UNA PEQUEÑA GOTA SOBRE LA ROCA

Autores: Presos políticos de La Dorada (Colombia)

«Es necesario hablar de la cárcel porque, aunque quienes la habitamos seamos una minoría, no podemos permitir que la misma se siga manteniendo como un depósito de desechos, en el que desaparezca toda condición humana; por el contrario, es nuestro deber como presos, y más aún como presos políticos, seguirle recordando al mundo nuestra existencia, a través de escritos y debates y no mediante masacres, como la ocurrida en Colombia el 22 de marzo de 2020 y la más reciente ocurrida en Ecuador».

15 de octubre de 2021 | Presos políticos de La Dorada, Magdalena Medio, Colombia

Contenido:

  1. Lo simple, lo inútil, complejo y necesario.
  2. Retrocesos y avances.
  3. La resistencia política: una cuestión de dignidad.
  4. Pandemia y Derechos Humanos.
  5. ¿Qué tal y por qué no?
  6. Explicación necesaria.

1. Lo simple, lo inútil, complejo y necesario

Hablar acerca de la cárcel es un asunto tan simple, pero a la vez tan complejo, como inútil y necesario, que la contracción – sin dejar de serlo – también es una complementariedad, que se intentará demostrar en el presente escrito.

      Digamos entonces que el tema de la cárcel es tan simple, como decir que la misma es una institución histórica establecida para encerrar allí a un grupo de humanos con poco o sin nada de poder, por otro grupo – minoritario éste– con mucho o con todo el poder, como para caer en otra contradicción que consiste en declarar que la libertad es un derecho inalienable, para en seguida elaborar extensos códigos, que decretan la privación de la libertad, casi como única forma de castigo, a los infractores de la normatividad dictada por ese grupo que detenta el poder.

      Hasta allí la cuestión es simple; pero la misma se complejiza, precisamente, con la aparición del derecho positivo, que hace de la normatividad jurídica una ciencia, de la que se valen los poderosos para determinar quién se hace acreedor y quién no, de la privación de la libertad, por orden de “sacerdotes” y “sacerdotisas” de ese ídolo con figura femenina que, con los ojos vendados, con una balanza en una mano y una espada en la otra preside los templos donde se le rinde culto, ofreciéndole como sacrificios humanos a aquellos que por diferentes razones incumplieron los mandatos de sus creadores.

      El asunto vuelve a tornarse simple, cuando se considera que la única manera de hacer justicia es la cárcel, proclamada desde las altas esferas del Estado y asumida por la mayoría de la sociedad moderna y civilizadas. Las sociedades antiguas por lo menos tenían más imaginación, aunque ésta hoy nos parezca demasiado cruel: esclavitud, pena de muerte, trabajo forzado, destierro, repudio, la ley del talión…  Alternativas que se mantuvieron –legalmente- hasta entrado el siglo XX, en sociedades occidentales, pero que siguen vigentes en varias partes del mundo no eurocéntrico.

      Pero la materia se torna compleja nuevamente, cuando se piensa en buscar formas que humanicen el castigo, y entonces se habla, ya no de éste, sino de la “rehabilitación” del delincuente y su reinserción a la sociedad, a la que debe ingresar sumiso y obediente. No empero, lo anterior se torna más complejo cuando se pretende que la cárcel solucione causas, que bien pudiéramos llamar “criminógenas” como las políticas, las económicas y las culturales.

      Es así como sin mucho esfuerzo ni mayores investigaciones, encontramos que las cárceles están pobladas de rebeldes políticos, delincuentes contra el patrimonio y la propiedad privada y por personas que en su mayoría han nacido y vivido en un ambiente de violencia e ilegalidad.

      Hasta aquí una apretada consideración de lo simple y lo complejo del tema que nos ocupa.

