JUAN CARLOS I, SÍMBOLO Y SÍNTOMA DE UN RÉGIMEN CORRUPTO
Por Jaime Pastor
«Pese a ser formalmente una `monarquía parlamentaria´ que `arbitra y modera el funcionamiento de las instituciones´, en realidad su papel ha sido cada vez más intervencionista en la política interior y exterior española»
Sin pretender negar la gravedad de la crisis sanitaria generada por el coronavirus –con el riesgo de que se convierta en coartada de los grandes poderes económicos para aplicar, una vez más, la doctrina del shock contra los y las de abajo-, y sin olvidar la tragedia cotidiana que se está viviendo en lugares como Lesbos, la noticia de que en 2012 el rey emérito regaló a Corinna Larsen 65 millones de euros -parte de los 100 millones donados por el rey de Arabia Saudí en agosto de 2008 a cambio del acuerdo del AVE a La Meca- no debería pasar por alto como una anécdota más. Porque a eso es a lo que quieren reducirla la mayoría de los medios de comunicación españoles y el establishment en general, con los partidos del régimen a la cabeza.
Escándalo de Estado
Contrariamente a lo que se busca con ese cierre de filas, hay que decir bien alto que nos encontramos ante un verdadero “escándalo de Estado”, como bien lo ha definido un editorial de ctxt, y que su investigación a fondo debería obligar a adoptar medidas de salud democrática inmediatas que abrieran el debate sobre la necesidad de introducir en la agenda política la convocatoria de un referéndum sobre la forma de Estado. Demanda, por cierto, que según encuestas no oficiales (porque el CIS sigue negándose a preguntar sobre esta materia) cuenta con el apoyo de una mayoría de la sociedad española, especialmente entre las nuevas generaciones y abrumadoramente mayoritaria en Catalunya y Euskadi, así como con una ya larga lista de consultas populares celebradas en los últimos años en muy diferentes lugares.
En efecto, se han ido acumulando demasiadas informaciones no desmentidas (en los últimos tiempos procedentes de importantes medios occidentales, como ha ocurrido en esta ocasión desde el paraíso fiscal suizo) sobre los grandes negocios sucios de la Casa Real, de los que el juicio y condena a su yerno Urdangarín solo permitió ver la punta del iceberg. De todo el mundo es sabido el papel que Juan Carlos I ha ejercido a lo largo de todo su reinado en el tráfico de influencias a favor de los grandes poderes económicos españoles y de su propio beneficio, tanto aquí como a escala internacional en nombre, eso sí, de una “política de Estado” y no cabe duda de que su hijo le ha tomado el relevo.
En realidad, los Borbones de la segunda Restauración no hacen más que seguir la estela de sus antepasados a lo largo de nuestra historia contemporánea como reflejo fiel de “la decadencia del país y la putrefacción de las clases dominantes”, con palabras de Trotsky, quien no hacía más que recordar la que ya hiciera Marx del absolutismo monárquico español. Con la única diferencia de que ahora han ido ampliando su área de influencia a medida que se ha ido transnacionalizando un bloque de poder sin reparo alguno para estrechar amistades tan enriquecedoras con dictaduras como la de Arabia Saudí.
Con todo, lo más grave en este caso es que, tratándose de una noticia que no tiene nada que ver con las funciones de la Corona que establece la Constitución y que además afecta a un rey emérito, los partidos del régimen se han vuelto a negar en la Mesa del Congreso a crear una Comisión parlamentaria de investigación para determinar en su caso “las consiguientes responsabilidades éticas y políticas”. Apoyan su rechazo en una interpretación completamente abusiva del artículo 56.3 (según el cual la persona del rey es inviolable y no está sujeta a responsabilidad) y del artículo 65 (que le permite distribuir “libremente” la cantidad global que reciba de los Presupuestos del Estado). Rechazo “jurídicamente no justificado y enormemente grave desde el punto de vista político”, como ha denunciado Gerardo Pisarello, miembro de la Mesa y del único grupo parlamentario que ha votado en contra de esa decisión.
