«Hoy la causa de la Humanidad está en Palestina, en la capacidad de rebelarse ante tremenda y colosal injusticia».

Recorremos en tren la distancia que separa Albacete de Madrid. Los motivos podrían ser diversos y sin embargo nada es tan homogéneo como querer que paren las bombas en Palestina. Un genocidio perpetrado por quienes se obcecan en creer que la tierra les pertenece, y autorizados por esa falacia la destruyen.

Hoy somos menos que ayer, y los nacimientos no alcanzan a contrarrestar la pérdida en número de los seres asesinados. El mundo se ha convertido en algo demasiado feo. Ya no basta con rezar. Ni siquiera es suficiente con dejar de hacer o participar en aquellas cosas que están enredadas en una maraña de groseras e inhumanas acciones. Desde hace tiempo las empresas sionistas no responden al boicot de los consumidores. Saben que el tamaño de las pérdidas es irrisorio comparado con los beneficios que obtienen haciendo su guerra colonial.

En la «aldea global» que ha construido el sistema podemos detener el consumo de carne, dejar de vestirnos con cueros y pieles de otros animales, obviar decoraciones con plata, oro y diamantes, desplazarnos en bicicleta para reducir la huella ecológica, comprar productos locales. Podemos dejar de usar móviles o tecnologías, resistirnos a convertir en necesidades los nuevos objetos de deseo que publicitan hacernos la vida más fácil, saludable y sabrosa. Podemos no vestir sus modas, ni aceptar el pseudotrabajo cuando es esclavitud. Sin embargo, el caudal de consumos ha logrado tener tal magnitud que nuestra irrisible gotica de solidaridad pareciera disiparse de inmediato, sin causar ninguna sequía en el capital que nos sume en este universo de lo igual. Las bombas siguen cayendo, masacrando la posibilidad de vivir con dignidad y de hacer de este mundo un lugar habitable.  

La sensación de incapacidad nos vacía, nos rompe, nos paraliza, despojándonos muchas veces de lo que nos hace humanos demasiado humanos, la esperanza. Pero sin esperanza ¿podemos vivir?

Quienes abrazamos el marxismo como método de análisis de la realidad sabemos de las dificultades y las contradicciones que guardan los procesos de transformación de la sociedad. Acostumbramos también a resumir décadas de construcción y destrucción en una frase: “es la dialéctica”. Hablar de dialéctica es apelar a una especie de masa etérea donde pugnan los contrarios. Una lucha que se debate en el espacio ético. Decía Simone Weil que desde la infancia hasta la tumba habita en el fondo de nuestro corazón algo que espera invenciblemente que se haga el bien y no el mal.

Los nuevos tiempos fluorescentes han tapiado el fondo de nuestro corazón para robarnos la empatía y arrojarnos a la orilla donde está la desesperanza. Una orilla donde se naturaliza el mal y donde habita el olvido de quiénes somos. Un ataque brutal que amenaza dejarnos inertes, sumidas en el abismo de la angustia y la ansiedad. Flotando en la vida como si fuera la muerte.

En la tetralogía de Matrix podemos ver graficado cómo las máquinas (la inteligencia artificial que tiene esclavizada a la humanidad) descubren una vez más en la historia la ciudad de Zion (donde viven los seres humanos que quedan libres) para invadirla y aniquilarla. Eso está pasando en el mundo del presente, lógicamente de otra manera y sin ciencia ficción. Pero fijémonos en una cosa: la posibilidad de salvar Zion. La sola posibilidad del bien, no permite claudicar. La esperanza de que se haga el bien posibilita la dialéctica, la lucha a pesar de los pesares que pone la razón del lado de la Justicia, la Belleza y la Verdad.

Hoy la causa de la Humanidad está en Palestina, en la capacidad de rebelarse ante tremenda y colosal injusticia. Su defensa -a través de todos los medios- no solo es legítima sino humana. Eso les separa abismalmente de las bestias, que están en la otra orilla, arrodillas ante el imperialismo, desoyendo el fondo de su corazón, haciendo el mal.

A  nuestras amistades, a la solidaridad organizada, al mundo les decimos que existe la posibilidad de hacer de esto un lugar mejor, y les invitamos a arrojar los ansiolíticos, la depresión, las lágrimas, la inacción, la desesperanza ¡carajo!

A la manifestación nos acompañó Hugo, tiene 9 años y está lleno de preguntas. ¿Cuántos palestinos hay? ¿Cuántos quedan después de las bombas? ¿Por qué quieren su territorio? ¿Dónde viven ahora? ¿Cómo se cuidan? ¿Qué van hacer? ¿Vamos a conseguir que paren las bombas?

De eso se trata mijo ¡que paren las bombas!

Albacete, 20 de diciembre, 2024
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