DE LA ANTROPOLOGÍA COMO MÁSCARA, O DE CÓMO REMEDIAR INTOXICACIONES CON VENENO

Por Paul Hersch Martínez. INAH

«En esa fábula infame no hay granjas porcinas, ni cenotes contaminados, ni confiscación mercantil del agua del subsuelo, ni especulación inmobiliaria, ni desmonte masivo para cultivar soya transgénica o plantas fotovoltáicas para industrias. Tampoco hay crisis climática».


Los territorios ancestrales se perdieron hace años; los nativos producen cada vez menos por sequías; hay tala clandestina; no hay trabajo… por ello, recurramos al desarrollo, a promesas y soluciones foráneas. Los nativos obedecen y sirven porque no tienen proyectos ni los necesitan. Además, ya no hay selva ni diversidad biocultural: por suerte esos estorbos ya no existen, de modo que tenemos vía libre para arrastrarnos.

Y las voces en contra son mínimas, desdeñables: quejas de conservadores radicales, de ingenuos ambientalistas, de emisarios del pasado. La antropología es fuente de folclore mercantil; la historia, nostalgia improductiva. Y es que los antepasados tenían una misión, pero en su ignorancia no lo sabían: la de construir anexos de resorts turísticos, legándonos así la grandeza nacional, denominada ventanas mercantiles de oportunidad.

A propósito del artículo de Paloma Escalante (La Jornada, 18 de junio) cabe una reflexión. Hay escritos autodenigratorios como el que nos ocupa que no ameritan respuesta, pero en este caso proceden algunas puntualizaciones ante una expresión tan diáfana de servilismo utilitario. No para entablar diálogo con una colega inexistente, pues debatir con mandaderos es necedad, sino para esclarecer el papel de comparsas sin criterio ni convicción que algunos funcionarios juegan y pretenden imponer a otros.

No: el tren no nos robará el paraíso, porque el paraíso ya no existe, informa la funcionaria de Fonatur disfrazada de antropóloga. Comisionada en sigilo por el director en turno del INAH, se esmera en cumplir el encargo de allanar cualquier obstáculo al plan presidencial. De hecho, la antropología y la historia, ejes de esa institución, han sido reducidas, ante los megaproyectos presidenciales, a meros rescates arqueológicos, y así nació un INRE. La única antropología e historia que existe en la península de Yucatán, en la perspectiva funcional del INAH respecto al Tren Antimaya, consiste en vestigios arqueológicos susceptibles de instrumentación turística. No hay más. Se trata, en patética expresión oficial, de cacarear a la gallina de los huevos de jade. Y la vía para invalidar objeciones al proyecto es descalificar a los incrédulos y declarar con alivio que el paraíso no existe: por consiguiente, los nativos, cándidos como criaturitas, han de abrazar esperanzados el infierno que se les prescribe, amparados en una enésima promesa electoral de redención.

Sin embargo, desde la lógica del más elemental principio precautorio, eso es, en breve, mandar al futuro al infierno; y así, los nativos anhelan la salvación que les llegará con el tren presidencial. En esa perspectiva colonial y desde la precariedad imperante y socialmente construida, el feligrés, entrenado como buen creyente, debe confiar en la receta
que cae del cielo en salvífico gesto transformador.

En esa fábula infame no hay granjas porcinas, ni cenotes contaminados, ni confiscación mercantil del agua del subsuelo, ni especulación inmobiliaria, ni desmonte masivo para cultivar soya transgénica o plantas fotovoltáicas para industrias. Tampoco hay crisis climática. Ese es el modelo paradisiaco del megaproyecto a imponer, convocando a los ausentados de siempre para que depositen esperanzados su confianza en más de lo mismo; en promesas de bienestar y proyectos ajenos, carentes de objetividad y fundamento: de ahí las consultas simuladas, y de ahí, no menos grave, la permisividad institucional ante las fundamentadas afectaciones socioambientales previsibles.

Una característica colonial de esta imposición es una secular certidumbre: los pueblos originarios y mestizos no necesitan ni pueden idear su presente y su futuro. Su jerarquización naturalizada como inferiores hace impensable lo que desde la antropología y la democracia debiera ser ejercicio elemental de responsabilidad: garantizar las condiciones de respeto y de silencio necesarias para que los pueblos imaginen y definan, en libertad, sus propios proyectos de presente y futuro, sin la racionalidad excluyente que genera infiernos funcionales.

Por ello y más, vergonzoso papel el de quienes operan la imposición amparados en títulos e instituciones que así deshonran. ¿Antropología barata, de oportunidad, mercenaria?… no: eso no es antropología. Sin sustento metodológico ni compasión, solícita a los designios del narcisismo presidencial y de quienes se inclinan una y otra vez para no perder sus puestos, la funcionaria de Fonatur (como otros) decide que la parodia de consulta realizada fue (como otras) legítima. Ignora las dinámicas de la precariedad de los pueblos, aseverando que “no hacer nada” no es la receta para salir de ella. Nadie demanda “no hacer nada”: eso es un embuste. Se trata de dejar hacer y dejar ser a los pueblos. Estamos ante la precariedad funcional a los intereses políticos y económicos de siempre, la que ha acarreado a miles a los mítines mediante torta y refresco por décadas. Y es que la consigna sexenal de construir feligresía en lugar de ciudadanía, síntesis del atropello colonial hoy tecnificado, se expresa en la limitadísima perspectiva de quien proyecta una imagen miserable de una disciplina respetable. Ni la antropología es una máscara, ni las intoxicaciones se remedian con veneno.