UN PLANETA PLÁSTICO DE ESOS QUE NO QUIERO VER

Por José Roberto Duque

«En los océanos del planeta se mueven, crecen y se convierten en plaga apocalíptica, desde hace ya varias décadas, al menos siete gigantescas “islas de plástico”: verdaderos continentes de desechos»

Hay un monólogo de George Carlin que lo plantea feo y pretendidamente gracioso, pero vale: ¿qué tal si la naturaleza tenía entre sus planes emplear el paradigma del plástico en la superficie, integrarlo al resto de sus materiales, y con ese fin nos diseñó y nos puso a trabajar a los humanos? El planeta no se va a acabar porque lo contaminemos: lo que está logrando la especie humana entregada al capitalismo es hacerlo inhabitable para nosotros mismos. Concluida nuestra misión, desapareceremos y el planeta seguirá tan tranquilo, mutando especies resistentes o integradas al gigantesco colchón de plástico y otras basuras que dejaremos como herencia.

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El discurso tal vez quiere justificar la producción y propagación de materiales sucios que han de liquidarnos como especie. Los imbéciles que botan basura en los espacios naturales son criminales o perturbados mentales, y también lo es el sistema que sigue produciendo basura en forma de envases.

Una bolsa plástica es basura apenas sale de la fábrica. Cualquiera que sea el uso o destino que se le otorgue a esa bolsa, su sola existencia ya es un factor contaminante. De nada valdrá que la reciclemos, reutilicemos, arrojemos a la montaña o al río, o la lancemos bajo la alfombra: la basura industrial es basura porque existe, no depende de la función que le asignemos.

En el páramo de La Culata me detuve un día a mirar los desechos que muchas generaciones de irresponsables han arrojado en los recodos más hermosos de ese paisaje sobrecogedor; docenas o centenares o miles botellas plásticas y envases de metal degradándose a la lentitud que les da su composición. Encima de ellos, adentro y en los alrededores, el páramo hace su lenta y helada tarea: va descomponiendo nuestra irresponsabilidad y la va integrando a su paisaje, “comiéndosela” poco a poco. Pero ese poder integrador no soportará la saturación de basura industrial. Es triste sacar cuentas y calcular en qué se habrá convertido este majestuoso escenario al cabo de pocos años. No tengo idea de cómo hacer o por dónde empezar a parar esta estupidez, pero evidentemente obligando a la gente a recogerle la basura al capitalismo no va a ser.

¿No logramos nada los ciudadanos intentando no arrojar basura plástica e industrial a los ríos, mares o sabanas? Lamentablemente, parece que esa medida pudo haber resuelto o ayudado a resolver algo del problema hace medio siglo o un poco menos. Pero ahora es inútil cualquier esfuerzo ciudadano (individual, familiar, comunitario) al respecto. En los océanos del planeta se mueven, crecen y se convierten en plaga apocalíptica, desde hace ya varias décadas, al menos siete gigantescas “islas de plástico”: verdaderos continentes de desechos, integrados por millones de toneladas de botellas, bolsas, envases, restos de implementos para la pesca masiva y de arrastre. La más grande de esas islas se desparrama por el Pacífico norte; su tamaño se aproxima al de Europa, y sigue creciendo. Inexorable, irremediablemente.

Pero la real gravedad de estos continentes de basura no es la parte visible, la monstruosa capa de materiales flotantes y los que ya se fueron al fondo del océano. La verdadera bomba de tiempo se encuentra en el resultado de la descomposición de esos materiales: microplásticos y manchas oleaginosas que los peces, aves, crustáceos y otros pobladores oceánicos consumen junto con el plancton o en lugar de este, muriendo directamente. Otros sobreviven, pero el animal que vendrá a comer luego de ellos tal vez quede contaminado, hasta que el ser humano capture a algún ejemplar en cualquier eslabón de la cadena alimenticia y lo consuma también. Es un proceso de intoxicación masiva, indetenible.

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Hace un siglo hubo una curiosa pandemia en nuestro planeta; se le llamó “la enfermedad del sueño”. Millones de personas caían de pronto en una especie de estado catatónico o de somnolencia y hubo casos en los que los pacientes “despertaron” al cabo de 20, 30 y hasta 40 años: niños que despertaron adultos y gente joven que volvió a la vida ya ingresando a la tercera edad. El verdadero estado clínico de aquellos pacientes, la clave neurológica que permitió ese estado, fue y sigue un completo enigma.

En el año 2010 surgió una situación similar en un pequeño poblado de Kazajistán, llamado Kalachi. En el año 2013, ya eran 140 los afectados por este mal. Muchos ellos habían sufrido inicialmente alucinaciones, accesos de violencia y lagunas mentales. Se pensó que se trataba de un brote local de la epidemia del sueño de la década de los 20 a la de los 60. Hasta que unos estudios dieron con la verdadera causa: una concentración muy elevada de monóxido de carbono y de hidrocarburos en el aire.

En mayo de este año la humanidad alcanzó un récord del que no debería enorgullecerse: por primera vez en 3 millones de años, la cantidad de CO2 en la atmósfera superó las 400 partes por millón (pm). En aquella oportunidad, esa concentración les permitía a los organismos anaeróbicos vivir y gobernar en todo el planeta. Pero el dióxido de carbono es nuestro veneno esencial, el ser humano no podrá vivir más en este planeta si la producción de ese elemento no se detiene o se revierte. El punto es que, por primera vez, los árboles del globo terráqueo no se dan abasto para convertir todo ese veneno en oxígeno.

Dice un informe de grupos ecologistas: “Ya se han alcanzado las 417 ppm, un nivel al que la humanidad no se ha enfrentado jamás. Y subiendo a un ritmo alarmante”. Y más adelante: “El ser humano ha conseguido en apenas unas décadas lo que la Tierra hizo en miles de años, cuando los niveles de CO2 se multiplicaron desde los 300 ppm a más de 1.000 hace 55 millones de años”.

Así pues, estamos a pocos pasos de revertir una revolución de organismos consumidores de oxígeno que duró millones de años; el capitalismo industrial y la locura de la adicción a los hidrocarburos, la agricultura con agrotóxicos y la ganadería intensiva están creando las condiciones para que desaparezcamos como especie y nos llevemos por delante a las demás.

Ahora sí, pues, podemos seguir planificando y añorando nuestro regreso a la “normalidad”. Buen provecho.

José Roberto Duque | @JRobertoDuque

Fuente: Ciudad CCS