¿PUEDE CAER EL CAPITALISMO?
Por Marcelo Colussi
«El mundo contemporáneo, marcado a sangre y fuego por una cultura capitalista, consumista, casi hedonista, pretende ya no hablar de “lucha contra las injusticias” sino de “lucha contra la pobreza”»
2 de junio de 2024
Hay quien cree que es más fácil que termine el planeta a que termine el capitalismo. Sin dudas, este modo de producción ha crecido de una manera increíble, y el poder tecnológico alcanzado empalidece a todos los estadios de desarrollo anteriores en la historia. En la actualidad su capacidad para mantenerse vivo como modelo es infinitamente superior a cualquier momento anterior en la larga marcha de la humanidad. Nunca antes como hoy una construcción social había desarrollado tantos antídotos ante el cambio como el capitalismo. Su productividad y eficiencia se amplió en forma descomunal no solo en el ámbito de las cosas materiales sino -quizá especialmente- en los mecanismos psicológico-culturales para manejar grandes masas poblaciones, motivarlas a consumir y silenciarlas en la protesta.
El “pan y circo”, los “espejitos de colores”, o si se quiere también: las religiones (“conjunto de supersticiones útiles para mantener bajo control a los pueblos ignorantes”, según dijera el teólogo Giordano Bruno, lo cual le valió la pira inquisitorial), las diversas formas de distractores y control social que las clases dominantes se han dado a través de la historia, nunca habían llegado a un grado de profundidad y efectividad como las modernas técnicas de manipulación que fue creando el capitalismo. A partir de la máxima del Ministro de Propaganda nazi Joseph Goebbels, aquella de mentir infinitamente hasta que la mentira se convierta en una verdad, esta “ingeniería humana” a la que asistimos en forma creciente en la actualidad -fundamentalmente de cuño estadounidense- ha llegado a un grado de perfeccionamiento realmente sorprendente. El mundo capitalista globalizado se maneja crecientemente con estos criterios de “guerra psicológica-mediático-cultural”, a tal punto que la manipulación ni siquiera se vive como imposición, sino que, por el contrario, es esperada y festejada. Es por eso que consumimos lo que la machacona publicidad nos dice -obliga- que consumamos, y pensamos políticamente lo que la corporación mediática comercial nos dice que pensemos.
“En la sociedad tecnotrónica el rumbo lo marcará la suma de apoyo individual de millones de ciudadanos incoordinados que caerán fácilmente en el radio de acción de personalidades magnéticas y atractivas, quienes explotarán de modo efectivo las técnicas más eficientes para manipular las emociones y controlar la razón”,
expresó con absoluta claridad uno de los más conspicuos ideólogos de esta derecha radical: el polaco-estadounidense Zbigniew Brzezinsky, miembro de poderosos tanques de pensamiento y asesor del gobierno, siempre con posiciones de ultraderecha.
Si lo comparamos con los primeros tanteos balbuceantes del socialismo, que nunca pasaron de un siglo de duración hasta ahora, el capitalismo muestra una mucha mayor solidez. Pero no debe olvidarse que este sistema puso sus primeras semillas en el siglo XIII a partir de los primeros comerciantes acaudalados en el norte de Europa. Necesitó crecer, ampliarse, y después de cuatro o cinco siglos comienzan sus primeras revoluciones para establecerse como modelo dominante (Inglaterra, Francia, Estados Unidos), aplastando a la nobleza medieval en el Viejo Mundo -cortándole la cabeza en algún caso, para que no queden dudas de quién manda-, o creando un mundo nuevo sobre la sangrienta masacre de pueblos originarios en América del Norte. Más de dos siglos después de esa mayoría de edad en términos políticos, desde el siglo XVIII a la fecha, recién ahora, con la caída del bloque soviético puede decirse que se siente ampliamente triunfador (con su grito triunfal de “la historia ha terminado”), aunque viendo con mucho recelo a China, su modelo alternativo, y siempre continuándose cuidando de la sublevación popular. Si bien todavía pueden sobrevivir por allí rémoras feudales, medievales, milenarias incluso -las aristocracias y las casas reales europeas o medio orientales, la Iglesia Católica, el Islam, formas primitivas de gobierno y el patriarcado sangriento en el mundo árabe, y quizá no tan sangriento en Occidente, pero igualmente injusto y pernicioso, derecho de pernada (ius primae noctis) en la profundidad rural de algún país centroamericano remedando al señor feudal con las doncellas, hasta incluso esclavismo moderno (30 millones de personas esclavizadas, según la Organización Internacional del Trabajo -OIT-), reminiscencia milenaria de prácticas anteriores al feudalismo, y algún que otro etcétera-, el mundo está totalmente marcado por los valores capitalistas, salvo algún minúsculo grupo humano en ciertos parajes selváticos, viviendo aún en situación pre-agraria, en el estadio neolítico. Desde los albores del capitalismo hasta el grito triunfal de Fukuyama debieron pasar 700 años. Eso significa mucha, muchísima acumulación de infinita cantidad de cosas: riquezas materiales, poder, mañas varias para saber defenderse y perpetuarse. El sistema, o mejor dicho: su clase dominante, hoy convertida en una pequeñísima élite global, no está dispuesta a perder ni un milímetro de todo esto que ha conseguido. Por supuesto que, en la comparación con sus propios parámetros en relación al socialismo, sale ganador. Pero repitámoslo: en los países donde triunfó la revolución obrero-campesina el “éxito” no se mide por el automóvil Ferrari sino por un transporte público de calidad (el metro de Moscú, verdadera obra de arte digna del más afamado museo -bautizado “palacio subterráneo”-, mantuvo el precio de un viaje desde 1917 hasta la caída de la URSS en 1991, siendo el sistema de transporte subterráneo que más pasajeros transporta en el mundo).
En el capitalismo, asumiendo su ideología y todos sus valores, digamos desde el Renacimiento europeo a la fecha, han pasado al menos 25 generaciones, o quizá 30 -y así todo, aún persisten resabios feudales: véanse las parásitas monarquías europeas, por ejemplo-; en los países socialistas con mayor antigüedad no han transcurrido siquiera tres generaciones. Las ideas de igualdad entre todos los seres humanos no son nuevas; en China, por ejemplo, en el siglo V a.C., el filósofo Mozi ya hablaba de ello. Pero debieron pasar más de dos milenios para que esa perspectiva tomara cuerpo con la formulación conceptual del socialismo científico por Marx y Engels, recién en el siglo XIX. Implementar un mundo donde eso sea una realidad incontrastable, por lo que vemos, es aún un camino a recorrer, largo y tortuoso camino, plagado de numerosos inconvenientes. El individualismo y la noción de poder ligado a la tenencia de bienes materiales lleva existiendo muchas generaciones; lo contrario, el esperado “hombre nuevo” (“hombre” como sinónimo de humanidad, ¿no se filtra allí un prejuicio machista-patriarcal?), es una agenda pendiente, muy balbuceante aún, que dio unos primeros tímidos pasos, pero a la que se le pusieron muchos obstáculos para que siguiera avanzando.
Como se viene diciendo en páginas anteriores, no hay nada que impida concebir conceptualmente un mundo de justicia, horizontal, con nuevos valores centrados en la solidaridad -digamos: el transporte público de excelencia, tomando el ejemplo anterior- y no en la tenencia de un automóvil de super lujo como marca de “distinción superior”. Alguna vez Lenin definió el socialismo -definición que puede entenderse como una consigna política, básicamente, dicha en el fragor de la lucha- como “el sistema donde el Primer Ministro puede ser cocinero y el cocinero puede ser Primer Ministro”. Eso, la experiencia lo demuestra, no es imposible. El verdadero obstáculo para conseguirlo es el propio sistema capitalista.
La élite planetaria que maneja a buena parte de la humanidad después de estos largos siglos de acumulación -“El 0,000001% aparece en nuestras listas. El resto nos lee. Revista Forbes”, dice una repulsiva publicidad donde no se esconde esa injusta, terriblemente asimétrica arquitectura global- ha atesorado enorme poder, riqueza y dominio en esta historia de desarrollo capitalista. Definitivamente está dispuesta a hacer cualquier cosa para no perder ese sitial. Incluso la guerra nuclear limitada -locura extravagante- es una de sus estrategias, tal como se filtró de la agenda que trataría el Grupo Bilderberg en el 2022, reunido en Washington en esa ocasión, poniendo la “gobernabilidad post guerra nuclear” como un escenario posible. La historia -ese continuo “altar sacrificial”, siguiendo a Hegel, por cierto, siempre anegado de sangre- se escribe en términos de esta lucha a muerte, lucha de clases, guerra de clases más correctamente dicho, donde quien detenta el poder prefiere inmolarse antes que perderlo. Esa clase dominante, la élite mundial: financiera, industrial, terrateniente, es la que intenta impedir el socialismo. Y por lo visto, sabe cómo hacerlo.
Si la primera mitad del siglo XX mostraba ese avance popular, con las primeras revoluciones socialistas y todas las luchas más arriba mencionadas, con un movimiento sindical vigoroso y un ideario socialista que barría buena parte del mundo, sus últimas décadas mostraron una reacción fenomenal del sistema, que al día de hoy ha logrado retrasar de un modo terrible la perspectiva de una transformación radical. De “trabajadores” nos ha convertido en “colaboradores”. La protesta social queda criminalizada, y la organización popular de base -aunque se hable ostentosamente de derechos humanos– queda virtualmente neutralizada. Es ahí donde puede verse que esa idea occidental de “derechos humanos” se puede usar bastante antojadizamente, siendo un barniz que vino a introducirse sin que con ello se aporte algo realmente nuevo y transformador, porque se consagran por igual tanto el derecho a la vida como a la propiedad privada. El supuesto paladín mundial defensor de estos “sacrosantos” derechos, es uno de sus principales violadores (posiciones racistas extremas con un supremacismo blanco indefendible -80% de la población carcelaria es negra-, prohibición del derecho de aborto, tortura a mansalva en las cárceles que mantiene fuera de su territorio, como la base de Guantánamo en Cuba, o centros clandestinos de detención y tortura de la CIA en Europa -Polonia y Rumania como mínimo-, grupos de civiles armados avalados por los gobiernos para “cazar” inmigrantes ilegales en la frontera sur, brutalidad policial en las detenciones única en el mundo). Los preconizados derechos humanos, al igual que las tan manoseadas “libertad” y “democracia”, no pasan de ser términos vacíos, utilizados en forma perversa en la lucha contra cualquier ataque antisistémico.
El modo de producción capitalista, que sigue basándose en la extracción de plusvalía a la clase trabajadora -eso no ha variado-, la cual se realiza luego en el circuito de la circulación transformándose en dinero, y que sigue acumulando capital habiéndose transformado ya desde hace mucho tiempo en capitalismo monopolista e imperialista -la libre competencia quedó en la historia-, se ha reciclado y ha desarrollado nuevas formas, novedosas variantes desconocidas en épocas de los clásicos fundadores del socialismo científico, que fuerzan a reposicionar las luchas.
Hoy un sinnúmero de novedades puebla la vida de la humanidad, cosas impensables algunas décadas atrás, elementos de una envergadura notable, que cambian lo hasta ahora tenido por normal cotidianeidad abriendo interrogantes a futuro. Novedades que inauguran nuevos escenarios, complejos, muy complicados, donde la clase trabajadora mundial y las izquierdas no tienen claro aún cómo moverse. O, en todo caso, donde se mueven en forma reactiva, pero sin un definido proyecto transformador como sí pudo existir décadas atrás. Para enumerar algunos de esos nuevos elementos:
Robótica e inteligencia artificial, que van haciendo a un lado al trabajador/a de carne y hueso, desarrollando procesos de control social que asustan (desde satélites geoestacionarios que orbitan nuestro planeta saben a cada instante qué hacemos, dónde estamos y -aunque parezca ciencia-ficción- qué pensamos). Ante ese avance arrollador de la ultramecanización de los procesos productivos, el capitalismo dominante ya ve que se perderán numerosos puestos de trabajo; ante tanta desocupación -y el potencial peligro que ello encarna- crece la idea de una “renta básica universal”, un subsidio a cargo de los Estados nacionales para tanta gente que será desplazada del mercado laboral. De esa cuenta, la clase trabajadora se adelgaza a tal punto que no se ve cómo sería el fermento revolucionario de cambios. Los robots no protestan, no hacen huelga, no piden aumento de salarios ni se organizan en sindicatos.
