
CUIDADO, ¡NO TE PINTEN LAS PELOTAS! O DE CÓMO LA SANIDAD PÚBLICA SE VA AL CARAJO
Por Raúl García Sánchez
«La espera implicaba contemplar el crecimiento de aquella cosa hasta alcanzar un tamaño que evitara otra bajada de calzones en vano.»
6 de julio de 2025 | Viñeta: Malagón
Comenzaré por el final. Hoy estuve en una clínica de estética. No entraba en mis planes pero así fue. Tampoco me imaginé escribiendo un texto sobre este asunto. Pero hoy estuve por primera vez en mi vida en una clínica de estética y tengo una necesidad imperiosa de contarlo porque intuyo que no será la última, ni soy la única persona de Albacete que hoy se ha encontrado desconcertado esperando su turno en la sala de espera de una clínica de estética.
Pero vayamos al principio de esta historia. Hace aproximadamente 13 años mi compañera se sorprendió por el tamaño desequilibrado de uno de mis… sí, tengo que decirlo… de mis testículos. “Eso no es normal”, me advirtió. “¿Tú te has visto?”. Su comentario me llevó al médico de cabecera del barrio de Madrid donde entonces vivía, y de allí a la consulta de urología de la Sanidad Pública. “¿Desde cuándo tiene usted esto así?”, me dijo el urólogo con tono de alarma, evidenciando la rareza de que yo mismo no hubiera advertido el crecimiento de aquella cosa. Mi próxima parada médica tras la preocupación del urólogo sería la realización de una ecografía. Y entonces sucedió por vez primera. La concertación de servicios, en clínicas y hospitales privados, de la salud pública en la avanzada Comunidad de Madrid de Esperanza Aguirre y su séquito, me llevó a la Fundación Jiménez Díaz, hospital del Grupo Quirón, donde por vez primera me bajé los pantalones en una lucrativa sala de “diagnósticos por imagen” de un centro de salud privado.
El diagnóstico dijo que tenía varicocele. Tremendo nombre que sin embargo esconde una simple acumulación de líquido, algo bastante común causado por distintos motivos, como un golpe, que pudo ser el caso dado mi historial deportivo. Nada preocupante más allá de revisiones periódicas. Si aquello seguía creciendo, habría que operar. Acabó pasando.
Pasando pasaron los años, caminé y trabajé con mi varicocele por América Latina y a mi regreso nos establecimos, varicocele creciente y yo, en Albacete, una provincia de Castilla La Mancha. Efectivamente aquello seguía creciendo, lo que me llevó de nuevo al médico de cabecera y relativamente pronto a la consulta de urología, y de allí a una nueva ecografía y de nuevo al urólogo. En todo este circuito, mi bajada de pantalones múltiple se dio bajo los márgenes de dignidad de la sanidad pública. Castilla La Mancha todavía no había sido invadida por el modelo de concertación público-privado abanderado por el PP en Madrid. ¿Qué me dijo el urólogo, para mi sorpresa, en aquella ocasión? Que el tamaño aún no era operable. En defensa del estado de mi varicocele, debo añadir que el compañero derecho a su lado parecía una lentejita. Algo raro estaba pasando. “Para que te hagas una idea, nos planteamos operar cuando tenga el tamaño de una pelota de tenis”. Pueden imaginar la mofa de mi entorno de confianza con la anécdota del tenis. Seguí así paseando por América Latina mi varicocele, ahora aspirante a pelota de tenis.
La espera implicaba contemplar el crecimiento de aquella cosa hasta alcanzar un tamaño que evitara otra bajada de calzones en vano. Mientras tanto, tocaba cargar con mi varicocele. Resignado a la paciencia necesaria para asegurar el éxito de una nueva travesía médica, me adapté a vivir con aquello. Tanto que, años despreocupado de mi varicocele, quedó atrás el objetivo del símil tenístico. Las dimensiones hacían temerario seguir postergando un nuevo intento de pasar mi varicocele por la cirugía. ¿Crees que el médico me volverá a hablar de pelotas de tenis o de repente se habrá aficionado al rugby?, pregunté a mi compañera.
En esta ocasión, la cita de urología no fue tan rápida. Las listas de espera ya hacían ruido en la sanidad pública y pasaron meses hasta que pude mostrar orgulloso mi pelota al urólogo, quien ahora sí obvió comentarios deportivos, y sin muchas palabras comenzó al fin a rellenar el protocolo para la operación. Tampoco sería rápido. 8 meses para que mi varicocele se las viera con el bisturí. En esas estábamos cuando llegó la pandemia y todas las operaciones no prioritarias se detuvieron. Con la catástrofe y el colapso sanitario que sufrió el sistema público español, tener un testículo aspirante a pelota de rugby no era prioridad. La pandemia nos dejó meses atrapados en Colombia, mochila y varicocele aparcados en una casa de solidaridad internacional, hasta que se reactivaron los vuelos “humanitarios”. Pudimos así regresar a Albacete, pasar las cuarentenas oportunas y lograr una nueva cita para intentar atajar aquel problemita, no tanto de salud como de tamaño.
