«Otra cosa bien diferente a la nostalgia romántica es la búsqueda de inspiración en los futuros derrotados de la historia. Futuros que en el pasado fueron bloqueados o destruidos por el poder y que no pudieron desarrollar sus capacidades de invención social, institucional y tecnológica. Esos futuros muertos vagan como fantasmas».

28 de octubre de 2024 | Entrevista y edición: Hugo Vera Miranda | Fotografías: Hugo Vera Parra
Estamos de vuelta en esta querida Buenos Aires que en apariencia está un poco más triste y menos iluminada este 2024, pero recorriendo sus calles y hablando con su gente, no ha perdido el brillo de otrora. Cuando parece que todo está acabado, se alza la voz de su gente para decirnos que se está repensando la forma, la manera, de atreverse a formular nuevos caminos para abordar diversas políticas para estos tiempos difíciles.
Es el caso de Miguel Mazzeo, un intelectual de pura cepa ampliamente conocido en Latinoamérica, que siempre tiene una manera nueva de enfocar la problemática argentina y latinoamericana según el contexto que impere. Hace pocos meses las editoriales El Colectivo (Argentina), Tiempo Robado (Chile) y Traficantes de Sueños (Estado Español) lanzaron su libro La comunidad autoorganizada. Notas para un manifiesto comunero. Las ediciones de Argentina y Chile traen un epílogo de Ariel Penissi y la edición del Estado Español uno de Saúl Curto-López.
Lo que sigue es una síntesis de la una larga conversación que sostuvimos con Miguel, en Buenos Aires, en la levedad celeste de una tarde de septiembre, sobre temas que, directa o indirectamente, están relacionados con su trabajo.  

Hugo Vera Miranda: Hola Miguel, ¿me podrías hablar de la comunidad autoorganizada?

Miguel Mazzeo: ¿Mi libro, mi proyecto temático o la comunidad autoorganizada concretamente?

Las dos cosas, por favor.

Empecemos, si te parece, por el libro y el proyecto temático. La comunidad autoorganizada es un intento de colocar en el centro del discurso del sujeto una figura que remite a una manifestación particular del pueblo y de la clase trabajadora; de las, los y les pobres de la tierra y de las clases subalternas y oprimidas; en fin, del proletariado extenso.

Se trata de una figura diferente, aunque no necesariamente antagónica, a cualquier forma de “masa circunstancial”, o “efímera” en los términos de Sigmund Freud.

Se trata de una figura que remite a una permanencia que nos parece fundamental de cara a una transición poscapitalista: la de algunas instancias plebeyas contenedoras de solidaridades virtuosas. Instancias que resaltan las capacidades de la clases subalternas y oprimidas de sustraerse a las necesidades represivas de la sociedad capitalista y de reconstruir la sociedad sobre una base racional e igualitaria. Más que un quid pro quo del sujeto, es una manifestación del mismo. Tampoco es una figura vinculada a nociones puramente existenciales y subjetivistas del sujeto. Por el contrario, es una figura objetiva, vinculada a una cualidad universal, aunque un tanto difusa por ahora.   

No se trata de una manifestación de algún agente trascendente, sino de procesos protagonizados por personas concretas: cuerpos con historias de expropiación y explotación que hacen comunidad, cuerpos que se obstinan en con-vivir y, por lo tanto, en politizarse. El capital viene haciendo trizas la integridad de los seres humanos. Niega a las culturas. Fragmenta a las sociedades y las torna descoloridas, insensibles, estúpidas y crueles, todo al unísono. Especialmente a las, los y les jóvenes. Entonces estos cuerpos, cuerpos afectivos, cuerpos rebeldes, cuerpos políticos del proletariado extenso, son el insumo indispensable para la rehabilitación de lo humano. La capacidad de resistencia de estos cuerpos sirve para preservar la voluntad popular. 

La comunidad autoorganizada también es un intento de pensar la transición poscapitalista buscando evitar la idea que plantea un escenario de colapso total inevitable. O sea, tratamos de pensar las luchas sociales, la confrontación, el antagonismo sustancial, no en función del caos sistémico. El caos parece ser el entorno más favorable para el capital. Por lo menos para algunos sectores. El caos se muestra más funcional a la reproducción del sistema que a su impugnación.

Decimos caos sistémico y pensamos en un proceso histórico de descomposición de instituciones y de lazos sociales; en fin, de órdenes colectivos. ¿Quiénes se benefician y quiénes se perjudican de esa descomposición?