 Por otro lado –decíamos- que hablar de la cárcel es inútil y necesario a la vez: es inútil porque sobre la materia se ha dicho tanto, investigado, escrito, debatido y legislado tanto, que –posiblemente- si todo lo documentado hasta hoy sobre la cárcel (análisis, diagnósticos, leyes, sentencias y demás) se archivara, en todas las cárceles del mundo, no habría lugar en ella para los presos; de manera que a la cárcel le sucede lo que a un enfermo crónico: está sobrediagnosticada pero ningún tratamiento le sirve, o no se le ha aplicado el correcto. Así las cosas, ¿para qué seguir hablando sobre la cárcel?  

      Es entonces, cuando a pesar de lo inútil que parezca, es necesario seguir hablando del tema, porque ésta no es otra cosa que el reflejo de la sociedad, que considera que encerrando a sus “delincuentes” acaba con la causa de los delitos, tal como si el médico curara la fiebre o la tos sin buscar lo que las provoca; o cómo el caso del trillado chiste del marido que vendió el sofá para acabar con la infidelidad de su esposa, que también pudo haber sido al revés, la esposa que vendió el sofá.

      Además, es necesario hablar de la cárcel porque, aunque quienes la habitamos seamos una minoría, no podemos permitir que la misma se siga manteniendo como un depósito de desechos, en el que desaparezca toda condición humana; por el contrario, es nuestro deber como presos, y más aún como presos políticos, seguirle recordando al mundo nuestra existencia, a través de escritos y debates y no mediante masacres, como la ocurrida en Colombia el 22 de marzo de 2020 y la más reciente ocurrida en Ecuador.

2. Retrocesos y Avances

La realidad de las cárceles colombianas no ha cambiado mucho en los últimos 20 años, después de los notorios movimientos ocurridos en los años noventa del siglo pasado, que tuvieron como fin la derogatoria de la justicia sin rostro y la ley 40 de 1995, que incrementaba las penas hasta los 60 años.

Es así, que podríamos decir que los pocos cambios que se han dado en las dos décadas siguientes, no son tales, sino son más bien retrocesos en la legislación penal y en las condiciones de vida de los privados de la libertad. Las penas volvieron a tener un máximo de 60 años (Ley 906), contando con que la Corte Constitucional reversó la cadena perpetua contra violadores y asesinos de niños. Así mismo, se excluye de los beneficios jurídicos y administrativos a una serie de delitos (ley 1121 y 1709), y se niega la reducción de las condenas por confesión, allanamiento a cargos y colaboración con la justicia, para muchos de ellos.

Por su parte, las condiciones de vida –que prometían ser mejoradas con la “nueva cultura penitenciaria”- siguieron igual y en muchos casos, peor. Los ERON, que pretendían ser la solución para el hacinamiento, ya todos están con sobrecupo, y ni que decir de las demás cárceles y estaciones de policía.

En el caso de los ERON, la solución fue arquitectónica pero no humana: una celda, en la que igual solo podría vivir cómodamente una persona, se le instalaron 4 planchas (camarotes), sin privacidad para usar el baño, y con eso ya se estableció otro parámetro que niega el hacinamiento; si cada preso duerme en una plancha, ya no hay hacinamiento. “¡Mija! ¡Échele más agua a la sopa!” dice una canción del folklore picaresco paisa. Aun así –para seguir con música- no hay cama para tanta gente, y en casi todas las cárceles hay presos durmiendo en el piso.

En cuanto al servicio de alimentación, basta decir que las empresas que contratan con la USPEC, mediante un contrato técnicamente muy bien redactado, incluyendo un menú que lo envidiaría cualquier resort, están en una franca competencia en cuanto a la calidad del servicio que brindan a la población reclusa: cada una quiere servir la peor comida.

