DESCOMPOSICIÓN POLÍTICA Y ANGUSTIA ANTE EL BIEN
Por Miguel Mazzeo
«Hoy, más que nunca, toda idea de recomposición política e institucional requiere de una “ruptura herética” fundada en una clave emancipatoria, radical e instituyente: una recomposición política desde abajo que ayude a las clases subalternas y oprimidas a salir de la conciencia solitaria y desolada».
1 de enero de 2024
¿Podrá la política instituida frenar el avance de la revolución reaccionaria en curso? ¿Podrán las viejas instituciones de la democracia argentina resistir el embate de la poderosa coalición corporativa que expresa la ultraderecha? Todo indica que será, por lo menos, dificultoso. Incluso son fundadas las dudas de que el Decreto de Necesidad de Urgencia (DNU) de carácter antinacional, antipopular, antidemocrático y hasta antirepublicano que impulsa la ultraderecha encuentre una férrea barrera en el parlamento y en las instancias judiciales. El rasgo más notorio de esa política y esas instituciones es su inédito grado de descomposición. En breve conoceremos el escalón exacto de la decadencia en el que estamos situadas y situados.
El significante “casta” no deja de dar cuenta de esa descomposición política. La casta puede pensarse –también– como el nombre de todo lo que se halla afectado por ese proceso de descomposición, como un indicio de la eficacia del ant-ilogos de la ultraderecha. De alguna manera, el triunfo electoral de Javier Milei, el copamiento del gobierno nacional por parte de una minoría político-ideológica dogmática y desquiciada, dispuesta a rematar la nación y a convertir el Estado en una agencia al servicio de las fracciones más depredadoras de las clases dominantes es un signo elocuente de esa descomposición (que, a su vez, es un epifenómeno de la crisis del capitalismo global). ¿Hasta que punto el experimento ultraderechista no constituye un “desvío” de la política instituida, una especie de fan fiction horrible de la democracia parida en diciembre de 1983?
La crisis política no podrá resolverse con oquedad política, con la invocación a los formalismos desprestigiados, con los recursos despotenciados de la vieja política. Las instituciones realmente existentes, colonizadas en distintos grados por las lógicas mercantiles, esmeriladas desde hace décadas por dispositivos burocráticos y verticales, no sirven como trinchera, están infectadas del “reaccionarismo del siglo XXI”. Quedan en ellas muy pocas huellas de justicia, pocos cimientos axiológicos siguen en pie.
Nuestra posición no es la de sommeliers de organizaciones populares. Proponemos un ejercicio crítico (¡auto-crítico!) que nos lleva a plantear que los partidos políticos, los sindicatos y una buena parte de las organizaciones populares y los movimientos sociales, por acción u omisión, han sido responsables del proceso de descomposición política y carecen, en lo inmediato, de los recursos político-ideológicos aptos para liderar la resistencia. Debemos salir, de manera urgente, de nuestras propias consecuencias, no encerrarnos en ellas.
Sobre esa descomposición y sus efectos sobre la sociedad (en especial la sociedad civil popular) se monta el prestigio del “orden simplificado” que blande la ultraderecha como pilar de su proyecto. Lo sabemos: es el orden abreviado del mercado absoluto, la estructura de la jungla. Las corporaciones trasnacionales y los grupos locales más concentrados ya hicieron su trabajo de zapa y ahora se aprestan a recoger los frutos.
Hace unos días, en un programa de televisión, Juan Grabois citaba una idea fundamental del teólogo-filósofo danés Søren Kierkegaard: “lo demoníaco es la angustia ante el bien”. Precisamente la política normalizada y sus instituciones están trabadas por esa angustia. Si no logran superarla, no habrá posibilidades de recomposición política e, indefectiblemente, terminarán cediéndole el paso a lo demoníaco y a las “filosofías desesperadas de la existencia”. “El Jorobado de Copenhague” también sostenía que la desesperación es “la desesperación de un no poder”, y que la religión debía volver a ser “escándalo y locura”. Solo como ejercicio intelectual podríamos trocar “religión” por “política”.