El caos, este caos, es la expresión de una verdadera antisociedad, y parece ser el destino irrefrenable al que conduce el mercado totalitario. De hecho, resulta muy difícil pensar una transición desde el caos. Es difícil pensar que el caos pueda dar por resultado una transformación sistémica hacia un orden superador del capital. No necesariamente ese colapso dará lugar a una transición hacia un orden justo, humano, socialista. Porque el caos del que hablamos no es simple desorden: es el reino del mal absoluto.

Sucede que este caos es, en realidad, una nueva y muy sofisticada forma de control. No es nuestro caos.   

Sabemos que al capital la muerte no le llegará desde adentro. Si bien el capitalismo es un sistema que tiende a morderse la cola como la legendaria serpiente (el uróboro), no se autodisolverá. Por lo menos no sin arrastrar en su caída a la naturaleza y a toda la humanidad. Por eso, justamente, no sería una autodisolución sino un colapso total. Sería el fin del mundo, o algo muy parecido. Para exceder al capitalismo habrá que reemplazarlo por otro sistema, uno superador en todos los órdenes. No podemos ser espectadores pasivos (además de víctimas) del desenvolvimiento de las contradicciones del capitalismo. Si alguna condición material, por sí sola, hace estallar estas contradicciones, será necesaria la intervención de fuerzas sociales y políticas que le den sentido histórico a ese estallido. Debemos actuar aquí y ahora.

En esto, como en tantas cosas, intentamos seguir al amauta José Carlos Mariátegui. Él decía que el socialismo no podía ser la consecuencia automática de una bancarrota sino el resultado de un trabajo de ascensión tenaz y esforzado. Pues bien, hay que arremangarse y trabajar. Hay que comenzar a subir la cuesta, aunque sea muy empinada.  

Nuestro punto de vista se contrapone a algunas corrientes aceleracionistas, entre otras, que aspiran a radicalizar el capitalismo para hacerlo estallar y producir escenarios hiperreales. Estas corrientes, de alguna manera, proponen una nueva versión (estructural, no coyuntural) de la fórmula del “cuanto peor, mejor”. Una fórmula similar a la del Marqués de Sade, dado que supone que el reino del mal es la condición para que el mal se destruya a sí mismo. 

El caos genera violencia social y política, claro está. Pero no sirven las críticas abstractas a la violencia. El problema es que la violencia de este caos tiende a manifestarse como violencia unilateral ejercida por fracciones de las clases dominantes sobre las clases subalternas y oprimidas, ya sea a través de aparatos represivos estatales o privados (incluyendo a los mafiosos) y por el mercado capitalista. La sola posibilidad de una autodefensa organizada desde abajo pone coto al caos.

Finalmente, La comunidad autoorganizada desliza, subrepticiamente, una hipótesis sobre la viabilidad del optimismo histórico en esta época de desencanto del mundo, donde nos abruman los datos adversos y avanzan el escepticismo y la melancolía, donde casi todo lo que nos rodea está concebido para reducir las posibilidades vitales de los seres humanos, donde los mundos grises y miserables ganan prestigio frente a la inminencia de una catástrofe, donde leemos a Emil Cioran o Mark Fischer como escritores costumbristas, o releemos al viejo Arthur Schopenhauer en una clave similar y nos dejamos arrastrar por sus veleidades pesimistas: ¡el horror de este mundo!, ¡el tormento de la existencia!

En fin, La comunidad autoorganizada sostiene que el mundo, aunque no para de convertirse en un lugar cada vez más espantoso, alberga un sin fin de posibilidades de cambio y la posibilidad de la felicidad. Es posible imaginar y organizar una alternativa al capitalismo. Proponemos, lisa y llanamente, una revalorización de lo que aquí y ahora sostiene o recompone el vínculo entre el individuo y el cuerpo social. De todo aquello que, en las condiciones más adversas, sigue funcionando como reservorio de identidad social, cultural y política popular. Aquí se puede entrever una postura que asigna primacía a las verdades prácticas por sobre las verdades teóricas. 

Y también proponemos una revalorización del sujeto humano (especialmente del sujeto subalterno y oprimido), de su autoconciencia y de su agencia frente a lo que algunas autoras y algunos autores neomaterialistas o posthumanistas denominan las “fuerzas activas de la materia” desatadas por la técnica. La técnica del capital, cabe recordar. Una técnica que, por lo general, no se ajusta a escalas humanas. Esta revalorización del sujeto va de la mano de la revalorización del territorio y la organización.