Si hablamos del servicio de salud, el mismo se limita a consulta externa y odontología, con graves deficiencias en los controles y tratamientos por especialistas, agravada en los últimos dos años por cuenta de la pandemia, sumándole que los presos con altos perfiles jurídicos o de seguridad, deben ser siempre custodiados, en sus remisiones, por cuerpos especiales del INPEC como el CRI y/o CORES, los que casi nunca tienen personal suficiente para atender los requerimientos.

El área de jurídica, congestionada y desordenada como siempre, no logra actualizar las cartillas biográficas de los detenidos, retrasando cómputos de estudio, trabajo y enseñanza para la respectiva redención de pena por parte de los juzgados de Ejecución, siendo por tal motivo objeto de acciones de tutela, aumentando aún más la congestión. Para colmo de males, dicha oficina se sigue abogando una función que, según el artículo 70 de la ley 65 de 1993, modificada por el artículo 50 de la ley 1709 de 2014, solo les compete a los jueces de Ejecución de Penas y demás autoridades judiciales que decreten la libertad de un procesado o condenado, como lo es la de determinar si el beneficiado con la medida tiene o no otros requerimientos.

Por su parte, el área de Tratamiento y Desarrollo, encargada de implementar los planes de reinserción, redención de pena, fases de tratamiento penitenciario, recreación, proyecto productivo y servicio de alimentación, entre otras; es la oficina del “no se puede, no hay recursos”, aun cuando se ofrezcan donaciones por parte de personas naturales y ONGs, que han manifestado sus intenciones y posibilidades de vincularse, no solo con recursos económicos, sino con programas sociales para ayudar a que los presos se acerquen más a la vida en sociedad, en vez de aislarse de la misma. 

La anterior situación bien la resumió un pastor cristiano de Valledupar, hace más de dos años en el programa “Mesa Blu”, de Blu Radio, cuando se quejaba de la cantidad de dificultades que la administración de la “Tramacúa” le ponía para ingresar a la misma a realizar actividades laborales y educativas: “El INPEC no es capaz de hacer y tampoco deja que le ayuden”, aseguró el religioso.

Y es que quienes diseñan la política penitenciaria consideran que la panacea es la prohibición;  se prohíbe el dinero en efectivo, se prohíbe la existencia de negocios –de propiedad de los presos- se prohíben los televisores, se prohíben los celulares y hasta el uso de ropa particular, tornando obligatorio el uso de un uniforme.

En cuanto al dinero se refiere, se supone que el objetivo de su prohibición fue acabar con los privilegios, la corrupción y el hurto; pero su efecto fue todo lo contrario, pues los privilegios no desaparecieron, solo se volvieron más costosos, por lo tanto, la corrupción aumentó.

Por su lado, los negocios particulares de los presos, que generaban empleo y cupos para redención de pena, desaparecieron –aparentemente- para que todos los presos comiéramos lo mismo; aquí también se consiguió lo opuesto, pues las bodegas de los ranchos se transformaron en almacenes para vender alimentos y/o insumos a quienes quieran y tengan cómo pagarlos –a altísimos precios-.

Ahora bien, ¿Quién no quiere comerse un bocado de comida bien preparada, o por lo menos al gusto, con la mala preparación y la pésima presentación de la comida servida por los consorcios? Dentro de las libertades individuales está precisamente contemplada la posibilidad de proveerse su propia alimentación, considerando lo contrario una situación extrema de pobreza, cuando se cae en la condición de indigencia, dependiendo de que alguien, en este caso el Estado, nos la proporcione. El hambre –dice el argentino Martín Caparros- no es solo la falta de comida, sino no poder elegir lo que uno se come. Así que el que tiene cómo costear su alimentación debe poder escoger lo que se come, así esté preso.

