complicidad (González, 2025). Solo la impotencia legada por la derrota de la Primavera Árabe, explica que ese malestar no desemboque en protestas populares de mayor envergadura.

La trayectoria de legitimación de la ocupación sionista que inauguraron los acuerdos de Oslo (1993) resurge con el espaldarazo de los cinco países que han mantenido sus embajadas en Tel Aviv, con total indiferencia a la sangría de Gaza.

Varios de esos gobiernos habrían incluso prestado su colaboración militar con las incursiones de Israel. Por esa razón, no sorprende su predisposición a integrar la fuerza conjunta de 10.000 soldados que contempla el plan de Trump y Blair para desarmar a Hamas e instaurar una colonia de Occidente en la zona (Matisa, 2025). Son totalmente indiferentes a la tragedia de Gaza y a los cincuenta millones de toneladas de escombros que han quedado en esa localidad, en un escenario de dramática mezcla de huesos de niños y adultos, con restos químicos y explosivos sin detonar.

Jordania ha reforzado la capitulación que consumó su monarquía siguiendo primero las órdenes de Gran Bretaña y cumpliendo posteriormente con todas las indicaciones de Estados Unidos.

Israel ha conseguido esa misma connivencia de otros mandatarios como el rey de Marruecos. Francia intermedió al inicio en esa conexión, facilitando la emigración de judíos y también España colaboró con ese sostén. La principal monarquía del Norte africano negoció a cambio del guiño a Tel Aviv el reconocimiento de su autoridad sobre el Sahara Occidental y el consiguiente sometimiento de los saharauis (Muro, 2021).

Con los Emiratos Árabes Unidos, Israel no solo estableció estrechas relaciones económicas, sino que logró también compromisos para buscar un país africano receptor de los palestinos expulsados de Gaza (The Cradle, 2025).

El trasfondo de esa complicidad es la creciente integración económica de varias clases dominantes del mundo árabe con Israel. En las últimas décadas han concertado acuerdos de asociación con modalidades de libre comercio, para intercambiar los insumos utilizados en la fabricación de bienes (Hanieh, 2024).

Estados Unidos impone la continuidad de esa integración como condición para acceder al mercado norteamericano. Si un empresario árabe resiste las tratativas con Israel, tiene vedado los negocios en el territorio estadounidense. Washington propicia que esa secuencia iniciada en Oslo quede consagrada con los Acuerdos Abraham.

Por eso, los emiratos continuaron abasteciendo al mercado israelí de alimentos, mientras el hambre asolaba a los gazatíes, Egipto mantuvo cerrado el paso de Rafah a la provisión de comida y Marruecos permitió atracar en sus puertos a los navíos que abastecen al gendarme israelí (Gómez-Benita, 2025).

La traición a la causa palestina tiene ese cimiento de intereses económicos de los grandes capitalistas del mundo árabe. Este diagnóstico es compartido por todos los pensadores de izquierda, que en otros planos postulan las miradas disimiles que analizamos en el próximo texto.

                                                                                                          11-11-2025

RESUMEN

Israel aprovechó la demolición de Siria para empoderar un vasallo y bombardear Líbano evitando incursiones adversas. Pero los yemeníes ilustran cómo propinar respuestas y en la mini guerra contra Irán emergieron las vulnerabilidades del agresor. La deserción egipcia persiste, Arabia Saudita mantiene su ambigüedad y Turquía modifica sus alianzas y enemistades. La complicidad de los regímenes árabes con el sionismo se asienta en su integración económica con Israel

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