Sujeto, territorio, organización, tal vez sigan siendo necesarios como retaguardia y base de operaciones para contrarrestar la fluidez del capital y para gestionar la fluidez anticapitalista, para anhelar, buscar y luchar, para producir felicidad y dicha colectiva. Por las dudas aclaramos: el “tal vez”, es una ironía.   

Reconocemos el impacto de los agenciamientos cibernéticos y sus modalidades usurpatorias. No negamos el peso de las fuerzas inanimadas en la producción de subjetividades, pero queremos debatir su carácter de agentes históricos. ¿Acaso no es la agencia del capital la que opera a través de ellas? Sus automatismos son los automatismos del capital. La tecnología que está imbricada en nuestros cuerpos es capital muerto que nos vampiriza…

Es posible que esta conversación pueda terminar como abono para la inteligencia artificial, mechada o salpicada con alguna frase de Louis Althusser o de Simone de Beauvoir, quién sabe que hará con ella, cómo la administrará…

[Risas] De solo pensarlo da escalofríos… Dan ganas de dejar de hablar, de escribir, de cantar, de filmar… ¡Qué alambique siniestro! Es un espanto que casi todo lo que hacemos se convierta en alimento para el monstruo. Obviamente, tenemos que desarrollar praxis y formas de vida que dejen de reproducirlo. En algunos aspectos deberíamos actuar clandestinamente. Quiero decir: deberíamos buscar las formas de cruzar el cerco del algoritmo. ¿Lograremos conservar la potencia de las existencias marginales y anómalas, o ahí también se hará sentir la influencia del algoritmo?  ¿Podremos construirnos sólidos espacios extramuros?  

Aunque se nos adjudique el vicio del antropocentrismo, nos cuesta reconocer en los automatismos cada vez más sofisticados del capital una agencia inorgánica. Cuando la inteligencia artificial sea realmente autónoma del capital, de las megaempresas, del mercado omnipotente, ahí hablamos.

Creemos que sin un sujeto-humano que recobre alguna centralidad en la producción de sociedad y plantee un antagonismo sustancial con el capital, lo único que nos queda es reconocer que somos autómatas, ciborgs, zombis, es decir, que ya estamos semimuertos. Eso sería asumir que la modernidad nos trituró por completo y que jamás podremos aspirar a una existencia intensa. Que el estupor catatónico será nuestro destino inevitable. Sería reconocer que el capital es el único sujeto y los seres humanos somos sus fieles servidores. Sería reconocer que el mundo de los objetos se independizó totalmente de las personas. Sería como darle la razón (tarde) a Francis Fukuyama y afirmar que ya no hay historia, sino un acontecer plano. Sería caer en una posición derrotista. Sería decretar la muerte de la convicción, erradicar la contradicción, el antagonismo…

Bueno, ahora sí Miguel, háblame in extenso de la comunidad autoorganizada y cuál es tu visión de de ella.

Hablábamos al comienzo de un intento por colocar en el centro del discurso del sujeto una figura que remite a una manifestación particular del pueblo, de la clase trabajadora, de los pobres de la tierra, de las clases subalternas y oprimidas, de un proletariado extenso. Pues bien, consideramos que la comunidad autoorganizada es la configuración material-simbólica que puede servir de punto de apoyo al sujeto en esta época de crisis civilizatoria. Puede ser el punto de partida de una nueva conciencia colectiva y de una nueva institucionalidad.  

Puede pensarse como un modo de ser del sujeto subalterno y oprimido, una expresión de la clase (del proletariado extenso) y que, por lo tanto, habita en una estructura de relaciones determinadas por el capitalismo. 

Las comunidades autoorganizadas (en plural) son ámbitos donde los lazos recíprocos y las ligazones afectivas no han cesado, donde subsisten virtudes populares, donde se desarrollan interacciones sociales con potentes significados. Por lo tanto, estas comunidades, nos permiten conjurar el pánico, resistir el avasallamiento cultural y abrigarnos un poco del terror.

Por ejemplo: Orlando Fals Borda hablaba de “resquicios de órdenes sociales anteriores” basados en la cooperación, el altruismo y el respeto a la vida, llamados a ser “recuperados y activados”.[1] 

Alguna corriente sociológica, tal vez, definiría a las comunidades autoorganizadas como grupos funcionales. Vale. Pero no olvidemos que los grupos funcionales están determinados por los grupos estructurales (las clases sociales, por ejemplo).  