Conseguidos, tras mucha pelea, unos minutos con el urólogo, me informó que las operaciones de varicocele tenían una lista de espera de más de un año. Hasta el varicocele se asustó. Tal cual. Más de un año después, logramos pasar la pelota por cirugía. Tumbado en una camilla de un santísimo hospital público, me estaba despidiendo oficialmente de mi varicocele cuando la enfermera me puso la anestesia. “Esto va a ser como si tú y yo nos vamos de cervezas y te pillas una borrachera”, me advirtió. “Mientras que no diga tonterías, bendita borrachera”. Al regreso del viaje etílico, ya estaba operado. Cuando retiré las gasas y vi la escabechina que tenía ahí abajo tuve que sentarme. Tras un tiempo curando heridas, todo volvió a la normalidad, al menos en asuntos de volumen. Territorio libre de varicocele, recuperamos el equilibrio testicular. Pero la bajada de pantalones continuó. Cada cierto tiempo, habría que volver a revisar la cosa, ecografías mediante.
Las dos primeras revisiones, sin más sobresaltos. La última pero no definitiva ruta de bajada de calzones nos lleva al comienzo de esta historia. Hace unos meses regresé al médico de cabecera a solicitar una revisión de la cuestión. La conversación no tuvo desperdicio. “Uy, una ecografía. Si tienes suerte te la darán de aquí a un año… y la cita con el urólogo no te quiero contar, eso es casi ciencia ficción”. “No me lo puedo creer, están acabando con la sanidad pública”. “No, ya han acabado con ella”, sentenció el doctor. Y continuó: “para ponerte un ejemplo, los problemas de dermatología los tratamos mediante fotografías. Ahora somos fotógrafos. Si tienes un problema, hacemos la foto, la enviamos y nos remiten el tratamiento”. Salí de la consulta tan patidifuso que olvidé pasar por el mostrador a validar el volante para la cita. Regresé unos días después pensando que con lo dicho por el doctor me darían cita para el próximo siglo. La sorpresa fue que apenas tendría que esperar un mes para la ecografía. El médico exageró, pensé. Cuando vi la dirección, no era ningún hospital público sino una clínica privada. El modelo madrileño que viví hace más de una década en Madrid, se coló en Castilla La Mancha. La concertación deja jugosos beneficios a las compañías privadas, traficando con el derecho a la salud tras la pauperización calculada del sistema público que en un tiempo fue, junto a la educación, la joya de la corona de la “Europa del bienestar”.
Ya conocemos esta historia, lo que nunca imaginé es que viviría una situación tan surrealista. Ir caminando por Albacete con volante médico en mano, buscar la dirección y verme en las puertas de un centro de estética. Entrar, acercarme al mostrador con timidez, preguntar si es aquí donde hacen las ecografías de la sanidad pública, recibir un “sí, siéntese, enseguida lo llamamos” y encontrarme, un día como hoy, en la sala de espera de una clínica estética leyendo una hoja de servicios con los precios de la manicura y la pedicura.
No pude evitar hacer una foto y enviársela a mi compañera. “Para no creérselo. Estoy esperando la ecografía en una clínica estética”. Sonó mi nombre, pasé y para más asombro me recibió una simpática doctora cubana. Le entregué el volante y volvió a suceder. Por segunda vez, me bajé los pantalones en una lucrativa sala de una clínica privada, en esta ocasión de “Tratamientos de Belleza y Estética Avanzada”.
Cumplido una vez más el trámite, salí del centro dejando atrás las manicuras, caminé de nuevo las tórridas calles de Albacete, revisé el teléfono y leí la respuesta a mi mensaje: “Ten cuidado no te pinten las pelotas. Di NO al maquillaje”. Solo pude reírme.
Ante el estupor, demoré en recaer en un detalle que me anunció la doctora cubana. El testículo izquierdo estaba correcto. Sin embargo el derecho, ese que en un tiempo tuvo complejo de lenteja, acumula un poco de líquido. Varicocele en el testículo derecho. Tiene pelotas la cosa.
PD.: Se calcula casi el 50% del gasto sanitario en el Estado español está gestionado por la sanidad privada.
Albacete, 4 de julio de 2025

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