Todo pueblo esconde su alma. El alma de los pueblos está en sus costumbres, en ese modo diferente de hacer las cosas, de responder a las dificultades y de adaptarse al medio; está en la riqueza gastronómica que llena sus platos, en su peculiar manera de vestir, de cantar, de vivir, de caminar y hasta de soñar.

Hay ciudades a las cuales cuesta descubrir su alma. Santiago de Chile es una de ellas. Una visita rápida a la ciudad puede sin duda alguna ofrecernos una falsa apariencia que tal vez pueda llegar a confundir al viajero.

Marc Augé llamó “no lugares” a aquellos espacios que han perdido su identidad y son prácticamente iguales independientemente del territorio del mundo en que se encuentren. Santiago de Chile está plagada de no lugares. No podría ser de otra forma si tenemos en cuenta que Milton Friedman acuñó lo que hoy se conoce como “el milagro de Chile”, en alusión a las reformas de liberalización económica que se implantaron en el país durante la dictadura de Pinochet. Chile fue vanguardia y experimento neoliberal. Actualmente, según el FMI, Chile tiene el índice de PIB per cápita más alto de América Latina. Paradójicamente, no ha parado de aumentar la brecha económica entre personas de alto y bajo nivel adquisitivo. De tal manera que hoy es una de las naciones más desiguales del mundo. Cabe preguntarse por qué. Y Santiago, como capital económica y financiera, al igual que otras grandes ciudades, tiene el alma secuestrada por un grupo de empresas que cotizan en bolsa.

Bancos, centros financieros, casas de cambio, tiendas de moda, centros comerciales, cadenas de comida rápida, rascacielos, “no lugares” en definitiva. Las calles del centro y no tan centro de Santiago están jalonadas por espacios que lucen orgullosas sus carteles de grandes y prestigiosas firmas.

Imponen su estética uniformadora en el espacio urbano, acabando con los comercios locales en pos de una fiebre consumista que nos arrastra hacia las fauces depredadoras de las buenas costumbres. La globalización financiera impone sus modos de hacer a golpe de talón. Y eso deja huella en las ciudades.

Si el neoliberalismo continúa tejiendo sus maquiavélicas redes llegará un momento en que viajar y conocer otros lugares y pueblos dejará de tener sentido; estudiar otras culturas será un acto que raye en lo ridículo; el papel de los antropólogos sociales quedará para el recuerdo o para el análisis de tiempos cada vez más lejanos.

Por suerte, Santiago de Chile todavía conserva algunos lugares con encanto dignos de ver para el viajero sensato, que no tanto exigente. Si uno observa, recorre y hace el esfuerzo de implicarse algo más que de pasada en esta ciudad, puede encontrarse con un alma escondida que resiste a ser colonizada por los tentáculos del capitalismo.

Puede que tomar un mote con huesillos, la bebida de Chile, sea un acto de rebelión contra el sistema. Se trata de una bebida dulce con granos de trigo cocido (mote) y trozos de durazno (melocotón) en almíbar. Se vende en carritos en la calle a menos de un euro, dependiendo del tamaño. Pero esto es sólo un ejemplo de las muchas peculiaridades y rasgos maravillosos que esconde Santiago detrás de su escaparate de boutique.

Los no lugares, impuestos por esta globalización que todo lo pretende hacer suyo, invaden nuestra alma a la vez que acaban con el alma de las ciudades. Recuperar y conservar los espacios y lugares que constituyen el alma de una ciudad es recuperar los espacios y lugares que dan forma a nuestras identidades como pueblo, como vecinos y como comunidad. Nuestra alma, ese espacio imaginario tan utilizado en literatura, no puede ser más que la razón de ser de lo que somos, lo que constituye nuestra identidad. Y eso es lo primero que no podemos dejar que nos arrebaten.

Hoy los no lugares se mezclan en el tumulto de la gran ciudad y conviven con las pequeñas identidades colectivas y con los lugares todavía propios de cada pueblo, de tal forma que constituyen una arquitectura multiforme y bipolar que deriva en una esquizofrenia urbana que se extiende a nuestro modo de pensar y nos deja en una especie de confusión permanente entre la sopaipilla y el macpollo, el puesto del limpiabotas y la multinacional del zapato, el mote con huesillos y el Telepizza, la artista callejera y la Cocacola, el kiosko de prensa y el BBVA, el bar de toda la vida y la Heineken, el vagabundo y el viandante occidentalizado, el adoquín y el neón. El “nosotras y nosotros” y el “ellos”.

Estas fotos son una muestra de esa confusión esquizofrénica de la gran ciudad, de esos lugares y no lugares que conviven mezclados en lo cotidiano, en conflicto permanente, unos sobreviviendo, otros despedazando almas.