Algoritmos que nos conocen hasta el más mínimo detalle a nivel subjetivo y deciden/imponen por dónde tenemos que seguir caminando. Mundo virtual, teletrabajo, metaverso, todo lo cual nos va alejando crecientemente de la posibilidad de contacto humano cara a cara. ¿Cómo armar sindicatos así? Todo es a distancia, todo es virtual: trabajo, estudio, compras, contactos, diversión. Hasta incluso un sexo virtual, cibernético, aplaudido en más de un sentido, porque asegura la asepsia, la imposibilidad de enfermedades de transmisión sexual y los embarazos no deseados, pero que podría tornar la relación cuerpo a cuerpo como algo en vías de extinción. ¿Cómo será en un futuro la reproducción de la especie? La Demografía dice que la humanidad seguirá creciendo hasta el 2050 (4 nacimientos por segundo, 345.000 por día actualmente) para llegar a 10.000 millones de habitantes, momento en que luego comenzará a descender. ¿Humanoides clonados a la vista?
Del mismo modo, como algo novedoso pero que ya se ha impuesto sin miras de cambio: primado de lo superficial, de la inmediatez banal, con noticias que no son noticias, sino fake news, habiéndose llegado a hablar de post verdad -¿ya no hay criterio de veracidad?, ¿todo puede ser un holograma, una mentira bien empaquetada?-. En esa lógica se inscribe la apología de la imagen, siempre retocada, falseada; ahí están las redes sociales que permiten la tergiversación de lo que se ve llevado a un grado máximo con filtros y triquiñuelas varias: un obeso puede parecer delgado, una anciana puede parecer una quinceañera, etc. Aparece ahí, por ejemplo, la queratopigmentación, el procedimiento quirúrgico para el cambio de color de ojos, o toda la parafernalia cosmética que transforma cuerpos para mostrarnos “perfectos” -implantes de silicona, botox y ácido hialurónico mediante-. ¿No se puede creer ya en nada? ¿Habitamos en una nube digital donde los poderes dominantes viven confundiéndonos, el feo parece hermoso y las asimetrías socioeconómicas se presentan como inexorables y naturales? “No hay alternativa”, vociferaba la Dama de Hierro. Ahí están los net centers, creadores de opinión pública a partir de viles mentiras (recuérdese la cita de Brzezinsky). Las redes sociales, de las que cada vez pareciera que se puede prescindir menos, pues cada vez más se vive “conectado”, han pasado a ser la nueva biblia social… montando mentira tras mentira, banalidad tras banalidad. Todo está en la red, y San Google -ahora también San ChatGPT- pasaron a ser la nueva deidad. No debe olvidarse, no obstante, que buena parte de la humanidad no tiene de momento acceso a estas tecnologías (muchos, incluso, ni siquiera acceden a energía eléctrica). ¿Poblaciones “sobrantes” entonces? Gente que no consume productos elaborados tecnológicamente, pero que “roba oxígeno y agua dulce”. ¿Hay que eliminarles según la lógica del capital? La aparición del VIH en África fue denunciada por la ecologista keniana Wangari Muta Maathai, Premio Nobel de la Paz 2001, como un arma bacteriológica desarrollada por las potencias occidentales para despoblar el continente africano -y quedarse con sus recursos naturales-. Aunque suene difícil de creer, los manejos que hace el gran capital para seguir manteniendo su tasa de ganancia autorizan a concebir barbaridades de ese tenor.
Como otros elementos novedosos que marcan el capitalismo hiper tecnológico actual, que prescinde de la gente y de las verdades, ahí están las y los influencers vendiendo ilusiones, así como el aumento exponencial de las llamadas drogas ilegales (el alcohol sigue siendo legal), con una narcoeconomía que ya se ubica como uno de los principales negocios del mundo, abriendo nuevas relaciones políticas y sociales, actuando sobre las juventudes adormeciéndolas, separándolas de cualquier planteamiento crítico, y permitiendo la militarización de los “países descertificados” por Washington en su lucha contra el narcotráfico, por ser ellos la “manzana podrida” que hay que atacar. Dicho sea de paso: quemar sembradíos en el Tercer Mundo no reduce el problema del consumo, pero permite vender muchas armas al Norte, e instalar, por ejemplo, 7 bases militares en Colombia, o militarizar Ecuador, para desarrollar una guerra contra un “flagelo” que no se detiene, cuando la verdadera piedra angular del asunto pasa por trabajar la demanda. El mundo de las drogas ilegales es un problema nuevo que complejiza el panorama para la revolución socialista. Buena parte de la juventud actual las tiene ya como una mercadería más a consumir. ¿Sutil mecanismo de control social?
E igualmente surgen otros nuevos paisajes sociales, que tornan más enrevesada, de un modo mayúsculo, la realidad sociopolítica: migraciones masivas (más de 3.000 personas diarias que se mueven desde el Sur global hacia las supuestas islas de esplendor: Estados Unidos y Europa Occidental), creando dinámicas deformadas, difíciles de abordar -¿dónde quedó el internacionalismo proletario?-, con una actitud de rechazo de parte de los trabajadores del Norte hacia los “invasores” de los países pobres (los “países de mierda”, según Donald Trump). Se ha denunciado que en el Río Grande, o Río Bravo -que forma frontera entre México y Estados Unidos- la guardia fronteriza de este último país echó cocodrilos al agua, para atemorizar y evitar así el paso de migrantes. Parece que la caridad cristiana, aquello de poner la otra mejilla si nos pegaron en la primera, queda solo para el show religioso.
Algo también nuevo en estas dinámicas es la creciente inseguridad ciudadana por la delincuencia cotidiana -esto es más característico del Sur-, lo que lleva al endurecimiento policial, el “gatillo fácil” y el pedido de “mano dura”, constantes que complejizan aún más el panorama. La lucha de clases queda opacada -o, al menos, eso quiere hacernos creer la corporación mediática capitalista- por el problema del narcotráfico, o por las migraciones, o por la delincuencia callejera desatada. ¿No hay posibilidades de revolución entonces? Eso pareciera ser el mensaje, transformando en nuevos monstruos a vencer lo arriba mencionado, o incluso la corrupción, todo lo cual sirve para olvidar la verdadera cara del capitalismo, haciendo pasar por los principales problemas del mundo asuntos que son derivados de la propia estructura del sistema.
El mundo contemporáneo, marcado a sangre y fuego por una cultura capitalista, consumista, casi hedonista, pretende ya no hablar de “lucha contra las injusticias” sino de “lucha contra la pobreza”. Y ahí están a la orden la cooperación internacional y ese cáncer reciente que son las organizaciones no gubernamentales -ONG’s-, que sirven para dividir esfuerzos en el campo popular, propiciando agendas tan hiper especializadas que no permiten luchas integradas: por un lado la lucha contra el patriarcado, por otro la reivindicación de la diversidad sexual, más allá las reivindicaciones étnicas, más acá la preocupación por la degradación ambiental, todas luchas decididamente importantes pero que, así fragmentadas, contribuyen a la parálisis -“divide y reinarás”-, faltando el elemento aglutinador de la lucha de clases. La lucha no puede ser “contra la pobreza”, sino contra las causas que la crean, ¡lucha contra las injusticias estructurales!
Esos mecanismos, que en buena medida funcionan como distractores pensados desde la lógica de dominación de la clase dominante, se encargan de “aguar” las luchas, enfriarlas, desviarlas. Para muchas de las reivindicaciones arriba mencionadas -por supuesto, muy necesarias todas- se depende de fondos donados por las potencias capitalistas, o por fundaciones que funcionan como mecenas. Por supuesto es radicalmente imposible cambiar algo de raíz si el esfuerzo comprometido en ello está financiado por fundaciones como la Ford, Rockefeller, Melinda y Bill Gates o Soros, que son la representación por antonomasia del sistema, instancias para evadir impuestos y dar una cara de solidaridad y altruista preocupación social, realmente inexistente.
La derecha, hoy día triunfante, hasta se permite tomar prestada de la izquierda cierta impostura, cierto discurso pretendidamente con preocupación social. El Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional, expresiones máximas de la banca capitalista privada de Occidente, se golpean el pecho hablando de la pobreza en el mundo, ofreciendo datos elocuentes de la situación de asimetría. Su “lucha”, de todos modos, es contra la pobreza, pero no contra las causas que la originan. En ese discurso engañoso, un funcionario del sistema como Christopher Ailmanel, director de inversiones de la empresa Calstrs, la mayor compañía de capital de riesgo en el mundo (300.000 millones de dólares en inversiones), pudo decir que
“Los ejecutivos de capital privado necesitan compartir la riqueza que crean con los trabajadores de las empresas que compran. (…) El capital privado no ha compartido suficientes ingresos. Hay que repartir la riqueza con los trabajadores”.
¿El mundo al revés, o la derecha que sabe acoplarse a los tiempos anticipándose a la izquierda? (obviamente no para impulsar la revolución, sino todo lo contario: ¡para impedirla!)
Como otro ingrediente de esos bien montados distractores que pueblan nuestra vida actual -sin negar en lo más mínimo la pertinencia de esas luchas, pero cuestionando la forma en que se impulsan- aparece el actual combate contra la corrupción. Estrategia muy bien montada que sirve para “movilizar” ciudadanos -que no es lo mismo que movilización popular de obreros y campesinos-. Con un sutil trabajo mediático, la corrupción ha venido entronizándose como el enemigo a vencer, y nadie, ni explotadores ni explotados, puede estar a favor de ella. En tal sentido, tocando fibras morales de la población, se pone este problema -que sin dudas lo es- como el núcleo de las penurias del mundo, con lo que se escamotea la verdadera causa: la injustica estructural.
En este capitalismo que sabe ir buscando los antídotos para alejar la revolución social, han aparecido estas últimas décadas -magistralmente implementadas- las religiones fundamentalistas: las sectas neoevangélicas en Latinoamérica y las escuelas coránicas en Medio Oriente. Con ello, manipulado por las agencias de seguridad de Estados Unidos, se descentra el problema terrenal llevándolo a cuestiones teológicas, supra terrenales, dejando para el más allá la superación de los problemas que nos aquejan aquí y ahora.
No hay dudas que el sistema sabe muy bien lo que hace. Su preocupación máxima, en lo que pone todo su empeño, es lograr que nada cambie. Puede permitirse cambios cosméticos, superficiales; gatopardismo en definitiva: cambiar algo prescindible para que no cambie nada en las raíces. En ese sentido, con varios siglos de acumulación -de riquezas y de sabiduría- sabe cómo seguir saliendo airoso y resistir revoluciones y todo tipo de intento de transformación. Si nosotros, campo popular e izquierdas varias, no sabemos bien qué hacer en este momento, no es porque seamos simplemente tontos. “Nuestra ignorancia está planificada por una gran sabiduría”, dijo muy acertadamente Raúl Scalabrini Ortiz. Los manejos ideológico-culturales están hechos a la alta escuela. ¿Qué otra cosa son, si no, las llamadas neurociencias? ¿Cómo es posible que la gente, las grandes masas populares, siempre sojuzgadas por el sistema, no piensen en cambiar el estado de cosas sino en divertirse viendo alguna simpleza en televisión (“La televisión es muy instructiva, porque cada vez que la prenden me voy al cuarto contiguo a leer un libro”, dijo sarcástico Groucho Marx), o en las redes sociales? La guerra ideológico-cultural no da tregua: maneja muy bien “las mentes y los corazones”. “El mal gusto está de moda”, pudo decir agudo Pablo Milanés. Un miembro de la Contra Nicaragüense, preguntado sobre por qué se integró a esa fuerza, respondió: “Porque vienen los piricuacos [sandinistas] y te ponen una inyección que te vuelve ateo y comunista.” La guerra ideológica da esto como resultado. Decididamente: saben hacerla.
Pero además, cuando se trata de reprimir la protesta con violencia, el sistema también lo sabe hacer, cada vez con mayor eficiencia. Las armas anti-manifestaciones con las que hoy cuentan las fuerzas represivas verdaderamente nos sorprenden, asustan. Y logran paralizarnos, sin dudas.