¿Cómo superar esa angustia entonces? Primero es necesario asumir que la idea del “bien”, en el marco de los conflictos sustanciales de Argentina (y en el actual estado de la lucha de clases), ya no puede limitarse a la defensa de “las libertades y garantías”. Se trata de trascender esa fórmula, necesaria como punto de partida, pero muy limitada. La misma ha permitido gruesos contrabandos y no evitó que muchas relaciones fundadas en la virtud y la justicia (relaciones solidarias y humanas) se deshilacharan. Esa fórmula no amplificó las voces subalternizadas y entró en negociaciones espurias con un vago populismo sentimentalista o con la politicidad prescriptiva de las izquierdas. Gradualmente, con su intrascendencia dialéctica (el horizonte de los “consensos políticos” es un ejemplo de la misma), esa fórmula se fagocitó cuotas del patrimonio doctrinal e histórico popular, nos hizo perder muchas batallas por el sentido y abrió las compuertas al crudo inmoralismo de la ultraderecha.
Hoy, más que nunca, toda idea de recomposición política e institucional requiere de una “ruptura herética” fundada en una clave emancipatoria, radical e instituyente: una recomposición política desde abajo que ayude a las clases subalternas y oprimidas a salir de la conciencia solitaria y desolada. Porque sin esa clave –continuando en la línea de Kierkegaard y, suponemos, en la de Juan– será imposible dotar de razones a la “fe” necesaria para salir de la desesperación. Una fe separada del dogma, por supuesto.
Se requiere de una recomposición política que ponga en evidencia que, bajo el (des)orden del capital, la vida tiene y tendrá un carácter insoportable para una porción cada vez más significativa de las personas. Una recomposición política que parta de la base de que la justicia solo se realizará de forma paralela: en los individuos y en la colectividad (y en el Estado). Algo que, por cierto, ya tenía en claro el mismísimo Platón.
Necesitamos una recomposición política que, frente a la ofensiva reaccionaria más importante en Argentina desde 1976, redoble la apuesta y asuma la misma agenda “sustantiva” que la ultraderecha ha impuesto: matriz económica, redistribución del ingreso y el poder, propiedad de los medios producción, participación popular, sentidos de lo público y lo común, soberanía, dependencia, colonialismo externo e interno, patriarcado, etc. Entonces, debemos asumir esa agenda sustantiva y plantear abiertamente las soluciones alternativas basadas en la eliminación de la pobreza y la riqueza y en toda forma de dominación. La derrota popular será inmensa si se elude esa agenda esencial, si se pretende reinstalar las agendas inmediatas e inmediatistas, las agendas conservadoras y minimalistas centradas en las banalidades burguesas y en las insustancialidades semánticas.
La revolución reaccionaria no se frenará con el recurso a unas ilusiones colapsadas, a unos rituales vacíos y a unos mecanismos estériles. La liturgia de los buenos modales frente a la brutalidad en curso no es más que una vía para profundizar la desarticulación de las clases subalternas y oprimidas. Nos quieren degollar con facones oxidados (es una metáfora gauchi-política, claro: las tecnologías de la muerte vienen siendo más sofisticadas y más sutiles los mecanismos del disciplinamiento social). De nada sirve lamentarnos ahora por el drama de la inteligencia y la sensibilidad obrando en un mundo dominado por la necesidad y el egoísmo.
Como en otros momentos de nuestra historia, las respuestas pueden pensarse a partir de la proliferación de las praxis espontáneas y masivas, a partir de la politización de las practicas más diversas: culturales, productivas, reproductivas, etc.; a partir las iniciativas instituyentes, múltiples y descentralizadas que darán forma a una organicidad plebeya original. Incluso es posible que sirvan de acicate para que los partidos políticos, los sindicatos y una buena parte de las organizaciones populares y los movimientos sociales que se identifican con horizontes anticapitalistas y/o “nacional-populares” apuntalen y alienten la lucha popular y le suministren, generosamente, todos sus recursos (mientras repiensan y replantean su razón de ser y desarrollan una nueva voluntad militante).
Para cerrar, conviene retomar a Kierkegaard. Él pedía “ojos de corto alcance” respecto de las cosas que no valían nada y “ojos plenos de claridad” para las verdades. También afirmaba que la victoria depende exclusivamente de que quien combate en la batalla “quiera abrirle paso a la posibilidad”. ¿Tendremos ojos plenos de claridad? ¿Sabremos abrirle paso a la posibilidad?
Lanús Oeste, 30 de diciembre de 2023
Miguel Mazzeo es escritor, docente de la UBA y la UNLa y militante popular. X: @mazzeo_miguel. Instagram: mazzeo_amauta