Esta mañana la pregunta que me motiva a escribir estas líneas la encuentro en el libro de Miguel Alberto González titulado Tiempos intoxicados en sociedades agendadas, sospechar un poco del tiempo educativo. “¿Qué pasó con la humanidad que pasamos a ser ovejas pastoreadas por los tiempos de las economías?”. La cuestión, estaréis de acuerdo, no tiene desperdicio. Y con la sensación de ser una oveja pastoreada por un gigante hambriento siento cómo el tiempo nos devora. Decía hace unos días un indígena del pueblo nasa en un ritual “nosotros hemos resistido durante siglos, pero a esta velocidad qué se puede hacer. A un hombre no lo mata la bala sino su velocidad”. Aquellas palabras me afectaron.

Y algo me dice que esa velocidad de la que somos víctimas los pueblos tiene mucho que ver con la explotación laboral que alimentamos y con la que nos alimentamos. No tenemos derecho a la lentitud, y aquellos que se atreven a ejercerla son denostados por una hegemonía que los quiere fagocitar con el fin de apropiarse de sus riquezas. Entonces, reproducimos la velocidad, que además es un ritmo que despolitiza porque no permite el diálogo, bajo la lógica de que cualquier distracción resta. El tiempo, la vida, es para producir y acumular.

El siglo XXI es la expresión radical de la velocidad. Las fronteras asesinan las diferencias ante los pasivos ojos del mundo, las avaricias violan los territorios sin vergüenza, las lenguas son cercenadas en las escuelas, las comunidades se desgarran por los tramposos, la corrupción es naturalizada y la acumulación de riquezas se carcajea ante la ausencia de ideología amarrándonos con el virus más tenaz: el individualismo. Al son que dice: lo que no gane hoy no lo ganaré mañana, entramos sumisos a pastar los tiempos de una economía neoliberal y precipitada. El juego no es divertido, todo lo que requerimos para subsistir se vende y se compra. El mercado es el espacio donde materializamos las relaciones. Acostumbradas a que todo esté atravesado por el dinero hemos vaciado de contenido la amistad, el amor, la cooperación, la solidaridad… que han pasado a decorar el paisaje como conchas huecas. El valor de uso es historia, y es el valor de cambio quien determina el compás de las agujas de un reloj que inunda el mundo sin apenas dejarlo respirar. Tanto es así que cuando se da un espacio-tiempo que por avatares escapa a esta relación uno no sabe qué hacer ni cómo comportarse. Entonces, hablamos de que se alarga la línea pasado-presente-futuro, somos ovejas desparramadas en campos sin pastores y apenas soportamos esta liberación.

Dicen los ganadores que van ganando, y es cierto, dentro de esta dinámica van ganando, y como al individuo no le gusta perder, millones son los que se suben a este todoterreno.  Pero allá donde pudo sobrevivir la lentitud, donde gobierna la comunidad y el pensamiento es liberador, habita la esperanza de que, como dijo alguien, otro mundo es posible. En este viaje hemos respirado alguno de esos lugares. Allí, los horizontes se expanden, la comida convive con un fuego inconstante y soberano que la cocina, y una armonía invisible atraviesa los poros llenos de contradicciones. Las gentes que pueblan estos lugares ciertamente para las estadísticas son minoría, pero no hay que confundir las ovejas con la economía, estas voces son la contrahegemonía de este siglo y el hecho de que sigan vivas las hace vencedoras. Desde esta perspectiva, aún no somos hijos de ninguna derrota.