En un sentido bien básico, las comunidades autoorganizadas (en plural) son ámbitos donde todavía tienen lugar las funciones básicas que según Wilhelm Reich gobiernan los procesos vitales: amor, trabajo y conocimiento.[2] En un plano más avanzado, las comunidades autoorganizadas son realidades concretas (materiales y vivenciales) que conectan con las potencialidades humanas y contrarrestan la enajenación del trabajo y los procesos tendientes a la interiorización de la dominación. Las comunidades autoorganizadas liberan energías por fuera del trabajo enajenado. En ellas la dominación capitalista tiene dificultades para imponer el fetichismo de la mercancía, por lo tanto, la forma valor no rige totalmente y no se consuma la plenitud del capital. En las comunidades autoorganizadas el trabajo tiende a recuperar las condiciones objetivas del trabajo.

Por todo esto, la figura de la comunidad autoorganizada, también remite a un modelo de democracia alternativo al modelo occidental, un modelo basado en la deliberación colectiva sobre los asuntos fundamentales y no uno delegativo y formal, centrado en aspectos superficiales.  

La comunidad autoorganizada implica otro modelo de actividad económica, social, política: una praxis radical integral (pedagógica) llamada a construir el sustrato de otra acción pública, otro orden público y otro poder público (no de burbujas, de islotes). En ella convergen la reproducción y la autonomía, la necesidad y la libertad.

La comunidad autoorganizada es la utopía concreta robinsoniana (me refiero a la propuesta del maestro Simón Rodríguez, que tiene doscientos años). Es esa parte del sueño que habita la realidad o que, simplemente, aparece como alcanzable. Es la felicidad del sueño que se reintroduce en la realidad vivida.

Principalmente, la comunidad autoorganizada es suelo fértil para que arraiguen la conciencia y las pasiones políticas. Es un espacio propicio para fundar un sujeto, para tramar la nación desde abajo, para crear un nosotres y destruir al ego capitalista. Nos atreveríamos a decir: es un contexto favorable a la voluntad de vida. ¿Acaso hay otros ámbitos más idóneos? Decimos: suelo fértil, espacio propicio, contexto favorable, ámbito idóneo… Hablamos, claro está, de una potencialidad. De algo que posee aptitudes de sobra para convertirse en región subversiva. No de mecanismos automáticos o algo por el estilo. No de sujetos y praxis disponibles de cara a los procesos de transformación radical. No de cuerpos orgánicos puros. Apostamos al rescate de la comunidad autoorganizada en un contexto histórico signado por la vida precaria que arrasa con la conciencia y las pasiones, que fragmenta a los sujetos subalternos, obtura los procesos constitutivos de un “nosotres” e impone el imperio absoluto del ego capitalista. La voluntad de vida de la que hablo es algo que deviene fundamental para cambiar radicalmente el contexto horrible en que se nos ofrece la vida.

En este contexto, las organizaciones populares y los movimientos sociales se han erigido en la ultima trinchera de la vida. Una vida que corre el riesgo de ser arrasada por el capital y por el proyecto de la ultraderecha que busca imponer un orden social cruel, violento y destructor de la misma convivencia social.

Las organizaciones populares y los movimientos sociales son bastiones para frenar el avance de la “plaga emocional política organizada” que expresa la ultraderecha… para combatir esta verdadera pandemia de odio que, junto con la incapacidad de felicidad propia, inocula la intolerancia a la felicidad ajena. Tomo el concepto de plaga emocional de Reich.[3] Considero que es un concepto productivo para pensar el neofascismo, el fenómeno de la ultraderecha, y, más en general, las formas actuales del irracionalismo político. Un concepto viejo, pero no anticuado.  

Si me permitís, voy a apelar a la imagen, un tanto gastada, aunque muy certera, propuesta por Walter Benjamin en sus Tesis de filosofía de la historia[4]: no tengo dudas de que esas organizaciones y esos movimientos serán las pasajeras y los pasajeros que primero se levantarán de sus asientos (bueno, por lo general viajan de pié y en vagones atestados) para ir a apretar el freno de emergencia del tren descontrolado del capital. Claro, será necesaria mucha fuerza para activar ese freno y salvar así al género humano. Activar ese freno significa que las clases subalternas y oprimidas y sus instituciones (incluyendo las comunidades autoorganizadas) tomen la decisión de dejar de ser soportes directos o indirectos del capital. La activación de ese freno exigirá luchas encarnizadas y arduos debates. A pesar toda la evidencia acumulada, muchas personas creen todavía que la locomotora que arrastra a ese tren marcha directo al progreso y a la emancipación humana y no hacia el precipicio y la destrucción. Activar el freno de mano no significa optar por la inmovilidad, por el contrario, implica asumir una negatividad que dé lugar a un movimiento diferente; que replantee el recorrido, que tome un desvío o que, directamente, construya otra vía.   