La clase trabajadora mundial, ante el panorama que abrieron los planteamientos neoliberales de las décadas de los 70 y 80 del siglo XX en adelante, queda cada vez más atada de pies y manos, desorganizada, sin referentes creíbles para la lucha emancipadora. Tener un puesto de trabajo es hoy ya un “lujo”, que debe ser cuidado como el mejor tesoro. Si “el fantasma del comunismo” recorría Europa a mediados del siglo XIX, el fantasma de la desocupación es el monstruo que asola a trabajadoras y trabajadores hoy.
“La clase trabajadora «clásica» (fabril) se descompone, se desestructura, se vuelca en las apps, las bicicletas Glovo y los coches Uber. La economía -y con ella la clase trabajadora- se plataformiza. El movimiento sindical está en crisis y tiene enormes dificultades para organizar a la gente. Las desafiliaciones son masivas. Los sindicatos se vuelven ajenos a la clase trabajadora y a su vida cotidiana. Pocos responden a sus convocatorias. La propaganda neoliberal enfrenta a unos trabajadores con otros. Los huelguistas son «vagos», sobre todo los empleados públicos, que son «privilegiados» y «no quieren trabajar»”,
describe el panorama actual muy acertadamente el brasileño Henrique Canary.
En este capitalismo crecientemente salvaje, explotador, que busca optimizar a un grado sumo su ganancia llevándose por delante población humana y naturaleza, sintiéndose triunfador en este inicio de siglo XXI luego de la reversión de las primeras experiencias socialistas, las luchas revolucionarias actuales no encuentran exactamente su camino. Una vez más la pregunta entonces: ¿cuál es el sujeto de la revolución hoy: la clase obrera industrial urbana? Esa parece ser una especie en extinción, dada la creciente automatización y robotización. Con la deslocación -eufemismo perverso por decir traslado del proceso productivo fuera de las metrópolis a países llamados periféricos, donde se ensamblan piezas siempre en una situación de dependencia de los centros imperiales, y donde a la clase trabajadora se la super hiper explota, sin mayores beneficios ni posibilidades de sindicalizarse, en general sin pagar impuestos y sin ningún control para el cuidado medioambiental- el proletariado industrial de las potencias capitalistas se adelgaza. ¿Es el sujeto revolucionario el gran campesinado de los países agrarios empobrecidos? O, tomando lo expuesto más arriba con el concepto de “pobretariado” ¿es esa masa de sub-ocupados que va encontrando, como puede, estrategias de sobrevivencia -la “uberización” de los trabajadores, como se ha dicho- la llamada a constituirse en el fermento anticapitalista? La pregunta está abierta, y es una imperiosa necesidad reformular con precisión eso en el momento actual, dado que pareciera ir triunfando en el mundo la egocéntrica máxima de “sálvese quien pueda”. La oenegización actual, aunque se presente con una máscara de progresismo, abona esa tendencia (en muchas de ellas, o la mayoría, se incumplen los derechos laborales históricos, apelando a la paparruchada de “trabajar con mística”, similar a “la milla extra” que hoy exigen las patronales en la peor versión del capitalismo depredador).
Ante este panorama, bastante desolador por cierto, con riguroso espíritu autocrítico y constructivo, vale preguntarse entones: ¿cómo caminamos hacia el socialismo? La lucha armada, valga decirlo, vemos que no prospera hoy. Si dio resultado varias décadas atrás en países agrarios donde una guerrilla rural podía moverse con facilidad acumulando fuerzas en el movimiento campesino (Cuba, Vietnam, Nicaragua), en la actualidad está descartada. Por otro lado, las guerrillas urbanas (habidas en varios países europeos y sudamericanos) fueron totalmente barridas, y nadie querría repetir ese fracaso, que dejó un tan mal sabor de boca. El poderío militar del sistema creció de tal manera que en estos momentos es imposible plantearse una lucha en relativa igualdad de condiciones en el plano bélico. Desde satélites geoestacionarios volando en órbita baja y con inteligencia artificial los poderes dominantes detectan y neutralizan el más mínimo movimiento sospechoso. El camino sigue siendo la organización popular. Pero ¿cómo? Los planteos socialdemócratas han quedado siendo una opción partidista más dentro del marco de las democracias burguesas, donde es radicalmente imposible cambiar las relaciones de fuerza con la emisión de un sufragio. Los partidos de la socialdemocracia -capitalismo con rostro humano- ya no son hoy, en absoluto, una opción para la revolución. Nunca lo fueron en realidad, pero a principios del siglo XX se presentaban como una importante fuerza popular, al menos en Europa, pudiendo obtener/arrancar algunas mejoras a los capitales. La historia ha enseñado, lamentablemente, que no pasan de constituirse, en el mejor de los casos, en reformistas tibios del sistema, sin atacar sus cimientos. La participación en la arena de la política “profesional” burguesa, la llamada democracia representativa, no puede ir más allá de ser un engaño bien pergeñado -difundido hoy de manera global con la mayor fuerza por la clase dominante-. Esa política “Es el arte de impedir que la gente se entrometa en lo que realmente le atañe”, tal como mordazmente dijo Paul Valéry. Deberíamos agregar: “haciéndole creer que sí decide algo”. La política en manos de una casta profesional de políticos termina siendo una perversa expresión de manipulación hecha por los grupos de poder a través de esos operadores, los políticos “de profesión” -los muñecos del ventrílocuo-, lo cual no tiene absolutamente nada que ver con la repetida idea de democracia como gobierno del pueblo. Aunque votemos cada cierto tiempo haciéndosenos creer que así decidimos algo, las reales relaciones de poder van por otro lado, no se deciden ni remotamente en una urna. Que quede claro: esa práctica política de “técnicos profesionales” acostumbrados a la mentira, a la manipulación y a la pirotecnia verbal, que pasan buena parte de su vida ocupando cargos públicos, está absolutamente reñida con la verdad, con una actitud crítica, acuciosa o epistemológicamente seria. Son los “espejitos de colores” con que se maquilla el ejercicio de poder de la clase dominante; de ahí que los políticos, quienes dirigen las palancas de los Estados capitalistas, puedan proferir sin vergüenza las tonteras más grandes: “La guerra a veces está justificada para mantener la paz” (Barack Obama, Estados Unidos), o “Sí, robé; pero poquito. Lo que con esta mano me robaba, con la otra se lo daba a los pobres” (Hilario Ramírez, México), “Las leyes son como las mujeres, están para violarlas” (José Manuel Castelao, España), “La democracia es el caldo de cultivo del comunismo” (Augusto Pinochet, Chile), “La oposición dice que me vaya a mi casa: ¿A cuál?, tengo veinte» (Silvio Berlusconi, Italia), “El indio ha cambiado, está evolucionando y convirtiéndose cada vez más en un ser humano como nosotros” (Jair Bolsonaro, Brasil), y otras preciosuras por el estilo.
Vivimos en un mundo complicado donde cuesta muchísimo ver por dónde buscarle las grietas al capitalismo. Obviamente las tiene; más aún: está montado sobre una colosal grieta, una falla tectónica horrorosamente terrible, porque mientras sobra comida, mucha gente padece hambre. La cuestión es cómo transformar esa injusticia -y todas las otras conexas que se anudan intrincadamente: racismo, patriarcado, imperialismo, homofobia, adultocentrismo, verticalismo autoritario-, porque los hambrientos -dado el fabuloso juego de complejos algoritmos con que la humanidad es manipulada- es más probable que salgan a la calle a festejar el triunfo por un partido de fútbol, o asistan a una iglesia neoevangélica -al menos en Latinoamérica- a que se movilicen en pos de una transformación revolucionaria. Ahí radica otro problema capital: si la gente sale a la calle o toma los caminos rurales protestando por las penurias en que vive -tal como pasa a menudo a lo largo y ancho del mundo-, no hay fuerza política de izquierda organizada hoy que esté en condiciones de transformar ese enorme potencial de cólera y frustración en una propuesta sólida de cambio. Recuérdese el caso del movimiento zapatista, por ejemplo. No se le permitió pasar de ser un gesto heroico, romántico si se quiere, pero sin posibilidades de crecer constituyéndose en un proceso sostenible a nivel nacional que pudiera construir una propuesta anticapitalista válida, sostenible, haciendo colapsar al gobierno central. Si Cuba socialista es una isla, la región de Chiapas lo es infinitamente más; si no la aplastan las fuerzas militares mexicanas es porque la apuesta es dejar a que muera sola esa iniciativa, como pareciera que ya está sucediendo.
Los proyectos anticapitalistas deben hacer colapsar al sistema, destruir el aparato de dominación de clase que es el Estado, mostrar un verdadero poder popular que no negocia migajas. Si no, indefectiblemente será fagocitado por el mismo sistema. Tomando un ejemplo aleccionador: el movimiento hippie de los años 60 del siglo pasado hacía un llamado definitivamente anticapitalista. Propiciaba una crítica al consumismo en el país capitalista más consumista de la Tierra llamando a un estilo de vida más frugal, sin tantas compras superfluas. Surge entonces la Operación CHAOS, mecanismo encubierto de la CIA para neutralizar al movimiento hippie y a toda protesta juvenil. Y la aparición masiva de drogas es un hecho. Se cambia un consumo por otro; el sistema, definitivamente, sabe lo que hace. Hasta The Beatles, icónica banda británica lanzada como punta de lanza por Londres para recuperar cierto terreno perdido en la arena mundial ganado por su ex colonia, ahora gigante mundial, establecen un encomio de las sustancias psicoactivas con su canción “Lucy en el cielo con diamantes” (Lucy in the Sky with Diamonds), mensaje apologético del ácido lisérgico, LSD-25. La orientación es: “hay que consumir drogas. Eso sirve para desconectar”. Como dice Charles Bergquist -citado por Noam Chomsky- en su obra “Violence in Colombia 1990-2000”:
“la política antidrogas de Estados Unidos contribuye de manera efectiva al control de un sustrato social étnicamente definido y económicamente desposeído dentro de la nación [población negra, y luego la juventud en su conjunto], a la par que sirve a sus intereses económicos y de seguridad en el exterior.”
En esa sintonía agrega Isaac Enríquez Pérez:
“Es conveniente para las mismas estructuras de poder y riqueza que los jóvenes vivan presa de las adicciones y permanentemente drogados a que se despojen de su social-conformismo y muestren su inconformidad ciudadana por los cauces de la praxis política y la organización comunitaria.”
En otros términos: o la propuesta anticapitalista va a los cimientos, o no prospera. La droga -que hoy pasó a ser sinónimo de moda “progresista” en las juventudes, algo “cool”, es otra estrategia más de control que implementa el capitalismo desarrollado.
Las juventudes -innegable fermento de rebeldía, de lucha y de acción crítica en todo momento histórico- han sido domesticadas, amansadas y despolitizadas en estas últimas décadas. “Los jóvenes que en el pasado lucharon por cambiar su país, ahora luchan por cambiar de país”, expresó con amargura Fabio Barbosa Dos Santos. Una vez más: el sistema sabe lo que hace, y tiene mucho, demasiado que perder.
Hoy el espejo donde la clase trabajadora mundial, el pobrerío generalizado que es mayoría, podía mirarse, ya no existe. La derecha le ha robado la iniciativa a la izquierda. El puro espontaneísmo no lleva muy lejos. Se puede incendiar un país, se puede apedrear hasta el cansancio la casa de gobierno, pero eso solo, esa reacción visceral de gente enardecida -por el hambre, por penurias varias, por todos los innumerables malestares que atraviesan la vida cotidiana- no alcanza para transformar la sociedad si no se cuenta con un proyecto vertebrado, orgánico, y una fuerza capaz de liderar esa energía.
“La historia nos grita que para lograr cualquier cambio profundo y positivo no basta ni con las buenas intenciones, ni con creativas consignas, y ni siguiera con una gran vocación de sacrificio personal. Sin una organización ciudadana, real e independiente de los poderes oligárquicos y corporativos, las más sinceras y genuinas luchas de la gente fácilmente se convertirán en un material para la manipulación mediática y política, que es cada vez más profesional y eficiente”,
afirma categórico Oleg Yasinsky.
Está más que claro que por vía electoral es radicalmente imposible llegar a construir el socialismo. Sobran los ejemplos que demuestran que cualquier gobierno progresista arribado al poder a través de esa vía, si intenta ir algo más allá de lo que los límites de esa democracia representativa le permiten, es sacado a las patadas, con golpes de Estado cruentos, sangrientos, con los tanques de guerra en la calle. O ahora, con esta nueva modalidad que el capitalismo global, capitaneado por Estados Unidos, ha diseñado: con los golpes de Estado suaves.
