Al visitar una nueva ciudad nunca se piensa que ésta te va a recibir con la tierra temblando bajo tus pies. Es sábado 16 de abril y estamos recién llegados a la ciudad de Guayaquil. Salimos a pasear junto a unas amigas que han venido a vernos desde nuestra tierra y nos encontramos con que en la calle 9 de Octubre, a las 18:58 de la noche, se desata el pánico. La gente sale despavorida y gritando de los comercios. Al principio no sabes qué demonios ocurre. Todo se pasa por la cabeza. Un explosivo, un tiroteo, un saqueo, la cabeza funciona a mil por hora en esos momentos. Pero el pánico llega desde varios puntos. Todo se mueve. Comienzan a caer cosas. Los gritos se multiplican. Todo sucede muy rápido. Millones de estímulos se agolpan en nuestras dislocadas cabezas. Se va la luz, quedamos a oscuras, la gente corre y grita desesperada. Algunos invocan a Cristo y a Dios. Nosotros no sabemos para dónde tirar o qué hacer. Estamos en unos portales sujetos con grandes columnas a los pies de gigantes edificios que más que nunca parecen moles. Salir fuera de los portales no es buena idea, los edificios parece que se vienen encima y se desprenden elementos de las paredes. También comienzan a precipitarse cosas a nuestro lado que suenan como rayos al romperse a nuestros pies. Queremos identificar qué es lo que cae y de dónde pero todo está a oscuras. La desorientación es indescriptible. Nos hemos separado unos metros que parecen kilómetros en medio de una batalla. Conseguimos juntarnos los cuatro. Nos ponemos junto a una de las columnas. Agarramos nuestras manos. Un vendedor de dulces, sujeto a su puestito, reza a voz en grito a nuestro lado. Algunas luces de emergencia se han encendido y podemos identificar que lo que caen son baldosas desprendidas de lo alto de las paredes. Nos quedamos quietos y solo entonces notamos verdaderamente el movimiento del suelo. Es como estar sobre una barca en un mar agitado. Logramos tranquilizarnos poco a poco. El vendedor de dulces sigue rogando a Dios con todas sus fuerzas, con su voz quebrada. Como para tranquilizarle le pongo mi mano sobre su espalda. Poco a poco el temblor se va durmiendo y vuelve la calma. No del todo. Los corazones laten con fuerza. Se palpa el nerviosismo de la gente en la calle. Cientos de personas caminan hacia lugares más seguros, fuera de estas moles que acaban de escupir sus migajas de hormigón. Tengo ganas de abrazar a todo el mundo con quien me cruzo. La ciudad está a oscuras, pero bulle como nunca.
Después del terremoto no llegó la calma. Horas después, los medios reportan la magnitud del desastre. 7.8 en la escala Richter. Los muertos crecen en un número esta vez no tan ajeno. Se comienza a hablar de ayudas, de pueblo organizado, de miles de voluntarios que se movilizan para colaborar. Ya no podíamos volvernos sin más. Escuchamos algo de que se están recibiendo ayudas en la Universidad de Guayaquil y allí nos dirigimos. A los quince minutos de llegar estamos apuntados en una lista para un bus que sale en dos horas a la zona del desastre. La organización es increíble en la universidad. Cientos de personas colaborando. Unas en la carretera con carteles para solicitar ayuda a la gente de los autos, otras recibiéndola y apilándola, otras en el pabellón organizando los víveres, clasificando y llenando bolsas: agua, comida, ropa, zapatos, medicinas, … Nos subimos en el bus con estudiantes de medicina, enfermería y psicología, coordinados por algunos médicos, enfermeros y psicólogos profesionales. Pasamos por el Centro de Convenciones, antiguo aeropuerto de Guayaquil, a recoger a algunos compañeros. El espectáculo aquí es admirable y esperanzador. Miles y miles de productos donados para los lugares afectados son escrupulosamente apilados, ordenados y metidos en camiones. Los primeros carros con la ayuda han sido asaltados. Los listillos están más al acecho que nunca en todo el país. Por lo que todo desde entonces sale con protección. Nosotros somos unos 60. Delante llevamos una escolta de policías y detrás otra. También nos acompaña una asambleísta (como del hampa, también hay