COLOMBIA Y ALTOS DE LA ESTANCIA. DE LA ACUMULACIÓN ORIGINARIA A LA ACUMULACIÓN POR DESPOSESIÓN (I)
Por Vocesenlucha
“Desplazados por la hijoeputa violencia, desplazados por la alcaldía, por todos, no joda, somos unos hijoeputa desplazados”, grita una mujer desesperada minutos antes de que derriben la casa donde vive con su marido y sus dos hijos en Altos de la Estancia. “¿Pa´dónde vamos ahora, pa´un parque, a vivir en un parque?»
Son las 6:20 de la mañana de un martes nublado de un mayo acuarentenado en Colombia. Salimos a las calles rompiendo el confinamiento como consecuencia del actuar de las instituciones que lo ordenaron por vez primera, hace ya dos meses. En plena pandemia del Coronavirus, la alcaldía local de Ciudad Bolívar, dependiente de la alcaldía de Bogotá, decide ejecutar unos desalojos. Allí, en los cerros de Ciudad Bolívar, existe un pequeño territorio llamado Altos de la Estancia. Allí, en Altos de la Estancia, existe un pequeño poblado donde crecen los cambuches, como se llama a las casas precarias que en otras latitudes se conocen como favelas, callampas, ranchos, chozas o chabolas. Allí, en los últimos días, entre amenazas y violencia, se han tumbado varios cientos de viviendas dejando a familias en la calle en medio de la cuarentena. Hasta allí nos desplazaremos en esta mañana de mayo que amenaza lluvias para acompañar a un equipo de defensoras y defensores de los Derechos Humanos del movimiento popular Congreso de los Pueblos, quienes intentarán detener que sigan tumbando las casas de las familias o al menos no se violenten sus derechos.
A lo largo de los tiempos, intereses minoritarios propagaron el mito de que las grandes riquezas se acumulan gracias al esfuerzo individual de grandes hombres. Poseedores del don del trabajo, el ahorro y el emprendedurismo, serían los verdaderos creadores de riqueza, motores del progreso y el avance de la humanidad. La riqueza que estos ilustres hombres generan, se derrama sobre las grandes mayorías ignorantes, no dotadas de semejantes virtudes, vagos, holgazanes que no han desarrollado las capacidades para la acumulación, maleantes, cuerpos abandonados al vicio y la contemplación; por tanto, seres inferiores merecedores de su posición subordinada. Lo que Marx llamó el pecado original económico.
“Y desde este pecado original arranca la pobreza de las grandes masas, que todavía hoy, a pesar de todo su trabajo, no tienen nada que vender más que a sí mismos, y la riqueza de unos pocos, que aumenta continuamente, aunque hace mucho que dejaron de trabajar”[1].
Hoy, ese relato de los viejos economistas clásicos empapa la llamada ideología de la prosperidad, con el sujeto autoexplotado y emprendedor de sí mismo, difundida hasta en la sopa del pueblo, apuntalando y reforzando la médula espinal del sentido común posmoderno.
Sin embargo, existen corrientes que proponen otra visión de mundo, otra mirada, otra lectura de la realidad que, pensamos, se ajusta más a la realidad. ¿Y si esos grandes hombres virtuosos, supuestos motores del progreso universal, fueran todo lo contrario: pequeños roedores del verdadero desarrollo, grandes parásitos en el organismo social de los pueblos, obstáculos permanentes que intereses chiquitos ponen a la creación y realización de propuestas de vida digna para las grandes mayorías? ¿Y si el verdadero motor de la historia fueran precisamente las manos trabajadoras de esas grandes mayorías? ¿Y si el verdadero método que convirtió a esos ilustres hombres en élites dominantes no fuera otro que la violencia?