Últimamente la Casa Blanca, después de haber impulsado durante casi todo el siglo XX esas criminales dictaduras en Latinoamérica, África y Asia dócilmente favorables a su hegemonía planetaria (“Somoza es un hijo de puta, pero es nuestro hijo de puta”, dijo el presidente Roosevelt), ha ideado nuevas formas de lucha política, supuestamente no violentas, tendientes a revertir procesos que no son de su conveniencia. Se abandonaron aquellos procesos militares porque les resultaban muy caros a Washington, económica y políticamente:
“Invertimos en los ejércitos de Latinoamérica, y aunque sabemos que ese dinero en términos militares está tirado a la basura, esos ejércitos son nuestro mejor aliado político”,
dijo John Kennedy siendo senador, en 1959. Hoy día, la estrategia ha variado. Se prefieren los “golpes suaves”, disfrazados de “explosiones cívico-democráticas” a los tanques en las calles.
El ideólogo que le dio forma a este nuevo tipo de intervenciones es Gene Sharp, escritor estadounidense visceralmente anticomunista, autor de los libros “La política de la acción no violenta” y “De la dictadura a la democracia”, quien fuera nominado en 2015 al Premio Nobel de la Paz. Paradojas del destino: inspirándose en los métodos de lucha no-violenta de Mahatma Ghandi, este intelectual orgánico al statu quo estadounidense sentó las bases para que la CIA y otras agencias estatales norteamericanas (USAID, NED, algunas Fundaciones de fachada) desarrollen sus intervenciones en distintas partes del mundo, siempre en función de la geoestrategia de dominación de Washington (¡en modo alguno alejada de la violencia!). Las mismas, según Sharp, deben seguir este patrón:
Generación de protestas, manifestaciones y piquetes, persuadiendo a la población (léase: manipulándola) sobre la ilegitimidad del poder constituido, buscando la formación de un movimiento antigubernamental no violento. Así, un cambio de gobierno se enmascararía como resultado de una protesta popular espontánea.
Eso se complementa, como parte de estos golpes de Estado “suaves”, con el trabajo disuasivo realizado por la corporación mediática comercial, siempre alineada con los grandes capitales y posiciones conservadoras pro sistema. Trabajar sobre la corrupción, denunciando y magnificando hasta el hartazgo hechos corruptos por parte de los funcionarios “díscolos”, consigue resultados: dado que es un tema sensible, o incluso sensiblero, las poblaciones responden siempre visceralmente cuando se azuza el tema. Eso se probó en Guatemala en 2015, lográndose sacar de en medio al por entonces binomio presidencial de Otto Pérez Molina y Roxana Baldetti (Pérez Molina, general de ejército, importante pieza en la lucha contraguerrillera del país en la década de 1980, era cuadro de la CIA, pero el poder no dudó en desecharlo cuando ya no le servía), implementándose luego en Brasil (mandando a la cárcel a Lula y a Dilma Rousseff por presuntos hechos de corrupción), en Argentina (magnificando exponencialmente malos manejos del kirchnerismo propiciando así el triunfo del neoliberal Mauricio Macri), al igual que en Ecuador, donde se montó una fenomenal campaña contra el presidente Rafael Correa, cuyo progresismo fue posteriormente aplastado por el retorno de políticas ultraliberales.
En esa lógica de “golpes blandos”, supuestamente amparados en una defensa de la democracia (democracia de mercado, por supuesto, donde interesa solo el mercado y no la democracia), también se puede apelar a perversos mecanismos como el decretar un gobierno paralelo a la administración vigente. Eso es lo que, por ejemplo, se hizo en Venezuela, desconociendo al legítimo presidente Nicolás Maduro, reconociendo en su lugar a ese engendro impresentable de un “presidente alterno” como Juan Guaidó (luego también desechado). O lo que se intentó en Rusia, propiciando la candidatura de un agente de la CIA como Alexei Navalny, disfrazado de oposición democrática al legítimo mandatario del Kremlin.
Esas estrategias, que dieron lugar a las llamadas “revoluciones de colores” en las ex repúblicas soviéticas y también en otros países, se intentan repetir en cualquier nación que resulta un estorbo para el proyecto geohegemónico de Estados Unidos. Esas revoluciones de colores (revolución de las rosas en Georgia, revolución naranja en Ucrania, revolución de los tulipanes en Kirguistán, revolución blanca en Bielorrusia, revolución verde en Irán, revolución Twitter en Moldavia, revolución azafrán en Birmania, revolución del Cedro en Líbano, revolución de los jazmines en Túnez, así como los “movimientos de estudiantes democráticos antichavistas” en la República Bolivariana de Venezuela, o las “Damas de blanco” en Cuba) están impulsadas por fuerzas aparentemente espontáneas, que tienen siempre como objeto principal oponerse a un gobierno o proyecto contrario a los intereses de la clase dominante de Estados Unidos. Su discurso -guión ya muy estudiado y manoseado por la Casa Blanca hasta el hartazgo- se basa en repetir altisonantes palabras como “democracia” y “libertad”. Pero sabemos que esas palabras se tornan vacías: Ronald Reagan en su momento -cuando la lucha antisoviética en Afganistán- recibió a los talibanes en la casa presidencial tratándolos de “luchadores por la libertad”, así como a la Contra nicaragüense que accionaba contra la Revolución Sandinista.
Del mismo modo, dentro de este nuevo esquema de apoyo a las ¿democracias?, se ha pergeñado el mecanismo de guerra jurídica (lawfare). De esta manera -y aquí aparece nuevamente la sacrosanta cruzada contra la corrupción- se impulsan dinámicas que funcionan como distractores, que sirven para ocultar el verdadero motor de la historia. La corrupción es una conducta humana posible de ser encontrada en cualquier contexto; es una forma de transgresión, la cual hace parte de nuestra humana condición, de nuestra normalidad. La corrupción es como las cucarachas: en tanto haya seres humanos, las habrá, porque viven de nuestros desperdicios; y el ser humano siempre, al vivir, genera basura. Es inevitable. Dicho de otra manera: la transgresión es el precio de humanizarnos, de vivir en el medio de códigos que nos construyen: los respetamos, pero siempre existe la tentación de violarlos. Y, de hecho, en mayor o menor medida, lo hacemos. Aunque se terminaran las prácticas corruptas por parte de los gobernantes, la situación socioeconómica de base no varía. Dar la lucha dentro de los marcos de esa democracia, en definitiva, no puede ser nunca un camino revolucionario. Quizá, a un nivel micro -alcaldías municipales, por ejemplo- puede ser importante presentar batalla, como una forma de acumular fuerzas en lo local, lo que serviría para la organización política comunitaria para un posterior proyecto anticapitalista más general. Pero no más que eso. La democracia burguesa no puede pasar de ser una mentira bien empaquetada.
Para demostrarlo, véase este patético recuerdo: durante su campaña proselitista en 1983 el entonces candidato, luego presidente argentino, Raúl Alfonsín, anunciaba pletórico: “con la democracia se come, se cura y se educa”. Años después, constatando el desastre económico que cundía en su país a partir de los planes neoliberales que se habían introducido -con gente saqueando zoológicos para comer un poco de carne en el otrora “país de las vacas”-, aún con esa democracia que lo llevó a la casa de gobierno, en 1992 rectificó aquella frase, para agregar: “Creo que con la democracia, se come, se cura y se educa, pero no se hacen milagros”. Por supuesto que no se hacen milagros. Las penurias de las poblaciones -que llevaron a robarse una jirafa o una cebra para comer, dado el precio prohibitivo de la carne vacuna- no se arreglan con un sufragio. La hipocresía del discurso de la derecha es proverbial.
“Las elecciones abiertas y competitivas son consideradas la forma institucional de la democracia; sin embargo, lo que ocurre en realidad es el control de la misma por el capital, de manera que quienes disponen de mayor cantidad de recursos tendrán más opciones de hacerse con el poder, con lo cual en realidad este tipo de sistema debería llamarse “democracia del dinero”. (…) La realidad del mundo muestra con extrema crudeza esta aseveración: hambre, miseria, represión, desigualdad y guerra son expresiones claras de lo que la democracia electoral ofrece”,
expresa con total acierto Sergio Rodríguez Gelfenstein. Como dicen Marx y Engels, el Estado y las formas jurídicas de esta democracia burguesa no constituyen más que “el consejo de administración de la clase propietaria”.
Como el capitalismo llamado “occidental” se impuso en el mundo en estos dos últimos siglos, obligando a la prácticamente totalidad de la humanidad a mirar ese modelo como el único viable y exitoso, la democracia formal pasó a ser, supuestamente, el comodín, el instrumento clave para llegar a la prosperidad. Quienes no siguen ese modelo son -para este discurso de derecha- atrasados, bestiales, autoritarios. Las experiencias socialistas, por supuesto, reciben todos esos epítetos, y otros más, menos suaves. Lo curioso es que solo en esas iniciativas populares se pudo acercar a procesos genuinamente democráticos, de base, donde la población realmente tomó decisiones (los consejos obrero-campesinos, la democracia de base, las asambleas populares y cabildos abiertos). El capitalismo no puede pasar de ese montaje que es llamado, en forma altisonante, el “gobierno del pueblo” … ¡pero solo a través de sus representantes! Si el pueblo se dice que es el “soberano”, eso no pasa de humor negro, mordaz y perverso. ¿Cuándo la gente decide algo importante para sus vidas? Con el capitalismo: ¡jamás!
En el vocabulario político actual “democracia” es, sin lugar a dudas, la palabra más utilizada. En su nombre puede hacerse cualquier cosa (invadir un país, por ejemplo, o torturar, o mentir descaradamente, o llegar a dar un golpe de Estado); es un término elástico, engañoso en cierta forma. Pero lo que menos sucede, lo que más remotamente alejado de la realidad se da como experiencia constatable, es precisamente un ejercicio democrático, es decir: un genuino y verdadero “gobierno del pueblo”. Esto de la democracia es algo muy complejo, complicado, enrevesado. Es, en otros términos, sinónimo de la reflexión sobre el poder y el ejercicio de la política. Para ser cautos no podríamos, en términos rigurosos, ponderarla como “lo bueno” sin más, contrapuesta -maniqueamente- a “lo malo”. Siendo prudentes en esta afirmación puede citarse a un erudito en estos estudios, el italiano Norberto Bobbio, que con objetividad dirá que
“el problema de la democracia, de sus características y de su prestigio (o de la falta de prestigio) es, como se ve, tan antiguo como la propia reflexión sobre las cosas de la política, y ha sido repropuesto y reformulado en todas las épocas.”
Es obvio que si democracia se opone a autoritarismo, la vida en regímenes dictatoriales torna la cotidianeidad mucho más dura. En ese sentido, sin lugar a dudas vivir bajo una dictadura donde no existen garantías constitucionales mínimas, donde cualquiera puede ser secuestrado por las fuerzas de seguridad del Estado, torturado, asesinado con la más completa impunidad, es un atropello flagrante, un calvario. Las penurias económicas son terribles; pero por supuesto una dictadura antidemocrática es peor: morirse de hambre, aunque sea escandaloso, no es lo mismo que morir en una cárcel clandestina de una dictadura.
Sin embargo, en ese sentido no está de más recordar una muy pormenorizada investigación desarrollada por el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo -PNUD- en el 2004 en países de Latinoamérica donde se destacaba que el 54,7% de la población estudiada apoyaría de buen grado un gobierno dictatorial si eso le resolviera los problemas de índole económica. Aunque eso conllevó la consternación de más de algún politólogo, incluido el por ese entonces Secretario General de Naciones Unidas, el ghanés Kofi Annan (“La solución para sus problemas no radica en una vuelta al autoritarismo sino en una sólida y profundamente enraizada democracia”), ello debe abrir un debate genuino sobre el porqué la gente lo expresa así. Democracia formal sin soluciones económicas no sirve; la inversa, si faltan las libertades civiles mínimas, tampoco es el camino. Años después, en 2022, la encuestadora CID-Gallup realizó una investigación similar en doce países de la región, encontrando resultados análogos: la media de conformidad con la democracia como solución a los problemas cotidianos no supera el 50%. Debe entenderse en ese contexto que ahí “democracia” es sinónimo de acto electoral, y no más que eso. Por eso a las poblaciones, ese ritual repetido cada tanto tiempo no le soluciona sus problemas más acuciantes; de ahí estos resultados.
