BOSA. ESTRATIFICAR LA DIFERENCIA. CRIMINALIZAR LA VIDA
Por Vocesenlucha
«La mamá de Julián, Luz Dary, en estos tiempos de pandemias cose cubrebocas en su casa. La conocimos el pasado 12 de marzo sentada frente a las puertas de los Juzgados Especializados del centro de Bogotá, en una audiencia del juicio de su hijo. El rostro de Julián lucía en su camiseta».
A Julián Gil, a dos años de su injusto encarcelamiento.
Bogotá es “epicentro político, económico, administrativo, industrial, artístico, cultural, deportivo y turístico del país”. Con este osado centralismo se presenta la capital de Colombia en Wikipedia. Constituida por una veintena de localidades esta ciudad alberga ocho millones de habitantes según su censo, lo que implica que podemos, sin miedo, sumarle varios cientos de miles más.
Al llegar a la ciudad, llama la atención la población de calle, deambulando como zombis o tumbada en las medianas de las carreteras. Difícil no preguntarse quién podría conciliar el sueño en medio de dos carriles. Una especie de genio maligno nos invita a reflexionar: ¿será la manera de protegerse de otros peligros?
Limitada por la autopista sur en el suroccidente de la capital está Bosa. 24 kilómetros cuadrados de superficie y alrededor de 750 mil habitantes conforman, junto con Kennedy y Rafael Uribe Uribe, una de las localidades más densamente pobladas. Sin industrias ni fábricas, la población debe movilizarse para laburar, nos relata Johan Castillo, militante del movimiento Quinua y de la Fundación Creciendo Unidos. En los tiempos más duros de la cuarentena, muchos de los negocios de los barrios lucen cerrados. Estos barrios no acostumbraban a sumarse a las protestas. Sin embargo, respondieron al llamado del Paro Nacional del pasado 21 de noviembre de 2019. “Aquí se tomaron avenidas principales durante días consecutivos. Pero la cosa se fue aplacando en toda Colombia”. Meses después, en medio de la crisis del Covid-19, Los trapos rojos, señal de que las familias no tienen qué llevarse a la boca, comenzaron a proliferar en las calles de Bosa. De la misma forma, se retomaron las protestas por la vía de los cacerolazos.
Sus viviendas pertenecen a los estratos más vulnerables, la mayoría son de estrato uno y dos, las menos del tres. ¿Qué es eso de los estratos, se puede preguntar el lector, la lectora de estas líneas? No responderá la geología de un pasado sedimentado en la roca, sino la economía de un presente incrustado en las expresiones. “Lleva zapatos de estrato uno”, “¡se le notó el estrato!”. El ordenamiento social pasa por los seis primeros números naturales. Y aunque en realidad el estrato se le atribuye a la vivienda, tiene un poder de clasificación que toca carne y huesos. El posmoderno somos lo que comemos en Colombia se transforma en somos donde vivimos. Si en la factura de la luz y el agua tu casa es catalogada como estrato 4 considérate un privilegiado. Pero en Bosa, receptora de población migrante y desplazada, no hay estrato 4.
Johan describe cómo la primera semana de la cuarentena la población se cuidó y resguardó, la segunda y tercera semana comenzó a tener dificultades, y la cuarta ya estaba la gente de nuevo en la calle rebuscando y vendiendo para sobrevivir. “Aquí, las organizaciones que venimos trabajando en el barrio, entregamos algunos mercados, pero no damos abasto”. El objetivo es la solidaridad, la organización, la conciencia, no el asistencialismo. La campaña “Pueblo organizado vale por dos”, del Congreso de los Pueblos, organización de carácter nacional a la que pertenece Quinua, pretende ir más allá, estrechando el tejido entre el campo y la ciudad, articulándose con productores campesinos y comprándoles directamente a ellos. “La cuarentena nos obliga a repensar nuestros procesos comunitarios”, afirma Johan. “Hace poco llegaron 150 kilos de tilapia que entregamos a las familias acá en Bosa”.