La idea de una revolución radical para nuestro tiempo se aproxima cada vez más a la imagen de Benjamín mientras se aleja de la locomotora de Karl Marx. Para evitar malentendidos: no se aleja de Marx, ¡al contrario!, solo de su metáfora ferroviaria.

¿De alguna manera, tu dices que ya no nos interesa llegar a la modernidad?

No. Ya no. ¿Para qué? Además, se trata de una falsa promesa. Una verdadera estafa. No emancipó. No hizo a los seres humanos autónomos y dueños de sus vidas. Los supuestos avances de la modernidad no han hecho más que acrecentar los peligros para la vida. Sobre todo, para la vida de las clases subalternas y oprimidas. Considero que, como meta, está devaluada. Y nunca, o muy pocas veces, fue pensada a nuestra medida. La modernidad siempre dejó al desnudo su parcialidad y su carácter eurocéntrico y clasista, siempre se reservó el derecho de admisión. Quedamos afuera… O con un pie adentro y otro afuera. Y ahora solo podrá salvarnos el pie que se mantuvo extramuros. En realidad, podríamos plantear que ya pasamos por la modernidad, con pena y sin gloria. Somos los restos del naufragio ocasionado por la tempestad de la modernidad.  

La “pinche modernidad”, decía Roberto Bolaño en Los detectives salvajes[5]… Bien… Hablabas de las organizaciones populares y de los movimientos sociales como trincheras…

Sí. Como trincheras, pero también como esperanza de lo radicalmente nuevo. En las organizaciones populares y en los movimientos sociales, en algunos sindicatos, en las comunidades indígenas y campesinas, en las experiencias de la economía popular, en los comedores populares, en las tareas de cuidado que desarrollan millones de mujeres en los barrios y pueblos más pobres, en todo colectivo humano regido por la solidaridad, la cooperación, la autogestión, la deliberación colectiva, el respeto a la naturaleza (y quiero destacar especialmente el nexo entre naturaleza y comunidad autoorganizada), en los espacios donde se crean y se administran horizontalmente valores de uso, en las innumerables ágoras improvisadas por las clases subalternas y oprimidas, ahí, justo ahí, tienen más dificultades de arraigo el fetichismo de la mercancía, la ley del valor y también el productivismo. Tampoco pueden hacer pie los principios antisociales como la competencia y el individualismo.   

Sin dudas, estos son los espacios que garantizan la reproducción de la vida y resisten la expropiación. Pero esto no quita que posean una cierta duplicidad funcional, dado su rol contenedor y porque, como dice Nancy Fraser, son las moradas ocultas del capital, “los soportes ocultos de la producción capitalista”. Soportes usualmente considerados como extraeconómicos, principalmente: “Familias y comunidades, hábitats y ecosistemas, capacidades estatales y poderes públicos…”.[6]  

Entonces, hay que politizar esa función, evitar que sea aprovechada (y despotenciada) por el capital y por el sistema de dominación; es decir, hay que evitar que sea convertida en una función interna de la sociedad burguesa. Se trata de politizar el terreno de la reproducción, hacer que las luchas contra la expropiación sean también luchas contra la explotación, convertir la potencia política de la humanidad y la solidaridad de las y los de abajo en poder político, en poder popular (y no en “ciencia gubernamental”).

Pensada como sujeto histórico, la comunidad autoorganizada no es uno cuya función crítico-transformadora se explique solo a partir de sus cadenas radicales. Pesa más su potencia vital, su capacidad (humana, demasiado humana) de expresar un ser excedente. Fraser también decía que en las prácticas orientadas a la reproducción se plasman “diferentes gramáticas normativas y ontológicas que le son propias”.[7]

Por esto, entre otras cosas, la comunidad autoorganizada no debería ser considerada como una mediación destinada a extinguirse en función de la obtención de unos fines supuestamente “superiores”. La comunidad autoorganizada tiene carácter dual: inmanente y trascendente, interno y externo. Crece en el seno del orden existente, pero tiene la potencialidad de transformarlo. A partir de sus posibilidades realizables, neutraliza las relaciones sociales predominantes en este sistema inhumano e injusto. En este sentido, la comunidad autoorganizada sirve como emplazamiento de las visiones críticas y como fundamento de un proyecto revolucionario. Por lo tanto, no corresponde limitar la esfera de la comunidad autoorganizada a lo dado. Ella puede ser producida. Mejor: puede ser sembrada. Existen las semillas de comunidad autoorganizada.  