6:45 a.m. Llegamos al primer punto de quedada y nos encontramos, junto con más compañeros, con Erika Prieto, militante del Congreso de los Pueblos. Nos embutimos en los monos blancos que además de cumplir su función de protección sanitaria, nos identificarán en el territorio. Vamos a un espacio sobre el que sabemos poco, donde habitan leyes más o menos conocidas administradas por actores desconocidos con los cuales nos iremos familiarizando en los próximos días. Ciudad Bolívar nos recibe con el calor y los colores de quien quiere despertar de un letargo que nunca llegó a creerse. La cuarentena es un privilegio que estos barrios no pueden permitirse. En la parte baja de Altos de la Estancia, a la entrada a la población, hacen presencia unas dos decenas de policías. Poco para lo que vendrá después. Entre ellos, avanza un pequeño ejército de trajes blancos y chalecos de Derechos Humanos. Llegamos al territorio y saludamos a los pobladores. Una familia, junto a su casa de chapa, palos y cartón, nos ofrece un café. Estamos en plena pandemia, pero no se rechaza lo que con dignidad ofrece quien poco tiene. Somos la única ayuda que ha recibido esta población desde que comenzaron los desahucios y nos tratan con cariño. Saboreamos un tinto con galletas y conversa y nos juntamos en el centro de una improvisada plaza con todo el equipo de trajes blancos. Erika hace las presentaciones, da las debidas orientaciones y se organizan dos grupos. Nosotros nos pegamos a ella con nuestra cámara, acompañándola en este primer día en el territorio. Avanzamos por caminos improvisados de tierra y hierba. A nuestra derecha, como una metáfora, la ciudad de Bogotá preside la vista cual escenario tras las bambalinas de los cerros. Como si las pendientes dibujaran un límite entre “civilización” y olvido.
Las olvidadas almas que habitan estas lomas, abandonadas por las instituciones, paradójicamente, sí parecen importarles en estos tiempos de cuarentena obligada donde millones de personas se debaten entre hambre o Coronavirus. Si no, no se explica que estén dejando en la calle a familias sin ofrecer si quiera una alternativa habitacional en un contexto en que las cifras de contagios aumentan. Si algo tiene de difícil esta realidad pandémica en una ciudad donde alrededor del 50% de la población vive al día dedicada al trabajo informal, es que esa población permanezca en sus hogares. Sin embargo, la solución que llega desde las instituciones, más que dar respuesta a las necesidades y derechos básicos del pueblo, es dejar a familias literalmente tiradas en la calle. “Quédate en casa”, recomienda la alcaldesa Claudia López mientras las autoridades a su cargo tumban las precarias casas de las familias más vulnerables. “La alcaldesa dice que no quiere nadie en las calles, ¿Y qué es lo que va a obtener con esto? La gente en la calle, porque no tenemos dónde vivir. ¿Qué dice el presidente? Que los arrendatarios no pueden sacar a la gente de sus casas. ¿Qué fue lo que hicieron los que nos arriendan? Sacarnos de las casas”, nos relata una mujer desesperada.
En “La llamada acumulación originaria”, Marx explica cómo el campesino fue despojado de sus tierras, pasando de ser propietario de sus condiciones de producción a ser un sujeto sin tierra obligado a vender su fuerza de trabajo como obrero asalariado. Esta realidad, perteneciente a la prehistoria del capitalismo y condición necesaria para forjar sus relaciones sociales, no ha dejado de existir durante los últimos siglos de historia capitalista. El despojo de los territorios por medio de la violencia muestra su cruda continuidad en el presente en países como Colombia. El problema de la tierra engendra la violencia que la asola desde hace más de 200 años, y es a su vez origen del conflicto que nace en los 60 con el levantamiento en armas de manos campesinas contra unas élites cuyo único lenguaje fue siempre el de la violencia dado que de la violencia nació. Como afirma el economista Jairo Estrada, “Contrainsurgencia y subversión son inherentes al orden social capitalista imperante en nuestro país. Si la subversión asumió también la expresión de la rebelión armada, ello se explica esencialmente por las condiciones histórico-concretas de constitución y reproducción de ese orden social”[2].
5,5 millones de desplazados es el saldo aproximado del desplazamiento interno en Colombia producto del robo y la expropiación masiva de tierras a indígenas, afrodescendientes y campesinos para su concentración por parte de latifundistas, narcoparamilitarismo y empresas multinacionales, respaldadas por un Estado al servicio de esas élites dominantes. La liberación de la fuerza de trabajo de sus condiciones de producción y privatización de tierras comunales. El proceso que describió Marx en la etapa gestante del capitalismo se sigue reproduciendo hoy en Colombia con los mismos métodos: asesinato, tortura, amenazas, usura, desplazamiento forzado. Para ejecutar el despojo de tierras, bosques y ríos, es necesario no solo acabar con la insurgencia. También con todo tipo de tejido popular y comunitario, formas naturales y organizativas de resistencia y defensa del territorio. Con esa intención y el apoyo del Estado se amplía, financia y organiza algo que, como sostiene el movimiento popular colombiano, existe desde antes de las insurgencias: ejércitos privados que siempre defendieron los intereses de las clases dominantes. En connivencia con la arquitectura institucional, el paramilitarismo protege a multinacionales y narcotraficantes, en una alianza coordinada por agentes extranjeros llegados del norte y facilitado por mecanismos como el Plan Colombia, un “programa político-militar de gobierno” que se discutió y aprobó en la Cámara de los Estados Unidos y llegó a Colombia en inglés. Utilizando como fachada la supuesta lucha antinarcóticos que ellos administran, se despliega una amplia estructura antiinsurgente que no solo combate a guerrillas como FARC o ELN, sino que pone en la mira a las organizaciones populares, indígenas, afrodescendientes y campesinas de los territorios. En los 5 primeros meses de 2020, han sido asesinados en Colombia más de 100 líderes sociales, observándose un incremento de los asesinatos durante la pandemia. Dirigentes comunales, indígenas y campesinos son asesinados en sus propias casas aprovechando el aislamiento preventivo.