Por otro lado -y esto es toral- las democracias de mercado, más allá de pregonarlo, no fomentan ninguna libertad genuina. La observación de la sistemática violación de derechos humanos en cualquier potencia capitalista que se autoproclama democrática lo evidencia de modo palmario: baste ver cómo se trata allí a los inmigrantes irregulares, a sus colonias (¿colonias en el siglo XXI?), manteniendo parasitarias casas reales en algunos casos, mintiendo descaradamente sobre la ideología, torturando también cuando tienen que torturar. Pero peor aún es la sensación -engañosa- de libertad que se transmite, mientras dirigen la conducta de las grandes masas, tanto para hacerla consumir productos industriales como para hacerla pensar en un modo determinado (recuérdese una vez más la cita de Brzezinsky). A decir verdad, la tan preconizada libertad no pasa de ser una gigantesca estatua a la entrada del puerto de Nueva York obsequiada por el gobierno francés, y no más que eso. Si algo enseñan las actuales ciencias sociales, en cuenta el materialismo histórico -así como también la sociología, el psicoanálisis, la semiótica, la economía política, la antropología- es la situación de enajenación elemental y fundante del sujeto: no decidimos consciente, voluntaria y racionalmente nuestra vida, sino que ella depende de un cúmulo de factores que se nos escapan, que nos deciden en lo que somos -macros en cuanto a mi posición social-ideológico-económica, y subjetivos-familiares en cuanto a mi estructura de personalidad, a mi carácter-.
La tan cacareada libertad que entroniza el capitalismo -herencia directa del individualismo posesivo dieciochesco- no es más que la contracara de la filosofía del “yo como propietario”, “yo autor de mi propio destino”.
“Según la concepción del individualismo posesivo, el individuo no accedería a su libertad más que en la medida en que se comprende a sí mismo como propietario de su persona y de sus propias capacidades, antes que como un todo moral o como una parte del todo social. Esta visión, estrechamente vinculada al desarrollo de las relaciones de mercado, queda expuesta en las grandes teorías sistemáticas de la obligación política (Hobbes y Locke)”,
afirma C. B. Macpherson. En ese caldo de cultivo intelectual que marca el surgimiento de la modernidad capitalista (eurocéntrica, luego globalizada), es capital la idea de “yo” como dueño de la situación, un yo absolutamente libre, dueño de su propia vida, de su destino. La ilusión es que ese yo –“todo depende de usted, de su propio esfuerzo”, dirá la ideología concomitante- sería absolutamente libre y decide lo que será su vida. De esa cuenta, la libertad pasa a ser un bien supremo. Pero como dijimos, la misma es exactamente eso: ilusión. “Nadie es dueño en su propia casa”, sentenciará Freud, derrumbando estrepitosamente ese espejismo. Se esfuma así la quimera de un libre albedrío. En síntesis: eso es lo que vinieron a demostraron las actuales ciencias sociales con su carácter crítico: la enajenación del sujeto. Ahí se encuentran y entrecruzan, justo en ese punto, el materialismo histórico, el psicoanálisis y la semiótica.
Algo que parece cómico, o mejor dicho absurdo, es que desde muchas potencias capitalistas europeas, que formalmente son monarquías, donde parásitas familias reales que consumen millonadas pagadas por sus súbditos se llenan la boca hablando de democracia, división de poderes y alternancia en el gobierno -los “dictadores comunistas” se eternizan en el poder, según esta sesgada visión- algunos de estas/os monarcas, nunca elegidas por sufragio universal (¿por voluntad divina será entonces?), pasan décadas en sus tronos: 52 años la reina Margarita II de Dinamarca, 70 años la reina Isabel II del Reino Unido de Gran Bretaña e Irlanda del Norte. Es algo similar al Papa en el Vaticano: la demostración más palmaria de falta de democracia (¿será porque lo elige Jehová a su representante terrestre, y el Sumo Hacedor no se equivoca?). Nunca queda claro por qué hay mandatarios “buenos y democráticos” -aunque estén décadas en el poder, como Netanyahu en Israel: 14 años, Yoweri Museveni, en Uganda: 37 años, Omar Bongo en Gabón: 42 años, la dinastía Somoza en Nicaragua: 45 años-, siempre con el aval del Occidente capitalista, porque no atentan contra sus intereses, mientras existen mandatarios “malos”: Vladimir Putin en Rusia, por ejemplo, hombre fuerte de la política del Kremlin durante más de 20 años, o líderes “autocráticos”, como son -según esta ideología conservadora- todos los dirigentes de las revoluciones socialistas: Stalin, Mao Tse Tung, Castro, ahora el presidente chino Xi Jinping, el “dictador” norcoreano Kim Jong-un. Sin dudas la idea de democracia que imponen las potencias capitalistas es definitivamente insostenible. Como dijera el escritor argentino Jorge Luis Borges, para nada sospechoso de comunista, en una lúcida interpretación del campo político: “la democracia es una superstición basada en la estadística.” Sin dudas: superstición, presunta magia que todo lo arreglaría. Para el discurso oficial del capitalismo occidental -ya planetariamente triunfante- la democracia es la panacea que trae prosperidad y desarrollo. No hay que olvidar, sin embargo, que en todos, absolutamente todos los países que presentan esta configuración política, en general vota alrededor de la mitad del padrón electoral, no más. Dicho de otro modo: suele ganar la abstención. En otros términos: a la gente parece que no le preocupa tanto esto del voto, sino el poder comer todos los días. Recuérdese al respecto las dos investigaciones sobre “democracia” (entendida como elecciones periódicas) realizadas en Latinoamérica (antes citadas). Si se quisiera extender el concepto de democracia a “libertad de expresión”, la cosa tampoco es muy promisoria ahí. Se puede decir todo lo que uno quiera, pero siempre hasta cierto punto. La libertad siempre tiene algo de engañoso.
Con esa sensación de poder que otorga el capitalismo desarrollado a las pocas potencias que, con arrogancia, se arrogan el derecho de decidir los destinos de la humanidad, desde los centros imperiales se establece -con la mayor de las hipocresías- cuáles son las democracias “buenas” y cuáles las “cuestionables”. Hugo Chávez, por ejemplo, ganó limpiamente todas las elecciones a las que se presentó; el pueblo venezolano mayoritariamente lo eligió una y otra vez. Pero como resultó un nacionalista demasiado antiimperialista, su democracia, según el amañado discurso de la derecha global, no era tan democrática. O lo mismo pasó con el presidente Nayib Bukele en El Salvador, que ganó las elecciones con un porcentaje de votos nunca visto en ningún país. Como es un gobernante díscolo para la visión de la Casa Blanca, su democracia es autoritaria. La hipocresía no tiene límites: la democracia, el “gobierno del pueblo”, solo es posible dentro de los cánones de lo que el capitalismo occidental desea. Si algo se transforma en democracia real: poder popular, con todas las experiencias que sí, de verdad existen (soviets en un primer momento de la revolución bolchevique, asambleas comunitarias en muchos puntos de Latinoamérica o del África, ejemplos del movimiento zapatista en México, etc.), eso no es la “auténtica” democracia que exigen los amos del mundo.
Es como con los misiles nucleares: los de Estados Unidos o los de las potencias capitalistas son “buenos”; los de Corea del Norte, o los que está desarrollando Irán, son “atentados a la libertad”. El capitalismo, además de explotador y chupasangre en lo económico-social, es sádico en su faceta ideológico-cultural, es mentiroso, arrogante, psicópata.
Para muestra -una más de tantas-: lo que ha pergeñado con el tema de la corrupción, por ejemplo. Según su prefabricado discurso, en Latinoamérica el tráfico de influencias -siempre ligado a la corrupción gubernamental- contribuiría a mantener las impresionantes diferencias económico-sociales, la pobreza generalizada (eso no es cierto: la pobreza depende de los factores estructurales). En Estados Unidos, por el contrario, existen empresas de lobby (cabildeo) totalmente legales (son lo mismo: una suerte de conspiración a espaldas de la población). En todo caso, el tráfico de influencias, el cabildeo, los grupos de presión que logran establecer las leyes buscadas por las empresas, son tan corruptas como el funcionario venal que recibe un soborno para otorgar un contrato. ¿Por qué en la “salvaje” Latinoamérica eso sería corrupto, y en Estados Unidos algo legal, moviendo enormes millonadas cada año? Otro tanto puede decirse de los llamados “paraísos fiscales”. Para la visión imperial, Estados llamados “fallidos” se nutren de fondos de dudosa proveniencia que prácticamente no pagan impuestos y donde rige el más absoluto secreto bancario; estos “deplorables” sitios donde se lavan activos se encuentran generalmente en islas, lugares que no caen bajo el foco de la prensa, muchas veces maquilladas como paraísos turísticos de alta gama: Barbados, Islas Caimán, Islas Salomón, Trinidad y Tobago, Fiji, Guam, etc. Lo curioso es que los mayores paraísos donde no hay mayores regulaciones tributarias y donde todo dinero, no importando su procedencia, es bienvenido, se encuentran en el mismo Estados Unidos: Alaska, Florida, Nevada, New Hampshire, Dakota del Sur, Tennessee, Texas, Washington y Wyoming.
Otro ejemplo más de esta psicopática hipocresía: la reunificación de las dos Alemanias luego de la caída del Muro de Berlín fue un acto de “libertad”. La reunificación de las dos Chinas que pide Pekín -la República Popular, continental, y su “provincia rebelde”, la isla de Taiwán- es una muestra de autoritarismo guerrerista, una invasión injustificable.
Es más que evidente que esto de democracia, libertad, derechos humanos e inventos por el estilo (se habló de “bombardeos humanitarios” de la OTAN en la ex Yugoeslavia para salvar la paz, y a Kissinger, el principal factótum del imperialismo guerrerista norteamericano en el siglo XX se le otorgó el Premio Nobel de la Paz), no puede pasar de un horrible chiste de humor negro, del peor y más ácido humor.
Lo que queda diametralmente claro es que por la vía de elecciones en el marco de las democracias burguesas no es posible construir alternativas socialistas reales, en absoluto. La socialdemocracia -con políticos “profesionales” de saco y corbata- no es una opción revolucionaria. No puede serlo nunca. Al socialismo se podrá llegar solo destruyendo el aparato de dominación de la actual clase dominante: la burguesía. Ahí no cuenta el saco y corbata, aunque se la use (alguna vez preguntaron a Lenin por qué siempre vestía tan elegantemente, traje y rigurosa corbata, con camisas de seda, a lo que respondió: “Lucho para que todo el mundo pueda vestirse así, si lo desea”). Pero debe tenerse mucho cuidado de caer en la trampa de identificar socialismo con violencia. La violencia es lo que hace andar la historia, aunque dicho así puede repeler. ¿Cómo lograr cambios reales en la dinámica política, en el ejercicio de los poderes? En mesas de negociaciones está visto que no, porque siempre se negocia en desigualdad de condiciones: la clase dominante se impone, económicamente o por la fuerza. La revolución, como cambio radical que pone patas arriba la sociedad, es imperativa; si no, seguiremos con planteos capitalistas, aunque disfrazados de “progresismos”. Los que, lamentablemente, pueden servir a la derecha para mostrar que esos “regímenes populistas” no logran nada. Lo cual es cierto -recuérdese lo dicho por Rosa Luxemburgo con su metáfora de la locomotora-. Estos mandatarios progresistas han dicho cosas que, desde una lectura marxista, deberían hacer reír… o llorar. Pero la derecha no deja de verlos como peligrosos, solo con el hecho de tener un discurso popular. “En mi país no hay lucha de clases”, o “vamos a desarrollar un capitalismo serio”, expresaron algunos de los más representativos exponentes del progresismo latinoamericano de inicios del silgo XXI. Sin dudas, esas posiciones tibias no favorecen la organización popular para la revolución.
Llegar al socialismo significa comenzar a edificar una nueva sociedad con nuevas relaciones de propiedad y una nueva cultura. Es decir: medios de producción en manos de la clase trabajadora quien, por medio de un real poder popular, se hace cargo de la conducción de la sociedad (“dictadura del proletariado”, llamó Marx, inspirándose en la Comuna de París de 1871). Todo ello con miras a enfilarse hacia una sociedad sin clases, el comunismo.