De la colonia, Bosa conserva un centro arquitectónico neocolonial. Sin embargo, la iglesia nunca logró acabarse por el conflicto entre invasores y pueblo indígena. De la época precolombina, la localidad conserva las raíces originarias del pueblo muisca. Por sus calles caminan los neuta y los chiguasuque, apellidos muisca que representan una resistencia de tierras fértiles y vida rural. Hasta hace 8 años, esta localidad no fue formalizada como urbana. Era normal ver fincas de cebollas, repollo, espinacas,… Hoy Bosa se asienta en una tierra seca, maltratada por la desertización, transmutada en margen de uno de los países más desiguales del mundo. Donde crecían los repollos hoy crecen los edificios. En medio de ellos, todavía se realiza el reclutamiento irregular de jóvenes por parte de las fuerzas militares. Cuando los pobladores ven parado un camión militar, alertan de que se está haciendo una batida. Una práctica muy común en el pasado que todavía hoy realiza un Estado en guerra y guerrerista. “A veces se llevan a los chicos sin tener cumplidos los 18”, nos cuenta Camila, psicóloga comunitaria de un territorio con fuerte presencia paramilitar. Cuando le preguntamos qué significa eso, añade, “son grupos armados al margen de la ley, conocidos pero no regulados, cuya función principal es controlar el territorio”. Además, realizan lo que se conoce como limpieza social: el asesinato de drogodependientes, pero también de diversidades sexuales y liderazgos sociales. “Desde el proceso popular hemos denunciado estos hechos e iniciado procesos de reapropiación territorial. Además de articular foros de antimilitarismo para jóvenes”.
El paramilitarismo no es nuevo en este barrio, que creció mediante la ocupación, en muchas ocasiones administrada por “tierreros”, traficantes de tierras ilegales vinculados con aparatos estatales. Bosa logra expandirse a partir del loteo y la venta de las tierras por parte de estos grupos paramilitares. De la misma forma que los edificios reemplazaron a las espinacas, las inmobiliarias sustituyeron a los tierreros. Sin embargo, el paramilitarismo echó raíces en Bosa. “Llegan con la olla (dispensadores para el consumo), financian y hacen sus negocios, venden drogas… y luego llegan a hacer limpieza social para tratar de ganarse el respeto de la gente del territorio”, nos dice una voz desde el anonimato. A principios de año decretaron toque de queda, en el cual no se podía llegar a casa más tarde de las 10 de la noche. Es el control territorial por parte de fuerzas delincuenciales organizadas que controlan negocios como el narcotráfico aliados con otras fuerzas no tan ilegales. Las llamadas fronteras invisibles separan los territorios controlados por distintos grupos.
En medio de esta realidad, el Movimiento Popular Quinua lleva diez años trabajando el tejido social, fortaleciendo la red de la comunidad, señalando a la estructura capitalista como origen de los males y las desigualdades entre los seres humanos. “Nació como Movimiento Juvenil, pero como ya no somos tan jóvenes ahora lo llamamos Movimiento Popular”, revela Johana, habitante del barrio quien se vinculara a él al conocer a sus iniciadores Julián y Alejandra en las misiones claretianas en el Casanare y el Meta. “Desde la teología de la liberación se han recorrido las veredas para pregonar el evangelio y los derechos humanos. Dios nos dice que no podemos aguantar la violación de nuestros derechos, que somos todos iguales”. Trabajan tres ejes: mujeres, educación y biblioteca. Con la pandemia han tenido que reestructurar todo y priorizar la recolección de mercados para cubrir las necesidades de las familias a las que no les ha llegado la ayuda estatal. Una red de solidaridad ha unido a cerca de 50 organizaciones en una campaña que lleva por nombre “solo el pueblo salva al pueblo”. Millones de pesos regalan sonrisas y lágrimas agradecidas. Las necesidades de un barrio obrero, donde el trabajo informal ha sido interrumpido drásticamente, se multiplican: alimentación, arriendo habitacional, medicinas, etc. Las fronteras naturales con los barrios limítrofes y el abandono han facilitado la entrada al virus. Una parte de Bosa está en alerta naranja. De ahí, no puede entrar ni salir nadie. Aún a pesar de la alerta, nos cuenta Alejandra, vocera política de Quinua y administradora pública comunitaria, “la gente ha bajado la guardia. Por aquí todos los días pasan más de quince vendedores distintos. El del aguacate, la papa, el mango. Tienen las ventas sectorizadas para no competir entre ellos”. Ante el hambre o el riesgo al contagio, la gente tiene pocas opciones. Las calles vuelven a retomar la vida cuando todavía no se ha alcanzado el pico de la pandemia. Gobiernos locales y nacional hacen la vista gorda ante una realidad que saben se arraiga en lo estructural y podría irse de las manos. “Ahora vivimos la profundización de los problemas que ya tenía Colombia. La crisis de salud, laboral, educativa…”, expresa Johan. Alejandra señala alternativas. Están impulsando la Campaña Renta Básica, “para brindar condiciones mínimas para que la gente se pueda quedar en sus casas, un mínimo de subsistencia a los ciudadanos”.