Porque ¿qué sentido tiene aplicar esa inviolabilidad e irresponsabilidad, algo de por sí un privilegio, a actuaciones de un rey que no tienen nada que ver con el ejercicio de su cargo, sino todo lo contrario, ya que solo están al servicio de su beneficio personal ilegal? El único que tiene es, obviamente, el de persistir en continuar considerando intocable una institución que, lejos de haber sido el “motor del cambio”, es desde el mismo momento de su restauración por Franco y su imposición a través de los consensos de la Transición (recordemos la negativa de Adolfo Suárez a convocar un referéndum en 1978, como se hizo en Italia y Grecia, por temor a perderlo) la máxima representación de un régimen cuya reforma en un sentido democratizador en uno u otro de sus pilares se está demostrando imposible. La mitificación de su papel salvador en el golpe del 23F sigue teniendo muchas sombras, entre ellas la reunión celebrada al día siguiente en la que llegó a un acuerdo con los partidos de ámbito estatal para emprender una contrarreforma autonómica (Clavero, 2019: 71-72).
Un rey que ni siquiera tuvo que jurar la Constitución porque su origen es anterior, como se dice en su artículo 57.1, por ser “legítimo heredero de la dinastía histórica”, la de los Borbones, y que, sin embargo, ordena que se cumpla esa ley fundamental, siempre con la baza de tener el mando supremo de las Fuerzas Armadas. Una monarquía, en fin, que se presenta como “símbolo” de la “unidad y permanencia” del Estado (art. 56.1), o sea, de la “unidad de España”, consagrada como metaderecho fundamental, según la interpretación que han ido haciendo el Tribunal Constitucional y el Tribunal Supremo.
¿Monarquía parlamentaria?
Pero es que además, pese a ser formalmente una “monarquía parlamentaria” que “arbitra y modera el funcionamiento de las instituciones”, en realidad su papel ha sido cada vez más intervencionista en la política interior y exterior española. Bastaría con repasar muchos de sus discursos y, sobre todo, con sacar a la luz los “secretos oficiales” que podrían desvelar su constante trabajo sucio desde las cloacas. Se ha ido conformando así un presidencialismo disfrazado que tiene en Felipe VI un fiel continuador, como pudimos comprobar con su discurso el 3 de octubre de 2017 en defensa de la represión contra quienes en Catalunya reclamaron y ejercieron su derecho a votar sobre su propio futuro. Un activismo institucional que se ha ido manifestando también en las consultas de los últimos años para la investidura de la presidencia del gobierno, pretendiendo asumir como propia la competencia de proponer a un candidato, como ha criticado muy acertadamente Joaquín Urias (2019).
A lo largo, pues, de estos más de 40 años, se ha ido consolidando un proceso que, a medida que se fue abriendo la crisis de régimen a partir sobre todo de 2010, ha llevado a otorgar a la monarquía mayores poderes de hecho. Hasta el punto que, como también denuncia Urias, la fiscalía del Estado en el juicio al procés, llegó a presentar a aquélla como “garante” de la Constitución…material, convertida ya en una “democracia militante”, pese a los desmarques retóricos que respecto a la misma ha manifestado el Tribunal Constitucional.
Así que sobran razones para seguir rechazando toda legitimidad a esta monarquía heredera del franquismo, corrupta y cada vez más autoritaria. Para avanzar por ese camino, sin embargo, ya hemos visto que no podemos confiar en un parlamento en el que la mayoría de las fuerzas políticas presentes son firmes defensoras de esa institución y ni siquiera se atreven a poner en pie una comisión de investigación sobre el nuevo escándalo protagonizado por el rey emérito. Solo desde algunos parlamentos autonómicos, como el catalán, y ayuntamientos, como el de Barcelona, se ha expresado una mayoría contraria a la monarquía, si bien inmediatamente hemos visto cómo el Tribunal Constitucional ha salido en defensa suya anulando las resoluciones acordadas.
Queda todavía abierta la vía judicial respecto al caso que nos ocupa, pero, como estamos viendo con la querella argentina sobre los crímenes del franquismo, sin la presión de la movilización popular no podemos tener muchas esperanzas de que llegue hasta el final. Así que habrá que seguir trabajando a favor de iniciativas ciudadanas que reclamen el procesamiento de Juan Carlos I y redoblen el esfuerzo por ejercer el derecho a decidir sobre la forma de Estado. Será en el marco de esas actividades como deberemos impulsar un proyecto republicano, confederal, social, feminista, ecologista y antirracista.
Referencias
Clavero, Bartolomé (2019) “Desde el principio’: La quiebra jurisdiccional”, en B. Clavero, Constitución a la deriva, Pasado y Presente, Barcelona.
Urias, Joaquín (2019) “La monarquía y la crisis independentista catalana (la Constitución material al rescate del Estado)”, en I. Lasagabaster (ed.), Crisis institucional y democracia (A propósito de Cataluña), Tirant lo blanc, València.
Jaime Pastor es politólogo y editor de Viento Sur