¿Qué hace esa población indígena, afrodescendiente y campesina cuando es expulsada de sus tierras, bosques y ríos, sus lugares originarios de producción y reproducción de vida? Engrosar los márgenes de grandes ciudades como Bogotá. Aterrizar con lo puesto a barrios gobernados por lógicas perversas; otras fuerzas paramilitares que controlan el territorio, tan pronto les ofrecen ilegalmente un pedazo de tierra como les venden droga a sus hijos o les cobran una “vacuna” a cambio de protección.
“Desplazados por la hijoeputa violencia, desplazados por la alcaldía, por todos, no joda, somos unos hijoeputa desplazados”, grita una mujer desesperada minutos antes de que derriben la casa donde vive con su marido y sus dos hijos en Altos de la Estancia. “¿Pa´dónde vamos ahora, pa´un parque, a vivir en un parque?
Siguiendo a Erika con nuestra cámara, cruzamos montículos sin orden ni concierto por una pequeña senda entre la hierba. Remontando una empinada loma, llegamos hasta la cancha donde se ubican las familias que ya han sido desalojadas. Los niños juegan y las familias conversan en torno a un fuego como para aletargar su impotencia. Las casas donde habitaban hasta hace unos días, ya son historia. Pero siguen juntos. La comunidad en estas poblaciones es un hecho de supervivencia y calor humano que se refuerza en situaciones dramáticas como esta. “Si comemos es porque hacemos una olla comunitaria entre todos”. El fuego alienta la indignación mientras en la cancha los niños corretean alrededor de unos colchones apilados que hace unos días descansaban bajo techo.
Poco a poco, vamos sabiendo algo más sobre la población que aquí habita. Algunas de estas familias se establecieron pagando una cuota a los famosos “tierreros”, fuerzas ilegales que controlan el territorio y hacen negocio de la situación de vulnerabilidad de la gente, que busca un pedacito de tierra para levantar una vivienda y habitar con su familia con unos mínimos de dignidad. Pero esa no es la única situación de quienes ocupan estas tierras. Durante la cuarentena, al no poder salir a trabajar, muchas familias no pueden afrontar el pago del arriendo y son expulsadas de sus viviendas; votadas en las calles, buscan un pedacito de tierra donde improvisar un techo. Las personas a las cuales hoy tumban esos techos se ubicaron aquí espontáneamente hace menos de un mes, en plena crisis del Covid-19. “Nosotros somos vendedores informales. Con el Covid-19 nos vimos en la necesidad de invadir algo porque la gente de las casas que viven de los arriendos necesitaban que les desalojáramos. A la mayoría nos empezaron a sacar quitándonos los servicios públicos. Vimos que la gente estaba invadiendo y así nos metimos acá”, cuenta una de las mujeres ubicadas en la cancha tras ser desalojada. Otra mujer, junto al terreno que ayer era su casa, relata: “Nos desalojaron a las malas, sin preguntarnos, sin ver lo que necesitamos, sin tener cuidado con los abuelos… Mi casa, destruida totalmente, las poquitas cosas que teníamos no sirven, la cama, los palos, las tejas, toda esa vaina quedó destruido, se lo robaron, no se pudo hacer más nada”.
No somos muy proclives a las teorías conspiranoicas. Sin embargo, la historia de la dominación capitalista es una historia de conspiraciones múltiples. Aunque todo apunta que el origen de esta pandemia tiene que ver con el actual modo de producción y la industria agropecuaria, es de entender a esas voces que afirman que este virus nació en un laboratorio. Inducida la pandemia o no, no resulta descabellado afirmar que para muchos sobra gente en el planeta. Los interesados en mantener la polarización explotados-explotadores, necesitan siempre de un ejército de reserva de manos trabajadoras dispuestas a venderse al mejor postor. Sin embargo, al actual capitalismo digital cada vez le sobran más manos. Aun con eso, la maquinaria de guerra total que nos gobierna ha conseguido perfeccionarse hasta el punto de que incluso esas manos sobrantes trabajen para la reproducción del capital. Lo señala el pensador Miguel Mazzeo, “nada queda por fuera de la acumulación. Todos los seres humanos, de alguna u otra manera, tienen significación para la reproducción del capital. Incluso los seres humanos supuestamente `desechados´”[3]. ¿Cómo es posible tal cosa? Mediante mecanismos como el consumo o la reproducción cultural del pensamiento capitalista.