El hambre acecha en Colombia, donde el trabajo informal, sin registro estatal, es un problema cada vez mayor. Desde el tratado de libre comercio los trabajadores se han precarizado. Alejandra relata que su papá fue el segundo mecánico que llegó al barrio, y que siempre vivió de eso. Hoy los mecánicos de piezas de segunda están en quiebra, los bajos costos de piezas nuevas por los acuerdos comerciales, el Transmilenio que perjudicó al sector del autobús y la capitalización de la ciudad hacen que los sectores más humildes se empobrezcan a marchas forzadas favoreciendo un círculo vicioso que genera, entre otras cosas, malas condiciones de salud que a su vez mantienen a la gente en la pobreza, sembrando miseria y opresión. El caldo de cultivo idóneo para la práctica mafiosa y delincuencial. Frente a ello, están los procesos populares, que dignifican la calle y son muro de contención de una violencia sistémica que perpetúa el estado. Por eso los líderes sociales son perseguidos, asesinados o criminalizados y encarcelados. Es el caso de Julián Gil.
Alejandra recuerda que conoció a Julián en la parroquia. “Las Misiones claretianas, vinculadas a la Teología de la Liberación, fueron muy importantes en el barrio”. Julián estaba allí formándose para ser seminarista. “Desde la adolescencia crecimos juntos”, trabajando en los barrios, tramando luchas y organización que fueron el germen de Quinua. Julián estudió Filosofía. “Cuando lo capturan, Julián estaba haciendo parte del equipo de educación en Quinua”. Además de integrante de Quinoa y de la Asociación Nacional de Jóvenes y Estudiantes de Colombia, Julián era el secretario técnico de Congreso de los Pueblos.
La mamá de Julián, Luz Dary, en estos tiempos de pandemias cose cubrebocas en su casa. La conocimos el pasado 12 de marzo sentada frente a las puertas de los Juzgados Especializados del centro de Bogotá, en una audiencia del juicio de su hijo. El rostro de Julián lucía en su camiseta. La amenaza, o la excusa del Covid, dejó esos días al movimiento de solidaridad en la calle, sin poder acceder a la audiencia. “Ser líder social no es delito! ¡Nos vemos en el barrio, Juli!”, gritaron las organizaciones de Derechos Humanos y el movimiento cuando Julián fue sacado de los juzgados y metido en la camioneta del INPEC que lo devolvería a prisión. Tras dos jornadas, el juicio quedó aplazado, una vez más, hasta nueva orden. La mamá de Julián, frente a los juzgados, nos relataba a la cámara. “aquí estamos acompañándolo, 100% seguros que mi hijo es inocente del montaje que le hicieron. Él estaba defendiendo las causas de las personas más vulnerables, los campesinos, los indígenas, de toda la gente desplazada,… Él siempre desde muy niño era dado al defender, al compartir los derechos. Y el pensar diferente no le conviene a muchas personas. Él está privado de la libertad por pensar diferente. Es muy injusto, nos han hecho mucho daño a la familia. Recién detuvieron a mi hijo yo me enfermé, me dio un infarto y me hicieron cirugía a corazón abierto. Esto es algo que duele, duele en el alma”. Sin embargo, de la mamá de Julián nos impactó su sonrisa, fresca, radiante, como si adentro, venciendo al dolor, albergara océanos de esperanza. Luz Dary dona a la población carcelaria los cubrebocas que cose en su casa. “Ya he acabado 600. Ahora estoy esperando que me traigan más material”.