El mundo ha cambiado mucho a partir de las políticas neoliberales; el campo popular ha sido “domesticado”, y la izquierda -o buena parte de ella, las guerrillas desmovilizadas, por ejemplo- que antes atacaba a la democracia representativa, ahora la busca, o incluso la defiende. Sin dudas, desde la caída del Muro de Berlín no está nada claro cómo llegar al socialismo.
No hay que olvidar que socialismo no son programas asistenciales, clientelares, parches puestos sobre las penurias del capitalismo con negociaciones de las cúpulas a espaldas de los pueblos. “No miren lo que digo sino lo que hago”, pudo manifestar el entonces presidente argentino Néstor Kirchner -¿de izquierda?- en una conferencia con empresarios españoles, invitándolos a la inversión en Argentina. ¿Doble discurso de un “revolucionario montonero”? (en su tiempo juvenil, claro. No cuando fue presidente). ¿Qué negoció el presidente nicaragüense Daniel Ortega -¿de izquierda ahora, después de pasado el volcán revolucionario del sandinismo de la década de los 80 del siglo pasado?- con el cardenal Miguel Obando y Bravo: complicidad y silencio mutuos (los supuestos ocho hijos del prelado y las empresas del ex comandante guerrillero, adueñadas durante la tristemente famosa “piñata”)? Pactos en secretividad a espaldas de las clases populares no tienen nada que ver con el socialismo. Ni tampoco los “capitalismos con rostro humano”. Esto último ya lo propugnaba hace décadas John Keynes como salvataje del capitalismo ante un período de crisis. ¡Y Keynes no era socialista precisamente!
La economía nicaragüense, hoy en esta era “orteguista”- no va mal en términos macros, según las mediciones de los organismos del Consenso de Washington: Banco Mundial y Fondo Monetario Internacional. En el período 2010-2017 creció en promedio un 5,2% anual. Valga apuntar que actualmente el 96% del PIB del país proviene del sector privado. Repartir esa riqueza con algún criterio social benefactor no está mal, pero la izquierda no puede quedarse en eso. En definitiva, un país gobernado por el capital -con el modelo de alianza público-privado que aplauden la derecha mundial y los organismos crediticios- puede alivianar las penurias, pero no las termina. ¿Nos quedamos resignadamente con ese discurso del posibilismo? ¿Eso debe ser la izquierda?
Es perentorio terminar con el capitalismo, antes que él termine con la humanidad y con el planeta Tierra. A propósito de esto, valga aclarar muy enfáticamente que no somos nosotras y nosotros, habitantes del globo, los causantes del desastre ecológico que vivimos: es el modo de producción y consumo que el capitalismo ha desarrollado, consistente en obtener la mayor ganancia empresarial posible, no importando el costo para ello. De ahí que, ante tamaño ataque a la naturaleza, puede decirse que habitamos hoy un nuevo período geológico: Antropoceno, o mejor aún, Capitaloceno. Quien destruye los recursos y agota el agua dulce no es la población, tal como nos dice la prédica mediática -que, de ese modo, quedaría como “el villano de la película”- sino la gran empresa en su insaciable búsqueda de lucro. La obsolescencia programada -producir productos con una fecha de caducidad ya estipulada para que se arruinen rápidamente y haya que cambiarlos alimentando así en forma infinita el círculo de producción-consumo-más producción- es la elocuencia de este modelo despilfarrador y enajenante que no tiene futuro. El reciclaje de basura que se nos obliga a hacer -por cierto muy válido, muy responsable- reduce la polución ambiental solo en un 1 a 2%. Debemos tener cuidado con la manipulación sentimentaloide que se hace de esto; para muestra, la reciente denuncia que acaba de hacer el informe “El fraude del reciclaje del plástico”, realizado por el Center for Climate Integrity (CCC), donde se hace evidente “una campaña de engaño y desinformación sobre la reciclabilidad de los residuos plásticos” orquestada por las grandes empresas petroleras (ExxonMobil Corporation, Chevron Corporation, Dow Chemical Company, DuPont Corporation y sus grupos de presión y organizaciones comerciales), las que, desde hace 30 años, saben perfectamente que el reciclaje de plásticos “no es ni técnica ni económicamente viable”.
Otro tanto sucede con el vital líquido, indispensable para la vida. El 90% de agua dulce que se consume lo hace la industria, no la gente en sus hogares. “Gota a gota el agua se agota”, es la publicidad culpabilizadora que nos llega. No es así exactamente: no es la población consumiendo “irresponsablemente” lo que el sistema nos ofrece la verdadera causa de la catástrofe ambiental, sino el capitalismo. La cuestión que se nos plantea es ¿cómo cambiarlo?
Hace ya más de un siglo, en 1902, Vladimir Lenin se preguntaba cómo enfocar la lucha revolucionaria; así, parafraseando el título de la novela del ruso Nikolai Chernishevski, de 1862, igualmente se interrogaba ¿qué hacer? La pregunta quedó como título de la que sería una de las más connotadas obras del conductor de la revolución bolchevique. Hoy, más de cien años después, la misma pregunta sigue vigente: ¿qué hacer? ¿Cómo hacer colapsar al sistema capitalista para construir la alternativa socialista? Las primeras experiencias nos marcan el camino: indican lo que sí podemos hacer y lo que no hay que repetir. Pero la cuestión sigue estando en la pregunta: ¿qué hacer, por dónde ir?
¿Repetir la toma del Palacio de Invierno de los zares? ¿Una nueva Larga Marcha que atraviese todo el país juntando fuerzas? ¿“Barbudos” que bajen de la sierra para correr a una guardia asesina con el apoyo del pueblo humilde? Pero no todos los países del mundo tienen zares, ni 12.000 kilómetros de distancia cruzando desiertos y montañas, ni sierras tropicales. Además, cada lugar tiene una historia y una dinámica propia tan distinta una de otra que no puede haber recetas generales.
“Hoy por hoy, nadie sabe exactamente qué es realmente una estrategia anticapitalista. La vieja fórmula de la toma del poder y la socialización de los medios de producción volviéndolos propiedad del Estado, no funciona más”,
comenta con amargura Gerardo de la Fuente. En cierta forma, es así: los caminos parecen cerrados. La lucha sindical hoy no se muestra fecunda; muchos sindicatos, producto del trabajo de cooptación muy bien realizado por las clases dominantes, terminaron siendo “aristocracias obreras”, absolutamente alejadas de las necesidades populares, trabajando solo para mantener sus cuotas de beneficios, haciéndoles el juego a sus patronales, defendiendo finalmente a ellas y no a la clase de donde provienen. Las luchas armadas -aunque persisten algunas fuerzas guerrillas en el mundo (el Ejército de Liberación Nacional -ELN- en Colombia, el Movimiento naxalita en la India, algunos grupos armados de ideología de izquierda en África-) no se ven como camino fértil. “Antes había muchísimos jóvenes que se incorporaban a la guerrilla para irse a luchar a la montaña. Sobraban voluntarios y faltaban fusiles. Hoy… ni montaña hay”, se quejaba apesadumbrado un ex comandante guerrillero en Centroamérica. La búsqueda parlamentaria es bastante estéril por todo lo ya arriba expuesto. Los actuales progresismos latinoamericanos lo demuestran, con el agravante que, muchas veces, luego de esos procesos de tibia centro-izquierda, como revancha política vuelven con fuerza las posiciones más ultraderechistas (Mauricio Macri, Jair Bolsonaro, Javier Milei). Una vez más, vale la metáfora de la revolucionaria polaco-alemana. Ante toda esa cerrazón, ¿habrá que recorrer otros caminos?
Ahí aparecen los hackers.
“Construís bombas atómicas, hacéis la guerra, asesináis, estafáis al país y nos mentís tratando de hacernos creer que sois buenos, y aún nos tratáis de delincuentes. Sí, soy un delincuente. Mi delito es la curiosidad. Mi delito es juzgar a la gente por lo que dice y por lo que piensa, no por lo que parece. Mi delito es ser más inteligente que vosotros, algo que nunca me perdonaréis. Soy un hacker, y éste es mi manifiesto. Podéis eliminar a algunos de nosotros, pero no a todos… después de todo, somos todos iguales”,
reza el manifiesto fundacional de un movimiento hacker. Quizá los ataques informáticos al corazón del sistema capitalista constituyan una afrenta importante, tanto que quizá logren abrir brechas. No lo estamos afirmando. Es más: no lo sabemos ni hay razonablemente modo de saberlo. ¿Cómo podría colapsar al sistema global hiper poderoso el hecho de que a una de sus grandes corporaciones multinacionales se le paralicen los sistemas informáticos por unos días? ¿Sirve realmente como una propuesta de transformación social que, por ejemplo, se conozcan secretos del Pentágono? En todo caso podemos decir que algunos hackers, o algunos movimientos de hackers, promueven una justicia social y un acceso libre al conocimiento universal que, así considerado, conlleva un enorme potencial transformador. Hoy día el sistema global se centra cada vez más en las tecnologías digitales, en la inteligencia artificial. Golpear allí puede llegar a ser de importancia capital. De todos modos, esto solo lo dejamos dicho como comentario marginal, más que nada para hacer evidente que, en este momento de la historia, el capitalismo -aunque sigue y seguirá siendo un desastre en términos humanos- no está dando muestras de caer. Propuestas como el “aceleracionismo”, con la muy discutible idea que la aceleración sin límites de las tecnologías de punta actuales puede conducir a un estadio post capitalista, parecen sueños afiebrados, quizá no muy distintos a los del “socialismo utópico” de inicios del siglo XIX.
Hoy día, viendo que la revolución socialista es algo en entredicho, que las primeras experiencias no han dado todo el resultado esperando, comienza a perfilarse un pensamiento novedoso: la multipolaridad. En resumidas cuentas, así lo puede expresar un analista político como Antonio Castronovi:
“El multipolarismo es más bien la verdadera revolución en curso de nuestra era que marcará el destino del mundo venidero, y de cuyo resultado dependerá la posibilidad de que se reabra una nueva perspectiva socialista.”
Caído el campo socialista europeo y desintegrada la Unión Soviética, Estados Unidos quedó como la potencia dominante del mundo. Se entró de ese modo en una fase de unilateralismo, de unipolaridad donde Washington se erigió como dominador absoluto. Por varios años, poniendo tras de sí a la Organización de Naciones Unidas, a la Unión Europea y la OTAN, la Casa Blanca dictó los caminos a seguir, sin sombras ni obstáculo alguno delante. Pero las cosas fueron cambiando bastante rápidamente.
Ya entrado el siglo XXI, la República Popular China, con un vertiginoso ascenso económico, desde fines del siglo pasado, y mucho más en el presente, se constituyó en un formidable competidor de Estados Unidos. Según cómo se lo mida, su PBI casi iguala al del país americano, o lo supera. Junto a ello, renaciendo como país capitalista, la Federación Rusa salió del colapso que significara la desintegración de la URSS, y apareció nuevamente en el ruedo internacional como potencia político-militar. Varias guerras victoriosas donde exhibió su renovado músculo militar -Chechenia, Crimea, Siria, Ucrania-, más una demostración de fuerza bélica de la más alta tecnología que reproduce para Washington el “momento Sputnik” de 1957, evidenciaron que Moscú seguía siendo un rival de igual a igual. Estados Unidos, sintiendo que va perdiendo lentamente la hegemonía global, reaccionó de manera bélica, militarizando más aún el panorama internacional (la guerra de Ucrania, la carnicería israelí en Palestina y la tensión al rojo vivo en Taiwán lo evidencian). En esa nueva coyuntura que comienza a darse abiertamente a partir de la tercera década del siglo XXI, el eje Moscú-Pekín se alza como referente de un anticapitalismo occidental, básicamente del anglosajón, que es quien viene tomando la delantera en la modernidad eurocéntrica.