Como alternativa al caso, se implementó un proyecto productivo en cada cárcel, administrado por cada establecimiento con tres componentes: asadero, expendio y panadería, a través de los cuales se venderían productos básicos a la población reclusa; pero, el expendio solo vende comida chatarra y algunos implementos de aseo –cuando no es que la mayoría de tiempo permanece desabastecido-. El asadero y la panadería por su lado, tienen muy poca variedad de productos y precios; y como todos los proyectos dependen de los presupuestos asignados por la USPEC, en una irracional centralización, los mismos no pueden moverse según la oferta y la demanda, pues la mayor parte del tiempo no cuenta con las partidas disponibles para la compra de insumos, lo que los hace prácticamente inviables a pesar de que los presos tengan en sus cuentas personales recursos que no pueden gastar.

La ironía no puede ser más evidente; en una economía de mercado, se pretende que la cárcel funcione como una isla de economía centralizada. Imposible; el mar que la rodea, la contamina por todos lados.

Así mismo, la prohibición de televisores y radios electrónicos, tiene una sola –aparente- causa: el alto consumo de energía; por eso las nuevas cárceles no cuentan con capacidad instalada para el funcionamiento de tales electrodomésticos, lo que ha derivado en el uso de conexiones fraudulentas y artesanales con riesgo de electrocuciones e incendios. Pero la razón real de esta prohibición es hacer más ignominioso el castigo: el infractor de la ley tiene que sufrir más allá de la pérdida de su libertad de locomoción; cualquier comodidad es interpretada como poca severidad en la sanción impuesta.

En ese mismo sentido la prohibición de los teléfonos celulares es justificado por las extorciones que se realizan a través de ellos desde la cárcel, pero ¿por qué no se prohíben fuera de las cárceles, si allí también se usan para al fin? No todos los que usan el celular, fuera o dentro de la cárcel, lo hacen para delinquir sino para comunicarse con su familia y amigos, y como forma de entretenimiento. ¿Qué tal si en Estados Unidos se hubiesen prohibido los aviones después de los atentados del 11-S de 2001?

Por último, en esta corta enumeración de prohibiciones –faltando una buena cantidad-, está el del uso de ropa particular: el artículo 65 de la ley 65 de 1993, avalado por las altas cortes, establece la obligatoriedad del uso del uniforme por parte de los condenados, pero también determina que los mismos “serán diseñados en cortes y color que no riñan con la dignidad de la persona humana” Entonces, cabe preguntar ¿quién determina qué colores y cortes van acorde con la dignidad de cada individuo? ¿Qué sucede con lo dispuesto en los artículos 3ª y 5 del código penitenciario que contemplan el enfoque diferencial y el respeto a la dignidad humana?  ¿Si una mujer o una persona trans quisiera en vez de pantalón y camisa, usar falda y blusa, el uniforme estaría diseñado en esos cortes?

Como ya dijimos en la parte inicial de este acápite, hemos retrocedido; cuando ya creíamos que el uniforme de presidiario era cosa de películas, el mismo se impone como norma obligatoria y constitucional. Solo falta que regrese el grillete en el tobillo, la cadena y la bola de hierro atada al mismo. Ojalá con esto no estemos dando malas ideas.

Claro que todo lo anterior se aplica en las cárceles donde estamos los presos de estratos bajos; ni más faltaba que a los doctores y doctoras de la parapolítica, de los carruseles de la contratación, de los desfalcos y de la venta de sentencias judiciales, se les obligara, por ejemplo, a comer lo que la USPEC contrata, que no se les permitiera una televisión en su habitación; que tuvieran que usar los teléfonos públicos, que no tuvieran aire acondicionado y que se les humillara con un ignominioso uniforme.

Así las cosas, el código penitenciario se aplica según el estrato social del delincuente y la cantidad de prohibiciones ha garantizado que los ricos y poderosos –presos- sigan viviendo como reyes, mientras los pobres –presos o no- pasan de pobres a miserables. En ningún caso –valga la aclaración- se está pretendiendo que a ellos se les quiten sus comodidades, pero sí que se nos dé a todos la posibilidad de tenerlas.

