A veces, damos dos pasos y retrocedemos una infinidad. Sin embargo, otras nos mantenemos quietos y avanzamos. En la cordillera mapuche pewenche del Alto Bío Bío se avanza en quietud. Lugares como esos son los que nos permiten reconocer el estigma que portamos por vivir bajo el sesgo occidental. De la mano de los malos gobiernos -que se mecen bajo las premisas del mal vivir legitimando jornadas laborales que ocupan cada día de cada año y cuyo objetivo, además de producir, es el de no dejarnos pensar, o dejarnos pensar lo justo para no actuar- seguimos anexos al sistema de consumo hasta consumirnos. Las estipulaciones temporales responden a las demandas del capital, ya sea la cadena lineal pasado-presente-futuro, o el aquí-ahora tan reivindicado por la mística urbana. Desde el, a primera vista, inofensivo reloj, hasta la expresión latina carpe diem allanan el terreno para alterar el orden natural. Los tentáculos de este enorme cefalópodo se extienden por los territorios para acallar las identidades e imponer un modo de vida que, en nombre del progreso, fracciona y debilita lo que desde siglos camina por otros lares. Ni el capital teórico ni los capitalistas prácticos soportan la paz, por eso cuando reconoce resistencias acaba con ellas, tanto individual como colectivamente. Y no lo hace presa de un instinto, lo hace de acuerdo a su ideología. Una ideología fascista, racista, opresora, posesiva, violenta, totalitaria y caprichosa aunque calculadora.

La inmediatez, esa inofensiva manera que tienen de darse las cosas en la sociedad posmoderna, es pura violencia. Nos priva de la pausa necesaria que requieren la observación, la escucha, la reflexión, y el aprendizaje. En lugares como la cordillera no hay prisas, las cosas simplemente pasan, pasan y vuelven, y pasan y vuelven muy ordenadamente incluso las reuniones. No se hacen ejercicios de paciencia, porque la vida es y sigue siendo en cualesquiera circunstancias. Todo ocupa un lugar otorgado por naturaleza. No hay violencia ni en el hecho de matar a un chivo para comer. Hay respeto, y una enorme admiración a los ciclos vitales. En cambio, la máquina impaciente de las transnacionales tiene prisa, le urge construir sus represas, so pena que sea justo allí donde todo mora tranquilo, donde no se explota ni aniquila, donde cada elemento del entorno es. Las empresas quieren funcionar, quieren producir, quieren ganar, y para ello quieren convencer. Primero, sugieren que se les deje el territorio que compraron a no sé quién y que los pewenches recuperaron allá por el 2000. Segundo, negociando una relocalización a un lugar paradisíaco -rodeado de forestales, pinos y eucaliptos- donde prometen el oro y el moro y luego si te he visto no me acuerdo. Tercero, desestabilizando la zona introduciendo alcohol, tabaco, droga y vicios enemigos del colectivo. Cuarto, identificando a los sujetos más débiles para estrenarlos en el ritmo frenético de occidente e ir restando cultura e identidad desde la asimilación. Quinto, controlando por la fuerza el territorio pidiendo al señor Estado que les devuelva los favores que le concedieron cuando este tanto lo necesitaba para ganar en las urnas. Sexto, allanando las casas de aquellos que tan dignamente defienden su territorio -que no propiedad- que es el de toda la comunidad. Séptimo, matando por “error”, por encargo y en defensa de sus multimillonarios intereses. Así estos hijos bastardos que componen el capital rompen el decurso de los procesos y alimentan la impaciencia y la ansiedad que desde este estado de paralización entra a engrosar las venas del miedo a morir. Pero hay quienes han trascendido el miedo y le plantan cara a estos demonios, son los cona y los weichafe, soldados y guerreros que no se dejan vencer ni convencer y que quieren salvar ese estado de quietud que permite avanzar al margen del tiempo que marcan las manecillas del reloj que luce el gran magnate del mundo indicándole que en el próximo minuto tiene que tener más.