oportunistas de la política, en este caso del Partido Social Cristiano, de la derecha). Por el camino nos dan instrucciones. Nos dirigimos hacia Calceta. Nos vamos a encontrar un lugar devastado, lleno de víctimas, de necesidad, que todavía no ha recibido ayuda alguna. Vamos preparados para lo peor: recoger muertos, atender a gente traumada y estar trabajando toda la noche. El 80% de la ciudad está destruida. Pero la información que llega es malísima y la realidad es otra. El hospital al que llegamos está tranquilo. Ha habido 8 fallecidos en el pueblo y 3 posibles desaparecidos que estarían bajo los escombros. Nada es seguro porque mucha gente después del terremoto abandonó el pueblo. La asambleísta nada más llegar nos quiere mandar a dormir a un hotel (a la mañana siguiente desapareció del mapa y nos querían cobrar el hotel a nosotros). Con la luz del día visitamos las zonas afectadas. Vamos al centro de bomberos de Calceta. Han llegado varios camiones con comida y agua. Voluntarios los organizan en bolsas para repartir a los lugares necesitados. Acompañamos al cuerpo de bomberos de Quito a buscar a los desaparecidos bajo los escombros de los edificios devastados. Se organizan brigadas de médicos y psicólogos para ir a los lugares a atender a la gente. Pero la situación está relativamente controlada en el pueblo y decidimos por unanimidad irnos a otro lugar donde hagamos más falta. Hay zonas destrozadas donde los muertos están a puñados bajo los escombros. Se ha decretado estado de excepción en el Ecuador. El ejército está en la calle. La gente al acecho, desesperada, para saquear lo que pueda. Los vendedores empiezan a aprovechar y suben el precio de los productos. Correa dice que a quien se aproveche de la situación le retirará la licencia. Hay familias que desde que pasó no quieren volver a entrar bajo techo.
En Calceta la situación no es tan catastrófica como algunas informaciones pregonaban, pero lo cierto es que en proporción con el número de habitantes y el tamaño de la población, ha sido la localidad más afectada. El mercado está medio hundido, muchas casas tocadas, otras a medio derruir y otras reducidas literalmente a escombros. Parte de la población se ha marchado del pueblo. Otros se meten en casas de familiares o vecinos. En muchos hogares conviven hasta tres familias. Otra gente duerme con colchones en la calle o en camionetas. No pueden sacar dinero de los bancos y comienzan a faltar las cosas más básicas. De una cárcel muy cercana se fugaron durante la catástrofe 150 presos. Los pillos se agolpan en el centro del pueblo esperando saquear lo que pillen. El ejército escolta a las brigadas de reparto de víveres y a los bomberos que salen a buscar bajo los escombros los cuerpos desaparecidos. En el centro de bomberos se organizan los productos que llegan de Guayaquil o Quito. Las redes sociales hacen estragos tirando información falsa y la población está alarmada. Hay una represa unos kilómetros arriba que se dijo estaba afectada. A causa de esto el pueblo más cercano a dicha represa prácticamente se vació horas después del sismo. Calceta también está alarmada. Pero la represa ha sido peritada y está perfecta. Toda nuestra comisión toma la decisión de ir a Manta, una ciudad costera ya más grande. Allí las víctimas se cuentan por cientos, entre muertos y heridos. Innumerables cuerpos están bajo los escombros y en muchas zonas comienza a oler preocupantemente. El teléfono de emergencias, 911, estos días desbordado, nos pone escolta. Llegamos al coliseo de Manta, donde se reparten bolsas de víveres a la población. Es de noche, alrededor de las 21:00 horas. Colas interminables de cientos de metros custodiadas por policía y ejército esperan pacientemente su ración de agua y comida. Algunos salen también con colchones. Entramos al pabellón y la actividad es desbordante. Miles de productos dispersos en el suelo y decenas de voluntarios organizándolos. Agua, cajas de galletas, atún, bolsas gigantes de arroz, pan de molde, refrescos, ropa, zapatos, mantas, colchones, almohadas y hasta ataúdes que la gente ha donado. Nos