En cuanto a los avances –que son pocos- hay que reconocer la disminución de la violencia física entre presos, obedeciendo a la judicialización y a los pactos de convivencia promovidos por los tradicionales líderes de los diferentes patios. Así mismo, los altos tribunales han emitido sentencias moderando el accionar de la guardia, sobre todo en lo atinente a la práctica de requisas intrusivas y el despojo de la ropa para las misas, tanto por parte de presos como de visitantes. Sin embargo, tales sentencias no son conocidas por la mayoría de la población reclusa, lo que, aunado a la poca vigilancia de los entes de control, ha llevado a que muchos funcionarios del cuerpo de custodia y vigilancia no las acate.

3. La resistencia política en las cárceles; una cuestión de dignidad

El Estado, cualquiera que este sea, a nadie le teme más que a sus opositores políticos. Ya lo decía Lenin (El Estado y la Revolución) que el Estado era una máquina represora, y que mientras este existiera no habría libertad. En consecuencia, la cárcel además de ser un instrumento de control social, lo es también de represión política, cosa que casi todos los Estados niegan, haciéndolo también por lo tanto con la existencia de presos políticos.

Ya en Colombia, la Corte Constitucional en la sentencia C-456 de 1997 negó la complejidad del delito político, dejando tres modalidades del mismo como conductas punibles totalmente puras, es decir, sin conexidad con otros delitos: rebelión, sedición y asonada. La Rebelión, tal como la contempla el código penal –sin ahondar en más sentencias ni doctrinas-, consideró el uso de las armas para intentar derrocar al Estado constituido, pero, se pretende que esas armas nunca lleguen a usarse, pues los homicidios en combate, solo por dar un ejemplo, no se consideran actos rebeldes sino asesinatos; y más aún, terrorismo; epíteto con el que se califica desde el 11 de septiembre de 2001, incluso a todo acto de protesta como sucedió en el Paro Nacional del 28 de abril de este año, que se extendió por más de dos meces. Ya no hay rebeldes, ya no hay sediciosos, ya no hay inconformes; solo hay terroristas.

Fiel a esa doctrina, el INPEC ha asumido la práctica negacionista, entrabando toda gestión que las organizaciones de Derechos Humanos, e incluso instituciones del mismo Estado o de la comunidad internacional pretendan adelantar con las “personas privadas de la libertad por causa del conflicto” como eufemística, extensa e inútilmente nos han denominado el CICR, que ya ni siquiera hace presencia en las cárceles.

En ese orden de ideas, si los presos políticos todavía mantenemos algún grado de reconocimiento al interior de las prisiones, se debe a nuestra inquebrantable voluntad y decisión de no rendirnos y por el contrario, seguir enarbolando las banderas de nuestros ideales y en caso concreto de la defensa de los Derechos Humanos, exigiendo el cumplimiento de las mismas leyes establecidas por el Estado y por un orden mundial, expertos en diseñar extensos y complejos códigos, pero anacrónicos a la hora de aplicarlos.

Ahora bien, los presos políticos, como los demás presos, vivimos las mismas condiciones ya abordadas en el apartado anterior. La diferencia está en que aparte de esas reivindicaciones generales, nuestra lucha va encaminada a mantener el reconocimiento y el respeto, inherente a nuestro carácter de actores políticos, por parte de nuestros carceleros.

Además, está la tarea constante por el fortalecimiento de nuestro espíritu mediante el ejercicio físico, el estudio y la disciplina, para evitar de esa manera que el ambiente de la prisión nos absorba con sus encantos: vicios, pereza, desesperanza, renuncia; es decir, degradación humana.

Desde luego que lo anterior no lo lograríamos sin el acompañamiento y apoyo de familiares, amigos y compañeros, lo mismo que de las organizaciones sociales y defensoras de derechos humanos, que siguen siendo nuestro amplificador en materia de denuncias y pronunciamientos, que, de no ser por ello, se quedaría como un grito en una botella.