Herbert Marcuse en su obra El fin de la Utopía[8]sugería invertir el camino propuesto Friedrich Engels. Así, el socialismo, en lugar de ir de la utopía a la ciencia, debía ir de la ciencia a la utopía. Si la ciencia desarrolla una conciencia sobre sí misma, sobre sus condicionamientos y sus limitaciones, si se compromete con las escalas humanas y abjura de los horizontes mercantiles y opresivos, puede llegar a asumir la utopía como meta y contribuir a la comprensión y a la transformación de la realidad, puede ayudar a la realización de la vida y a la felicidad humana. Bueno… en cierto modo la comunidad autoorganizada está en la línea de Marcuse que proponía algo que no era precisamente un retorno a Charles Fourier y a sus falansterios.

¿Y que similitudes y diferencias existen entre la comunidad autoorganizada, tal como tu la entiendes, y la histórica comunidad organizada que propuso en Argentina el peronismo y a la que, según tengo entendido, se sigue apelando como modelo de sociedad?

Bien… las dos sintetizan representaciones muy diversas sobre realidades y normas ideales. Las dos parten de una idea de comunidad racional como medio para satisfacer necesidades y deseos. Las dos remiten a un agente integrador. Cada una a su modo, por supuesto… Luego, habría que destacar la importancia asignada la organización en ambos casos…

“…La organización vence al tiempo”, decía un famoso general…

¡La organización vence al viento!… [Risas] Bueno… al margen de la metáfora, podemos afirmar que determinadas organizaciones pueden ser más fuertes que algunas concepciones que ordenan los fenómenos. ¿Acaso el tiempo es otra cosa? La organización sirve para esperar, pero ¿acaso la espera, por sí misma, es garantía de alguna victoria? No sé… Charly García decía “el tiempo es un vidrio”.

“El tiempo es un vidrio. Tu amor un faquir. Mi cuerpo una aguja. Tu mente un tapiz…”. Hermosa canción.  

Afirmar que la “organización vence al vidrio” ya sería entrar en un terreno demasiado críptico. Aunque la idea de romper el vidrio (el tiempo) de un piedrazo no deja de ser tentadora. El tiempo también ha sido definido como un laberinto. “La organización vence al laberinto”. También podría ser. Es interesante esta definición, además suena más descifrable que la anterior, pero igualmente exige una reflexión más extensa. Lo podemos dejar para otra ocasión.

Lo que quiero decir es que ambas comunidades pueden pensarse como alternativas a la ley de la jungla ultraliberal. En ambos casos se concibe a la colaboración (en general) como fuente del bienestar colectivo. Pero son dos formas diferentes de “hacer sociedad”, de construir cohesión social y esfera pública. Una pone el énfasis en la verticalidad y la otra en la horizontalidad de las relaciones sociales.

La comunidad organizada está vinculada al viejo orden burgués del “encuadramiento” de las cosas y las personas, un orden centralista, estamental y jerárquico (tutelar y “pastoral”), sintetizado en la clásica sentencia: “del trabajo a casa y de casa al trabajo”. Al margen del contenido reaccionario de esa sentencia, hoy, inevitablemente, habría que preguntarse: ¿Qué casa?, ¿qué trabajo? ¡Hasta el mismo traslado de un lugar a otro está en tela de juicio!; dado que el capital ni siquiera está dispuesto a aliviar las condiciones de explotación subsidiando el transporte público.

El viejo slogan peronista quedó desactualizado ante la agobiante realidad de la expropiación, el despojo y el desamparo; ante el desarrollo de formas del trabajo que no contribuyen al autodesarrollo de las personas y profundizan (en lugar de conjurar) las existencias atomizadas; ante la inviabilidad del capitalismo inclusivo.

“Mejor que decir es hacer…” 

Ahí tenés… ¿ves?, ¡otro slogan peronista que está en crisis! Ya no se trata del dilema de la inautenticidad, de la incoherencia entre el decir y el hacer. El problema ahora es qué se dice y qué se hace. El problema es la inconsistencia del lenguaje y la rebaja de los objetivos.  

“La única verdad es la realidad…” 

La única verdad es la práctica histórica real…la única verdad es la praxis. La única verdad es la posibilidad que se puede derivar de lo real.  La única verdad es la realidad concebida como sujeto autoconciente. La única verdad es… [Silencio prolongado]  

Mejor volvamos. ¿Y entonces, que ocurre con la vieja comunidad organizada?