incorporamos al trabajo haciendo cadenas humanas de voluntarios y ejército para mover productos, seleccionar ropa, hacer bolsas con alimentos o sacarlas a la calle donde todavía se están entregando a las últimas personas del día. Después de unas horas de trabajo, ya derrotados, agarramos unos colchones de los cientos que se agolpan en las gradas, completamente nuevos y nos echamos sobre el plástico de fábrica que los cubre. Mientras dormimos, el ejército de la marina sigue durante toda la noche, en relevos, con cadenas humanas perfectas metiendo al polideportivo miles de piezas de productos sacados de camiones militares que no dejan de llegar. Nunca hemos visto cadenas humanas tan ágiles. Son como un reloj suizo, un engranaje increíble e inagotable, siempre con el mismo ritmo, la misma alegría, los mismos gritos de motivación. Dormimos unas horas y al amanecer la maquinaria humana sigue impoluta. Impresionados abandonamos el pabellón sin hacer mucho ruido, como para no perturbar tan magnífico trabajo. Antes de salir conversamos con José Huentes, un hombre de unos 70 años que está colaborando. El terremoto le pilló solo en casa. Su familia por suerte había salido al campo. Se metió debajo de la mesa. El techo se le vino encima. La mesa se quebró pero le aguantó. Bajó las escaleras y salió a la calle. Vio cómo su casa se redujo a escombros. El trabajo de toda una vida por la borda, dice. Se ofreció inmediatamente de voluntario porque eso le ayuda a seguir adelante. Subimos al bus y nos dirigimos al hospital a ofrecer nuestra colaboración. Está desbordado. Se han habilitado carpas en la calle para atender a los heridos. Nos mandan al barrio Cuba, en las afueras de la ciudad. En una iglesia montamos un centro médico improvisado. Unos 50 especialistas, médicos, enfermeros y psicólogos, para atender a la gente del barrio, que prontamente se agolpa impaciente en la puerta. Una patrulla de policía y luego del ejército hace guardia toda la mañana mientras los pacientes son atendidos. Muchos están traumados y no quieren entrar dentro por el miedo a nuevas réplicas. Esta noche ha habido una de 6.2. Algunas mujeres son atendidas por fuertes contusiones y heridas complicadas. Pero muchos de ellos nunca han tenido tanta atención profesional. Se adivina la falta de servicios médicos en la zona, más allá del reciente sismo. Acaba la mañana y ya no quedan pacientes. Los chicos sienten que han hecho una importante labor. El bus emprende camino de regreso a Guayaquil. No es negociable. Acabó la labor humanitaria de esta comisión. Apenas tres días de voluntariado. Viajamos de vuelta sin escolta. También sin asambleísta. Regresamos con la sensación de que nuestra ayuda ha sido poca y la gente sigue jodida, pero esperanzados y admirados por el nivel de organización, de apoyo y de pueblo organizado que hemos podido ver con nuestros propios ojos. Un pueblo que hoy lucha, entre colosales problemas, por levantar cabeza tras un terremoto que ya arroja la cifra de más de 650 muertos. Muchos todavía yacen bajo escombros. Con la labor titánica de los bomberos ecuatorianos y de otros países, en los próximos días se irán sacando nuevos cuerpos, y se irá engrosando la cifra de víctimas de este desastre sin precedentes en el Ecuador cuyos efectos desencadenan respuestas y conductas que sacan a relucir lo peor y lo mejor del ser humano.
Hermanos, saludos desde Ecuador.
Soy Roddy, de la brigada, excelente fotoreportaje. Definitivamente vivimos casi un viacrusis para poder brindar un poco de ayuda, aunque la sensacion de seguir ayudando no la podiamos sacar nunca, aun disponíamos de medicina y ayuda humanitaria, lo que mas deseábamos era viajar a otro punto de manabi y seguir ayudando. Pero una orden directa desde la Universidad nos obligo a retornar a Guayaquil. Al menos nos sentimos un tanto realizados con lo poco que ayudamos. Y como conversatorio… Al siguiente dia viaje nuevamente a manabi hasta el fin de semana que retorne, la ayuda que sigue llegando es impresionante, una experiencia muy angustiante pero enriquecedora.
Fue un gusto compartirlo con ustedes.
Exitos.