En otras palabras, el preso político tiene raíces sociales que alimentan sus ideales, y en ese sentido seguimos siendo luchadores sociales. No nos proclamamos como víctimas ni como héroes y mucho menos como mártires; simplemente asumimos las consecuencias de nuestro accionar rebelde.

4. Pandemia y Derechos Humanos

En los últimos dos años el panorama de la cárcel se ha visto atravesado por la pandemia de COVID-19, agravando lo ya descrito en ítems anteriores.

Y es que, desde la declaración de la emergencia sanitaria, los presos fuimos, de entrada, los primeros afectados y con gravísimas consecuencias, como la masacre del 22 de marzo de 2020, cuyo caso es ampliamente conocido –por lo que no es necesario entrar en detalles sobre el mismo- pero ya casi olvidado, como parece apenas lógico, en un país acostumbrado a una de ellas cada semana y si los muertos son delincuentes, ¡Qué más da!

De esa manera, la pandemia hizo más evidente algo que es consuetudinario en las cárceles colombianas, como es la existencia de la orden permanente y perentoria que tiene el cuerpo de custodia y vigilancia, de disparar a matar contra todo lo que se llegue a considerar una amenaza. Ahora bien, el asesinato de prisioneros no es mayor –por parte de la guardia-, debido a la prohibición del porte de armas al interior de los establecimientos; pero el deseo de disparar se hace evidente en la forma de portar los bastones, imaginándose un fusil, y la manera de usar las escopetas de gases lacrimógenos, que se apuntan directamente al cuerpo de los reclusos, además del empleo desproporcionado de estos elementos para sofocar cualquier alteración de la convivencia. En la cárcel, a nadie se le niega una gaseada.

Así, pudimos ver cómo en todas las cárceles donde se presentaron protestas reclamando medidas de excarcelación ante la inminencia de la llegada del contagio, la guardia disparaba de manera indiscriminada contra los manifestantes. La respuesta del Estado ante esta nueva emergencia –aparte de la represión- consistió en medidas restrictivas como la suspensión de visitas y de remisiones jurídicas o por salud. Aun así, los traslados entre cárceles, aunque disminuyeron, nunca estuvieron suspendidos como tampoco el ingreso de nuevos internos, siendo estos sometidos a cuarentena, en condiciones más parecidas a un castigo que a una medida sanitaria. En cambio, sí fueron suspendidos los términos jurídicos, causando dilación en todos los procesos.

Las visitas vinieron a retomarse, de manera restrictiva, después de un año, pero sometiendo a los visitados al mismo aislamiento en celda, cuando no fue que pabellones completos se vieron obligados a la misma medida, aunque no todos los presos hubieran sido visitados.

Todas estas medidas “preventivas” no sirvieron; el virus llegó al interior de las cárceles, ingresado por un vehículo evidente: la guardia que nunca tuvo restricciones para entrar y salir. El número real de contagios y de muertes no se ha podido determinar pues esa información es de manejo exclusivo de las autoridades.

Del mismo modo, los operativos de requisas tampoco se suspendieron, siendo efectuados en parte por el CRI, que se movió libremente por todas las cárceles del país, ayudando a propagar el virus por todas ellas. La única medida que se suponía, excarcelaría un número considerable de presos –según las consideraciones del decreto-, contemplaba siete causales para acceder al beneficio, pero al mismo tiempo, contenía 102 exclusiones del mismo, lo que permite resumir –de manera irónica y sarcástica- que el decreto decía simplemente “con motivo de la pandemia de COVID-19, se excarcelará a todos los presos, excepto aquellos que se encuentran privados de la libertad por orden judicial.”

En consecuencia, mientras el resto de la sociedad ya ha retornado a la normalidad, en las cárceles la pandemia sigue siendo la excusa para negar, excluir y restringir.

5. ¿Qué tal y por qué no?