La comunidad organizada también se relaciona con un conjunto de mecanismos y enunciados totalizadores cuya función es el encubrimiento del conflicto social, concretamente de la lucha de clases. Podríamos decir que la comunidad organizada se “autopercibe” como una instancia de regulación moralista que está por encima del conflicto y de los antagonismos sustanciales.

La comunidad organizada erige una imagen idealizada del superyó: omnipotente y totalizador. Su constitución es pensada más como una obligación que como el resultado de un interés objetivo.  

La comunidad organizada del peronismo histórico aspiró a eliminar el conflicto, aunque terminó regulándolo. Pretendió ejercer una función de censura que tendió a enmascarar la verdad de la lucha de clases. Hay que decir que no siempre lo logró, porque en un país como Argentina, ese tipo de comunidad instituida está expuesta, en primer lugar a los ataques de aquellos sectores de las clases dominantes que tienden a autoexcluirse de toda comunidad nacional, y luego, al desborde permanente, a los impulsos instituyentes de las clases subalternas y oprimidas, incluyendo especialmente a algunas franjas que se identifican con el peronismo y que, en ciertas coyunturas históricas, reaccionan cuando el carácter de combo inespecífico del peronismo termina jugándoles en contra.

Lo cierto es que la comunidad organizada del peronismo, a pesar de su verticalismo, a pesar su moralismo, a pesar de sus funciones disciplinadoras, no evitó la riqueza de los contactos por abajo, ni estuvo exenta del rechazo de algunas expresiones de la cultura dominante de la época. Quiero decir, el impulso asociativo de la comunidad organizada no vino solo desde arriba, desde el Estado, también vino desde abajo, desde la sociedad civil popular. Es más, considero que algunos impulsos estatales fueron resignificados desde abajo en una clave crítica del orden hegemónico.  

Ahora mismo vivimos una especie de revival de la idea de la comunidad organizada. Algunos medios, no precisamente los hegemónicos, agitan esa moda. Se buscan claves políticas en el libro de Juan Domingo Perón, La comunidad organizada. Los sectores más reaccionarios del peronismo son los primeros en alistarse a la hora de apelar al modelo de la comunidad organizada, hablan de “la doctrina peronista”, de la “ortodoxia”, etc.; con retóricas antiprogresistas, conservadoras, patriarcales, apuestan a revitalizar a las corrientes más retrógradas del peronismo. Hacen el peor recorte posible de la experiencia histórica del peronismo. Despotencian sus aspectos más críticos y productivos. Mancillan una identidad histórica. Pero el modelo de la comunidad organizada también es invocado con cierta candidez (y con niveles preocupantes de debilidad ideológica y política) por una porción de la militancia joven que se autodefine como peronista o nacional-popular.

Dado que la comunidad organizada está estrechamente vinculada al capitalismo de posguerra, al capitalismo administrado por el Estado y al Estado benefactor, y considerando que el neoliberalismo prácticamente arrasó con todo vestigio del viejo capitalismo y del viejo Estado; dadas las condiciones extructurales actuales de Argentina y la situación de sus clases dominantes, la pregunta que se impone es la siguiente: ¿acaso podrá reeditarse, en este contexto histórico, el viejo modelo de la comunidad organizada? ¿Querrán las clases dominantes locales formar parte de esa comunidad? Todo esto suena a ingenuidad política, a pecado de leso anacronismo.

Por su parte, la comunidad autoorganizada, básicamente, es la comunidad que se organiza desde abajo. Está vinculada a un orden descentralizador. Responde a razones horizontales y antijerárquicas. Tiene sentidos intraclasistas y no interclasistas. No es organicista. Es dialéctica. Sirve de fundamento para un pensamiento radical y no a uno conservador. Y es la base misma del autogobierno político democrático. Por ahí están las principales diferencias con la comunidad organizada.

De todos modos, pensando en procesos históricos concretos y viables (o sea: nunca lineales, nunca puros), no es descabellada la posibilidad de una transición en la que convivan, con tensiones, pero también con sinergias, las dos comunidades.  

¿En la idea de comunidad no hay acaso elementos emparentados con la religión?