El movimiento Quinua, a partir del encarcelamiento de Julián, se vinculó a su defensa y por ende a la problemática de la comunidad carcelaria, impulsando la campaña “Nos vemos en el barrio, Juli”. A través de la Biblioteca, recogen insumos como útiles de aseo y escolares y los donan a las personas privadas de la libertad. De la misma forma, desde organizaciones como Congreso de los Pueblos, Redher, Equipo Jurídico Pueblos o el Comité de Solidaridad con los Presos Políticos, se han estado recopilando aportes solidarios de material sanitario para distribuirlos en las cárceles en un contexto donde se recrudece el confinamiento de los presos. A pesar de suspender todas las visitas desde antes del comienzo de la cuarentena, el Covid-19 ya ha hecho presencia al interior de un sistema carcelario que sobrepasa el 50% de hacinamiento en Colombia. El propio INPEC, ha reportado en estos días 10 casos de Covid en la cárcel de La Picota, en Bogotá.
Allí, pasa sus días privado de la libertad un joven que creció reparando sueños al calor del barrio. Hoy, 6 de junio de 2020, Julián cumple dos años en prisión preventiva sin juicio ni sentencia, a la espera de un juicio que se prolonga en el tiempo. Los montajes judiciales son una forma eficaz de apartar a referentes comunitarios de sus espacios naturales de trabajo. “Hay una forma muy eficaz de hacer política, silenciar la voz del oponente. Cuando una persona como yo, líder social de un proceso de construcción popular, es perseguida, criminalizada y presa es porque nosotros somos un oponente a eliminar. Los políticos no quieren hablar con el movimiento popular porque no quieren solucionar los problemas estructurales del país. Las clases populares somos el enemigo de las clases dominantes y han decidido silenciarnos y eliminarnos” relata Julián desde la cárcel de La Picota. “En Colombia es un delito ser defensor de derechos humanos, maestro, sindicalista o líder social. Y tiene una razón de ser: llevamos décadas gobernados por la lógica terrateniente y paramilitar”.
Frente a un Estado generador y exportador de guerra que en tiempos de pandemia sigue invirtiendo en armas y material antidisturbios, implosionan las rebeldías concienciadas, juveniles y no tan juveniles que, como Alejandra o Julián, aprovechan la posibilidad de estudiar en la universidad pública y, de acuerdo a principios camilistas, retornan al barrio para transformarlo. En Bosa, como en toda Colombia, continúan trabajando grupos organizados que reivindican el derecho a la salud, el trabajo, la educación pública consciente y crítica, que enraíza tejido social, que construye comunidad, que siembra, como quinoa, semillas de vida digna.
Hoy, a dos años del encarcelamiento de Julián Gil, la mamá escribe estas palabras para su hijo: “es duro esta lucha que día a día estamos pasando y más sabiendo que eres inocente, una persona entregada a ayudar y velar por el bienestar de quienes lo necesitan. Pero lastimosamente vivimos en un país donde `el malo es bueno y el bueno el malo´. Rogamos cada día que pasa por tu pronta liberación. Sueño con tenerte en casa compartiendo, haciéndote tus comidas favoritas, saber que eres libre hijo mío, ese es mi mayor deseo. Que no sigan amarrando tus alas para luchar por tus propósitos y metas. Doy gracias a Dios por poner en el camino a tantas personas que han estado incondicionalmente para mi hijo, gracias. Como madre es un apoyo y una fuerza grande”.
“Tienen que venir un día a mi casa para que les invite a un plato paisa”, nos dijo la mamá de Julián Gil cuando la conocimos hace unos meses. Días después, se iniciaba una cuarentena en Bogotá que a día de hoy continúa, posponiendo obligatoriamente ese plato paisa para tiempos mejores. Esperamos -la sonrisa incansable de su mamá es el mejor preludio-, sea en compañía de Julián, lejos ya de Coronavirus y confinamientos.
Texto publicado en Resumen Latinoamericano, Tercera Información, Kaos en la Red, ContrahegemoníaWeb.
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