Pero ninguno de los dos países euroasiáticos levanta las banderas del socialismo y la revolución como consignas para el mundo. Rusia pasó a ser una nación ganada por el capitalismo más voraz y mafioso, donde unos pocos multimillonarios manejan el grueso de su economía, y China propicia un particular “socialismo de mercado” que puede dar excelentes resultados para su propia población, pero sin constituirse en referente para los pobres y oprimidos de todo el orbe. Ambas naciones, en un gran esfuerzo conjunto, están intentando edificar un mundo por fuera del dominio del dólar. Surge así la propuesta de los llamados BRICS. Éstos (en el momento de redactar este texto son diez países), con economías dispares, todos capitalistas -salvo China-, con muy distantes visiones político-filosóficas de la sociedad, se presentan como un bloque alternativo al capitalismo basado en la divisa estadounidense. El mundo dejó de ser unipolar, pasando a tener varias cabezas; multipolaridad digamos: China, Rusia, y varios países no alineados con el dólar. En principio, no puede decirse que esto constituya una perspectiva post capitalista; es una nueva arquitectura global descentralizada de Washington. Eso, por sí solo, no trae reales beneficios a las grandes mayorías planetarias. La idea de un comercio donde todos ganen (¿será una quimera eso?, el ganar-ganar) no es el ideario socialista. ¿O habrá que pensar que la idea de cambio revolucionario quedó obsoleta? La Nueva Ruta de la Seda que impulsa hoy Pekín, ambicioso proyecto que posicionará a China como principal potencia mundial, con presencia en más de 100 países, para algunos es una forma sutil de imperialismo, colocando sus propias mercaderías en los cinco continentes; para otros, los chinos fundamentalmente, una forma de llevar prosperidad a los sectores más deprimidos del globo. ¿Planteo socialista?
El debate está abierto, pero no queda claro cómo ese mecanismo comercial beneficiaría a los desamparados de la Tierra, pues la acumulación capitalista no termina, ni tampoco la lucha de clases, ni la explotación, ni las jerarquías sociales. Así como tampoco queda claro de qué manera esa propuesta soluciona la depredación monumental del medio ambiente, pues se sigue apostando por un consumismo voraz. El socialismo, hasta donde se sabe, intenta ser un proyecto alternativo a todo eso.
Entre algunas de las propuestas para crear mejores condiciones de vida para las grandes mayorías paupérrimas se ha comenzado a hablar recientemente de “refundación del Estado”. Ante todo, como punto mínimo, partamos por definir qué es eso del Estado. Ahí sigue siendo absolutamente válida la definición dada por Lenin en 1917 en su texto “El Estado y la revolución: “Producto del carácter irreconciliable de las contradicciones de clase”. En otros términos: es el aparato que sirve para mantener la dominación de clase. En cualquier parte del mundo, en cualquier país capitalista, podrá discutirse mucho sobre el carácter del Estado imperante, pero en cualquier parte se repite siempre la misma función: es el garante de la explotación de una clase sobre otra. Para eso está, no para otra cosa. La provisión de servicios básicos es su responsabilidad, y a veces (en el Norte próspero) eso se cumple. En el Sur eso es una quimera. En el Norte los Estados tienen hasta un 60% de recaudación fiscal sobre el producto interno bruto. En el Sur global, la raquítica carga impositiva a veces no pasa del 10%. Entonces cabe la pregunta: ¿refundarlo? ¿Cómo? ¿Para qué?
Refundarlo significaría algo así como empezarlo de nuevo. Pero ello no es posible, a no ser que haya un verdadero cambio en las relaciones de fuerzas de las clases sociales que caen bajo el paraguas de ese Estado, cosa que no sucede si no es con un franco proceso revolucionario. ¿Con qué fuerza real cuentan el campo popular y las propuestas de izquierda para imponer una nueva agenda al Estado tradicional? Si se quiere cambiar algo en términos político-sociales, habrá que pensar en transformaciones reales en la correlación de fuerzas, en las relaciones de poder. Para instaurar el actual sistema capitalista liderado por la burguesía, en 1789 Francia destruyó sin apelaciones la cabeza del feudalismo, en sentido propio y figurado: se hizo una revolución y se instauró algo nuevo. Para cambiar algo realmente hay que hacer eso: destruir lo viejo y construir algo nuevo. Para ir más allá del capitalismo, ¿habrá que “refundar” o habrá que cortar de cuajo algo para que empiece una sociedad nueva? Vale aquí aquel refrán de “para hacer un omelette hay que romper algunos huevos”.
¿Cómo cambiar el sistema actual y construir una alternativa posible? Esa sigue siendo la pregunta. Recordemos una vez más con Lenin que “El capitalismo no caerá si no existen las fuerzas sociales y políticas que lo hagan caer”. No hay, ni puede haber, una evolución natural hacia el socialismo. La superabundancia económica no significa, en modo alguno, que quienes dirigen la sociedad tengan el “buen corazón”, el altruismo espontáneo de querer compartir lo que les sobra. El sujeto actual es -producto del modo de humanización que existe- bastante egoísta. Sobran los ejemplos que lo evidencian: en la pasada epidemia de COVID-19 algunas potencias capitalistas llegaron a almacenar hasta cinco veces más de la cantidad necesaria de vacunas contra el virus, mientras que en el Sur global mucha gente apenas recibió una dosis. Más allá del canto de sirena de la “ayuda” y la cacareada solidaridad de la cooperación internacional, la descarnada realidad nos muestra que aún rige el homo homini lupus (el hombre es un lobo para el hombre). El socialismo, con todas las lacras que pueda haber mostrado la experiencia real, la que existió hasta ahora, felizmente al menos abre la esperanza de algo nuevo, renovador.
Colateralmente esto lleva a pensar que un cambio real en la sociedad dirigiéndose hacia el socialismo -preámbulo de la futura sociedad sin clases- sería más posible en los países más empobrecidos -tal como ha sucedido-, porque allí existirían redes solidarias en la población más fuertes que en el individualismo hedonista que fomenta el capitalismo desarrollado con su prédica del consumo y el centrarse en el propio metro cuadrado. De todos modos, quede esta idea como una glosa marginal.
La organización popular, la organización de eso que llamamos masa humana, ya sea en el centro de trabajo -fábrica, oficina, plantación-, de estudio, en la comunidad en que se habita, o en todo espacio donde haya grupos humanos que se sientan dañados/aplastados/sojuzgados por el sistema, continúa siendo el camino para preparar el cambio hacia una perspectiva postcapitalista. Recorrer ese camino parece lógico, y debería ser sencillo: los explotados y sojuzgados deberían reaccionar contra su opresor. Aunque eso pareciera lo más lógico, la realidad muestra otra cosa, y la posibilidad de un cambio profundo se dificulta hoy en un grado sumo. Ganan más seguidores las iglesias fundamentalistas o las propuestas neofascistas -en el Norte y en el Sur- que un discurso socialista, un discurso que enfatice la contradicción de clases. Influencers con mensajes banales, individualistas y apologizando el consumo hedonista tienen más impacto que un llamado a la organización popular y revolucionaria. El miedo visceral al comunismo que se implantó en los pueblos no es fácil -quizá imposible- de revertir. Pero ahí, en ese escenario adverso, es que las fuerzas de izquierda deben actuar.
Se dice que las izquierdas viven dividiéndose, fragmentándose. En la derecha -aunque es muy amplio, demasiado quizá, decir “la derecha”, pero dejémoslo así de momento- también sucede, en cuanto a sutilezas ideológicas o posicionamientos político-partidarios. En realidad, sucede en todo grupo humano. Son tan de derecha, es decir: defensores de las democracias de mercado, o del capitalismo a secas mejor dicho, tanto los neonazis de cualquier parte del mundo como los jeques árabes, los terratenientes centroamericanos como los escandinavos socialcristianos, o los industriales japoneses de partidos que apoyan al emperador como los partidos políticos europeos que adversan a las monarquías medievales. Medianos productores del agro o banqueros dueños de fabulosos fondos de inversión pueden tener proyectos distintos. Claro que existen diferencias entre todos estos estamentos, sin dudas, matices, muy importantes a veces. Pero sin embargo, como clase social, eso que llamamos “derecha”, en momentos críticos se une monolíticamente. Y “momentos críticos” significa toda afrenta que se le pueda hacer a su situación de privilegio. Cuando siente que “los de abajo” reaccionan y protestan, se convierte en un solo cuerpo, más allá de diferencias circunstanciales. Sin dudas, la clase poseedora tiene mucho, muchísimo que perder. El pobrerío, la clase trabajadora mundial, los oprimidos históricamente “no tienen nada que perder, más que sus cadenas”, como cierra el Manifiesto Comunista de 1848, completamente vigente al día de hoy.
Si es cierto, entonces, que en la izquierda aparecen con mucha (demasiada) frecuencia peleas y divisiones, grupos militantes que se fraccionan, se fragmentan evidenciando luchas de egos, de personalidades, debe enfocarse la cuestión con una óptica que vaya más allá del enojo, la consternación o el regaño respecto a ese proceder. Si tanto sucede, en la izquierda como en la derecha, en las cámaras empresariales o en los grupos revolucionarios armados, en el Vaticano o el consejo barrial, la reflexión obligada nos muestra que ahí encontramos una condición humana. Recuérdese lo que decíamos sobre la construcción del sujeto humano, sobre la agresividad constitutiva: “Basta decirle a alguien que no tiene razón, que no es quien cree, mostrarle un punto donde se limita la aseveración de sí [en otros términos: indicarle que no es la cosita más linda del mundo, porque no hay tal cosita máxima, salvo para su madre] para que surja la agresividad” (Bleichmar). Quizá empezando a construir ese sujeto de otra forma -esa es la esperanza que abre el socialismo- se llegue a algo nuevo. La petición de un “hombre nuevo” como hecho voluntario, como gesto de abnegación -la experiencia lo muestra palmariamente- no llega muy lejos. Esas continuas luchas de poder y demostraciones de “egos inflados” no son patrimonio ni de derechas ni de izquierdas: son expresión de la forma en que se desenvuelve lo humano. O, más exactamente dicho, del humano que conocemos hoy. Podemos esperar algo distinto en un futuro, si se supera de una buena vez aquello de “tanto tienes, tanto vales”, donde el “tener” no es solo posesiones materiales, sino sabiduría, coraje, posición política correcta. Los empresarios compiten para ver quién tiene más dinero acumulado; ¿los comunistas para ver quién es “más” comunista, “más” revolucionario?
Lo patético hoy día, en esta coyuntura que abarca a la totalidad del planeta, es que ese pensamiento de derecha, conservador, defensor acérrimo del sistema, puede encontrárselo no solo en quien detenta una gran propiedad (empresario, banquero, hacendado) sino en alguien del llano, oprimido por el sistema y no propietario de nada, salvo de su fuerza de trabajo: la señora de barrio, el capo de una banda de narcotráfico -empresario al fin, aunque sea un delincuente dadas las reglas de juego actuales-, el ranflero de una clica (jefe de una célula de una temible pandilla juvenil, o mara), el honesto ciudadano que apoya al presidente Nayib Bukele en El Salvador porque terminó con las pandillas (85% de aceptación con el voto popular en las elecciones), el sindicalista corrupto cooptado por la patronal, Homero Simpson -representante por antonomasia del trabajador medio de Estados Unidos, despreocupado del mundo e interesado solo en el partido de baseball y en tener cerveza en la refrigeradora-. Recordemos lo dicho por Scalabrini Ortiz: la ignorancia de Homero, supina e inocente ignorancia, está planificada por fuerzas nada ignorantes. Como dijera mordazmente el cineasta español Pedro Almodóvar: “Nueve de cada diez estrellas son de derecha”. El pensamiento dominante es de derecha, preparado por la fenomenal y muy bien estructurada parafernalia mediática del sistema. “La ideología dominante es la ideología de la clase dominante”, alertaban ya hace casi dos siglos Marx y Engels. Eso no ha cambiado un ápice; por el contrario, se ha fortalecido a niveles impresionantes.
Entrado el siglo XXI, luego de la reversión, o al menos congelamiento / empantanamiento de los procesos socialistas, puede verse, no sin estupor, que el pensamiento de derecha, conservador, anticomunista, va ganando lugar en muchos puntos del planeta. Ya no son las élites las que lo levantan sino grandes masas populares. Equivocados, manipulados o asustados, lo cierto es que son los mismos pueblos los que eligen a conservadores ultraderechosos como Silvio Berlusconi, Donald Trump, Giorgia Meloni, Jair Bolsonaro, Mauricio Macri, Sebastián Piñera, Iván Duque, Viktor Orbán, casi a Marie Le Pen, o le dan su apoyo a Javier Milei, alguien más cercano a un payaso de circo que a un presidente. Lo que parecía un cercano horizonte socialista hacia los 70 del siglo XX, en el inicio del XXI muestra, en todo caso, una involución hacia posiciones neofascistas. Las posiciones antiaborto, homofóbicas y racistas se afianzan. Un espíritu neonazi recorre Europa, donde en el momento de escribir este panfletito solo cinco países presentan gobiernos libres de partidos de ultraderecha: Irlanda, Malta, Luxemburgo, Croacia y Rumania. En todos los otros, “cultos” y “desarrollados” exponentes del “jardín florido”, como decía algún presuntuoso funcionario, numerosos grupos neofascistas ocupan escaños en los Congresos, creciendo siempre. En Chile la población, después de multitudinarias movilizaciones que hicieron tambalear al presidente de turno demandando terminar la vieja Constitución pinochetista, en el referéndum ad hoc vota contra las reformas introducidas. ¿Es “tonta” la gente que, gustosamente pareciera, le abre las puertas de par en par a su verdugo? ¿Qué pasó que el comunismo es la peor mala palabra que se pueda concebir? La derecha sabe hacer muy bien su trabajo.