La cárcel no está en crisis, como solemos decir cada que hablamos de ella; la cárcel está diseñada para que funcione así, por eso mientras ella exista seguirán las quejas y las denuncias acerca de todo, y mucho más, de lo ya expuesto en esta reflexión y el resultado de las mismas tal vez sea ninguno o muy poco y lento como lo ha sido lo ya conseguido, pues no se puede negar que ha habido avances en materia de Derechos Humanos, tales como la prohibición de la requisa intrusiva, tanto de internos como de visitantes y tener que desnudarse para la misma; el traslado en furgones cerrados, como si fuéramos carne en canal; el reconocimiento del libre desarrollo de la personalidad y el enfoque diferencial y de género, aunque muchos funcionarios del INPEC se empecinen en desconocer y todavía quieran desnudar al requisado y practicar la “calle de honor” en los operativos y usar el gas pimienta como diversión y desahogo de las rabias y frustraciones personales.

En consecuencia, la cárcel diseñada para controlar la delincuencia y reintegrar a los “desadaptados” a la sociedad, no ha logrado sino acrecentarla y resentir más al infractor con esa sociedad que la saca de su ya degradada vida, para tirarlo a pudrirse en el estercolero, de donde si logra salir, lo hará con el estigma grabado en su frente, cual Caín errabundo y señalado por todos cuantos se lo encuentren.

 Parece ser entonces, que como dijo hace algunos años un funcionario de la Defensoría del Pueblo, “ la cárcel todavía goza de buena salud”, es decir, no se avizora a corto ni a mediano plazo algo que amenace su existencia.

Así pues, la cárcel estará verdaderamente en decadencia, cuando la sociedad haya alcanzado a un nivel de evolución social, política, económica y cultural que la haga totalmente innecesaria.

Hasta entonces, ¿por qué no pensar en hacerle algunos retoquitos? ¿Qué tal si la maquillamos un poco, no para que sea más atractiva sino para que no siga siendo tan espantosa? ¿Por qué no retomar cosas del pasado que funcionaron tales como los “caspetes” y las “chazas”? ¿Qué tal si se permite de nuevo los televisores como medio de información y entretenimiento? ¿Por qué no legalizar y reglamentar los celulares? ¿Qué tal si las visitas vuelven a ingresar a los pabellones y a las celdas, para garantizar un ambiente un poquito más familiar e íntimo? ¿Por qué no permitir que todos los delitos tengan los mismos beneficios y subrogados penales y administrativos? ¿Qué tal si se reducen las penas a una cuantía razonable, que en la práctica no sea una cadena perpetua? ¿Por qué no dejar el “tratamiento penitenciario” en manos de profesionales ajenos al cuerpo de custodia y vigilancia? ¿Qué tal transformar las cárceles en verdaderas escuelas y universidades y en fábricas e industrias? ¿Por qué no diseñar políticas públicas encaminadas a solucionar las causas del delito y no solamente a castigarlo? ¿Qué tal si nos damos la posibilidad de soñar con una sociedad donde la cárcel sea un mal recuerdo de la historia?

6. Explicación necesaria

El presente documento dista mucho de ser, técnicamente, una ponencia en el sentido estricto del término; la razón obedece a que el mismo está basado en la experiencia empírica y no en la investigación científica.

Lo anterior se debe a que quienes la elaboramos no somos académicos ni tenemos muchas posibilidades de acceder a fuentes bibliográficas y mucho menos de hacer trabajo de campo.

En consecuencia, es posible que esta elaboración no sea otra cosa que una más de las inutilidades que ya se han dicho sobre la realidad carcelaria; pero puede ser que, como los golpes consecutivos que fragmentan la roca, o la gota de agua que la horada, éste sea uno de esos pequeñísimos impactos que de alguna manera ayuden en la transformación de uno de los instrumentos más aberrantes que haya podido idear la mente humana.

Muchas gracias, Octubre, 15 de 2021 | Presos políticos de La Dorada, Colombia.