Efectivos de policía, carabineros y ESMAD (Escuadrón Móvil Antidisturbios), tienen tomado el territorio. Una enorme cadena de hormigas obedientes vestidas de negro y naranja se van pasando maderas, chapas y cartones que hace unos minutos eran techos, paredes y suelos. Son contratistas del ayuntamiento, trabajadores de empresas privadas subcontratadas por las instituciones públicas. Cuando llegamos a su altura, un joven se dirige a nosotros con soberbia y nos dice algo así como que por qué no hemos ido antes, que incluso ellos podrían habernos ayudado. Pasamos entre la cadena servil sin abrir la boca. La especie humana es maestra en autoengañarse para apaciguar la culpa de ser funcional a quien te domina.
¿Cuál es el motivo que han dado para tumbar sus casas?, le preguntamos a la mamá de una niña de 13 años y un niño de 8. “El motivo dicen que esto es dizque de la alcaldía, que es un parque, pero no nos muestran papeles, no nos muestran nada, simplemente llega una señora vestida de negro diciendo que tenemos que irnos”. Efectivamente, una mujer vestida de negro avanza por la población escoltada por la policía señalando qué casas derribar. Un pasamontañas tapa su rostro y esquiva a quien, como Erika, le pide que muestre el procedimiento legal que se está aplicando para efectuar los desalojos.
Después de algunos momentos de tensión, hoy se logra negociar que respeten las viviendas que siguen habitadas. ¿Por qué en algunos de estos cambuches ya no hay nadie? Conversando con la población e interviniendo en el territorio vamos descubriendo algunos de los métodos que utiliza la alcaldía para conseguir sus propósitos. Uno de los más ruines es amenazar, a través del Instituto Colombiano de Bienestar Familiar, que les van a quitar a sus hijos y llevarlos a un albergue. Algunas familias, ante el miedo, han decidido recoger sus cosas y marcharse, nos cuentan. ¿Se puede creer la palabra de quien utiliza estos métodos? ¿Se puede confiar en quien en plena cuarentena despoja a familias de lo poquísimo que los conecta con una vida digna?
Hablando de dignidad, podríamos pensar que interesaría que la “población sobrante” de una ciudad como Bogotá, tenga al menos unos mínimos resueltos, y de esta manera no acrecentar los márgenes y todo lo que conllevan: empobrecimiento, aumento de los índices de delincuencia común y organizada, consumo y venta de drogas, insalubridad y otros males que retroalimentan el círculo de la miseria y el despojo. El actual modelo sin embargo bebe del caos y la violencia que él mismo genera. Y esto, en una realidad como Colombia, colonizada y vendida a su amo imperialista, no solo se palpa con una crudeza tenaz, sino que todo indica que interesa que así sea.
Bogotá atardece en su letargo acuarentenado. La observamos a nuestros pies desde estos cerros respirando una pequeña tregua que sabe a libertad. Mañana la lucha sigue. Hoy, el crepúsculo desdibuja las líneas que, como una imagen de la realidad, dividen al mundo en dos. ¿Será un preludio de futuros tiempos donde los márgenes se emborronen como mancha en el pasado y la vida digna se desparrame por cerros, valles, mejillas y sonrisas? Hoy, junto a los niños que corren alegres entre cambuches y dibujan, con el ejército de monos blancos sección Escudos Azules, en una sábana con letras rojas la frase “Sólo el pueblo salva al pueblo”, cobijados por este atardecer de esperanza, pensamos que es posible.
[1] Karl Marx, La llamada acumulación originaria, El Capital, Libro I, Tomo III, Capítulo XXIV, p. 198 Ediciones Akal, 2007
[2] Jairo Estrada Álvarez, Acumulación capitalista, dominación de clase y rebelión armada. Elementos para una interpretación histórica del conflicto social y armado, Informe para la Comisión Histórica del Conflicto y sus Víctimas, en Espacio crítico
[3] Ver Entrevista a Miguel Mazzeo. Por Mónica Larramendi, en vocesenlucha.com
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