No hay ninguna duda que la dificultad de cambiar las cosas no está solo en la represión policíaco-militar, los guardianes armados del sistema (trabajadores pobres uniformados -muy bien trabajados ideológicamente- que atacan a pobres sin uniforme y con hambre para defender a ricos que miran satisfechos la escena, sin uniforme y sin hambre, o más aún: desperdiciando comida). Eso, lo sabemos en forma creciente, es la forma en que el sistema se resguarda. Ahí están siempre a la orden y bien dispuestos los agentes antidisturbios, policías antimotines siempre listos para contener manifestaciones haciendo uso de un arsenal especialmente preparado para estos casos, como los gases lacrimógenos o el gas pimienta, cañones de agua, armas caloríferas que no dañan la piel pero producen terribles dolores con lesiones en los órganos internos, técnicas de amedrantamiento como el disparo de balas de goma hacia los ojos, y un largo etcétera que el desarrollo científico-técnico pone a disposición del mantenimiento del sistema (de la “libertad” y la “democracia”, dirá el cínico discurso dominante).
“América del Sur se nos puede embrollar de modo incontrolable si no tenemos siempre a la mano un líder militar, y en el caso de Chile, esto reclama un jefe de la calidad solidaria del general Augusto Pinochet”,
pudo decir sin ambages el por entonces Secretario de Estado de Estados Unidos, Mike Pompeo, en una Comisión de Urgencia de la Cámara de Representantes, ante “la preocupante situación de Chile” del 2019 con masivas protestas populares. Y si la protesta sube de intensidad, siguen estando vigentes las técnicas más horrorosas que se usaron años atrás para detener “el ataque comunista”, tales como la desaparición forzada de personas, las torturas, las cárceles clandestinas, los asesinatos selectivos, los grupos paramilitares (escuadrones de la muerte), las masacres siempre silenciadas por la prensa, el terror como arma de contención. El sistema se defiende a cualquier costo, siendo esos momentos sangrientos los que permiten ver que el discurso de defensa de los derechos humanos no es más que una acomodación política circunstancial. La dificultad en cambiar las cosas está en las cabezas, en la ideología, en la despolitización y el giro hacia la derecha que se ha venido dando en estos últimos años.
Suele decirse que la izquierda no sabe bien qué hacer ante esto, luego del golpe fabuloso que resultó la desaparición de los socialismos reales, achacándole a su “mal accionar” la pauperización y derechización que vivimos. Decir eso es darle demasiada, excesiva importancia a lo que pueden hacer las fuerzas de izquierda. Si el mundo está como está, ello se debe no a que las izquierdas no saben reaccionar ante tanta adversidad -lo cual es cierto- sino a que los poderes supranacionales que dirigen los destinos de la humanidad han decidido evitar cualquier avance hacia el socialismo, hacia escenarios que le cercenen sus prerrogativas como clase dominante. Si quizá con aire altanero se puede decir que “la izquierda está desconcertada y no sabe qué hacer”, habría que preguntarle a quien lo formula qué propone entonces. Los planes neoliberales que vivimos hoy son una clara demostración de esa avanzada, habiendo hecho perder numerosas conquistas históricas, quitándole la iniciativa a las propuestas transformadoras. Como válvula de escape, permite ciertas reivindicaciones, sin la menor duda importantes -como dijimos: lucha contra el patriarcado, contra cualquier tipo de discriminación, en defensa del medio ambiente sano-, pero siempre separadas una de otra, con lo que no tocan al sistema en su conjunto, y dejando el factor de explotación económica siempre de lado. A lo sumo, como discurso “políticamente correcto” -lo que se dice en el marco de la cooperación internacional y las tecno-burocracias que la sustentan- se debe luchar “contra la pobreza”, pero no contra las causas que la provocan.
Llegados a este punto, seguramente el lector esperará una respuesta concisa de cómo lograr caminar hacia el socialismo. Lamentablemente no hay respuesta precisa, exacta. No hay manual. Al menos este modesto escrito, como ya se anticipó, no da esas pistas -porque reconocemos que no las tenemos-. Podríamos atrevernos a decir que no hay ni puede haber manual. Si este texto sirve como llamado esperanzado a seguir buscando esas pistas, si contribuye, en el mejor de los casos, como aliento para esa tarea, nos damos por satisfechos. Aunque en verdad “Hoy por hoy, nadie sabe exactamente qué es realmente una estrategia anticapitalista”, no podemos quedarnos en la lamentación. Marx y Engels tampoco lo sabían. Marx pudo hipotetizar la dictadura del proletariado a partir de la experiencia concreta de poder popular (democracia de base, directa, participativa) de un acontecimiento tan fabuloso como fue el primer gobierno obrero de la historia en la capital francesa en 1871, rápidamente barrido a sangre y fuego por la clase dominante. También pudo hipotetizar que no solo el proletariado industrial urbano puede ser un fermento revolucionario, sino también el campesinado, tal como lo vio posible en la Rusia zarista, intuición que quedó validada con la posterior revolución de 1917. Con esto queremos significar que no hay nada escrito con seguridad, no existen protocolos que aseguren cómo hacer la revolución. Lo que sucedió en Nicaragua, por ejemplo, donde la población en la calle con palos y machetes, más la conducción del Frente Sandinista, desalojó a la guardia somocista, no es lo mismo que lo que aconteció en China, con una larga marcha que duró años, interrumpida por la Segunda Guerra Mundial, y que posicionó al Partido Comunista como la innegable vanguardia política de los millones de oprimidos del país. No hay manual ni puede haberlo, pero sí hay conceptos básicos con los que intentar trazar la ruta:
- Necesidad de una conducción en las luchas. Aunque le tengamos miedo a la palabra “vanguardia”, es evidente que la explosión popular espontánea no llega lejos. Es gloriosa, heroica, marca el camino, pero por sí sola no puede transformar la sociedad. Solo un grupo que se pone a la cabeza de ese monumental descontento popular puede encauzar la lucha para llegar a lo que se busca: la revolución anticapitalista. Una vanguardia -intelectual o guerrillera- sin conexión con las masas movilizadas, no es revolución socialista.
“¿Qué representa una minoría organizada? Si esta minoría es realmente consciente, si sabe llevar tras de sí a las masas, si es capaz de dar respuesta a cada una de las cuestiones planteada en el orden del día, entonces esa minoría es, en esencia, el partido [revolucionario]”,
decía Lenin en 1920 en un discurso sobre el papel del Partido Comunista. Ahora bien: ¿quién forma ese partido, vanguardia, elemento de conducción o como quiera llamársele? Gente que tiene una firme convicción en el ideario socialista, gente con sólida preparación ideológico-política y con una ética de la solidaridad a toda prueba. Obviamente, ningún “político” de cualquier partido de la democracia restringida que presenta el capitalismo cumple con estos requisitos. Ellos son simples operadores del capital, sus gerentes, sus administradores, o capataces de finca, en general con apetencias personales de egolatría y de enriquecimiento, que repiten -¿por qué no habrían de hacerlo?- todos los valores de la sociedad capitalista: autoritarismo, jerarquización, patriarcado, racismo, individualismo.
- Necesidad de un proyecto claro y definido. La lucha debe tener necesariamente claridad de hacia dónde debe dirigirse, con instrumentos conceptuales fuertes que orienten con exactitud. Con todas las revisiones necesarias de las pasadas experiencias socialistas habidas, el materialismo histórico sigue siendo el faro que permite orientar ese potencial transformador. No debe olvidarse nunca que el materialismo histórico es una ciencia, y por tanto, como toda actividad científica, debe seguir obligadamente desarrollándose, cuestionándose, ampliándose. Solo el estudio minucioso y acucioso de las nuevas realidades que fueron abriéndose en los siglos XX y XXI, desconocidas por los clásicos del siglo XIX, puede ayudar a abrir los caminos del cambio. Repetir dogmas no sirve; eso es un credo religioso. Un proyecto transformador debe adecuarse a las realidades concretas, las cuales están siempre en evolución; por tanto, los proyectos revolucionarios imponen un continuo estudio de la situación, apelando a todos los saberes de que se pueda disponer. La pirotecnia verbal con aire revolucionario no pasa de politiquería, de charlatanería. La política comunista se debe basar en una actitud científica, autocrítica y continuamente sopesada.
- Trabajo de organización en las bases. La revolución socialista es producto del movimiento de las masas populares; de ahí que acuerdos cupulares, aunque suenen progresistas, o procesos de democracia burguesa, no pueden transformar las cosas a profundidad. El problema es que las masas habitualmente están desorganizadas, siguen su vida cotidiana en la pura lucha por la sobrevivencia, manipuladas en forma creciente por el aparato ideológico-cultural del sistema que trabaja para adormecerles su potencial transformador. Ante eso, el trabajo de organización popular es enorme, y ahí valen infinidad de abordajes: trabajo sindical, formación política continua con miembros de las organizaciones populares y con toda la población que se pueda, información y divulgación por todos los medios posibles, trabajo político con jóvenes, organización barrial, trabajo de penetración en las fuerzas armadas, y todo un largo etcétera que dependerá de cada circunstancia particular. Si los grupos neoevangélicos lo pueden hacer -en pocos años en Latinoamérica, a partir de la estrategia estadounidense del Documento de Santa Fe II igualaron la cantidad de fieles que tiene la iglesia católica- ¿por qué no puede hacer ese trabajo de hormiga la izquierda? Por supuesto no para lograr “feligreses” para la iglesia sino para evidenciar lo que la ideología capitalista oculta. Desenmascarar lo enmascarado, fomentar una nueva visión de la realidad social en las bases, denunciar las injusticias. Solo los pueblos organizados podrán avanzar hacia nuevos modelos de sociedad. Desorganizados como nos tiene el sistema, seguiremos siendo eternamente presas fáciles de la manipulación.
- Trabajo en lo presencial abandonando la virtualidad. En los últimos tiempos, potenciado ello en forma exponencial a partir de los encierros a que forzó la pandemia de COVID-19, el mundo de lo virtual se fue imponiendo. Ello, sin dudas, trae beneficios en innumerables campos, pero también dificulta el contacto social, el vínculo humano directo. En concreto, y en lo que a nosotros respecta: en la organización popular. La revolución no se puede hacer desde la pantalla de un teléfono o de una computadora. Hay que retomar lo humano directo; la gente en la calle es imprescindible para que la calle no calle en su clamor y avance hasta tomar el poder, pudiendo transformar así la sociedad. La virtualidad puede ser un poderoso instrumento, un aliado en la lucha; de eso no cabe la más mínima duda, debe ser utilizada de la manera más inteligente posible. Pero no es la realidad a la que se debe apuntar. Aunque el mundo que el capitalismo va delineando en forma acelerada con robótica e inteligencia artificial se impone, sigue siendo lo más importante la gente de carne y hueso, con sus deseos, temores, apetencias y ansiedades.
- Alianzas inteligentes. La búsqueda de caminos para lograr una ruptura con el capitalismo impone un arduo trabajo de fina orfebrería. Ningún grupo político, por más preparado que esté, puede erigirse en vanguardia única que conduzca un proceso revolucionario. En el camino deben establecerse contactos, alianzas, encuentros con diversos sectores que pueden ir abriendo brecha. La presunción de ser “la” fuerza esclarecida no lleva muy lejos, porque abre la posibilidad de interminables peleas con similares grupos convencidos también de ser “la” verdadera fuerza que empuja el cambio. En paralelo, esa actitud no prepara el camino para una ética solidaria, abierta a la confraternización, tal como preconiza el ideario socialista. La humildad en ese sentido debe ser un elemento capital que permita el crecimiento de fuerzas que propiciarán la insurrección popular.