…Algo hay, sin dudas. En especial podemos encontrar elementos emparentados con el cristianismo. Ernest Troeltsch decía que en el cristianismo siempre estuvo latente una tendencia hacia un cierto “anarquismo idealista” promotor de una comunidad de amor enfrentada a los ordenes sociales injustos, inhumanos. Digamos que Troeltsch también identificaba en el cristianismo las tendencias conservadoras, individualistas, defensoras y justificadoras de esos ordenes sociales.[9]

Creo que pareciera ser que estas hablando del peronismo… ¿O me equivoco?

[Risas] Sí… ¡totalmente! Se parece mucho. Volviendo a tu pregunta sobre comunidad y religión: tenemos el caso de las primeras comunidades cristianas antes de que surja ese aparato político-burocrático (y coercitivo, claro) llamado Iglesia… Con la consolidación de la Iglesia como autoridad jerárquica y como institución, esas comunidades se convirtieron en otra cosa, aunque su imagen potente perdurará por siglos, alimentará diversas herejías (o “cuasi herejías”).

Por ejemplo, tenemos el caso de Ulrico Zuinglio [1484-1531] que planteó, para las cristianas y los cristianos de su tiempo, una comunidad política que retomara las formas de la sociedad cristiana originaria. Hay muchísimos ejemplos de este tipo.    

La imagen de las primeras comunidades cristianas seguirá siendo una referencia importante de modelo antijerárquico, deliberativo, de autogestión y de autogobierno. La Comuna de París de 1871, no resulta ajena a esta imagen. Rosa Luxemburgo dará cuenta de ella.

La organización comunitaria ha sido y sigue siendo un paradigma de organización social, pedagógica y política para algunas y algunos cristianos. Valga el ejemplo del modelo práctico de las Comunidades Eclesiales de Base.  

Conviene aclarar que nuestro planteo carece de pretensiones teológicas y es absolutamente profano en un doble sentido: por no ser nuestra opinión la de un especialista y porque no consideramos el plano de una historia sagrada o trascendental. Nosotros no creemos en las acciones divinas, ni nos seduce ningún misticismo trascendental. De todos modos, sabemos que la dualidad entre lo profano y lo sagrado carece de sentido. En el caso de existir una historia sagrada, de ningún modo estaría separada de la historia profana. Un mensaje salvífico no debería tolerar la deshistorización. Entre otras cosas porque la realidad social no es indiferente a la condición humana. Los llamados valores interiores o individuales nunca se realizan al margen de la historia.    

Pero la idea, o la metáfora, de que Dios solo se realiza como amor en una comunidad humana que se dedica a seguir el ejemplo de Cristo es muy potente. Lo mismo podemos plantear respecto del amor a Cristo como un ideal que exige amar al prójimo del mismo modo que él los amó (y erradicar las ansias de lucro y de beneficios individuales), esto es: buscar a Dios en la otra/otro/otre y no en tanto en la Iglesia-institución.

También podemos tener en cuenta el principio de la creación del hombre a imagen de Dios, o la misma idea de la encarnación. Finalmente, también está la idea de la comunidad de las, los y les pobres como lugar teológico fundamental y como el ámbito principal de una dialéctica de la acción, de una praxis liberadora o salvadora. “Arranca al oprimido de la mano del opresor y no te acobardes al hacer justicia”, dice el Eclesiástico [capítulo 4, versículo 9].

No podemos soslayar esas ideas, o esas metáforas. Están asociadas a los aspectos de la religión que no nos parecen enajenantes, entre otras cosas porque remiten a una concepción horizontal, comunitaria e intramundana de la salvación, a una apertura hermenéutica. Al mismo tiempo, esos aspectos muestran que la religión no siempre es una compensación frente a la frustración política de los pueblos y que, en ciertas circunstancias históricas, puede contribuir a la formación de una conciencia social crítica.  Resuena en nuestros oídos esa sentencia de la Teología de la liberación: “no hay historia de salvación sin salvación en la historia”.

Se impone un interrogante: en el caso de la comunidad autoorganizada, ¿qué elementos simbólicos pueden jugar la función que jugaba en las comunidades cristianas la presencia invisible de Cristo y la vivencia comunitaria de la fe? Bueno… hay que pensarlo muy bien. Estamos pensando en elementos generadores de lazos humanos. Elementos laicos, o religiosos, pero en un sentido no eclesial, no teocrático, elementos ajenos al fanatismo religioso que solo sirve para la manipulación.

Finalmente, el capitalismo, como sistema cristalizador de todos los egoísmos en estructuras permanentes, no deja de ser un gran pecado estructural. Volviendo al Eclesiástico: hoy más que nunca, al profundizar sus costados expropiadores (además de los explotadores), el capitalismo viola el precepto bíblico de no quitarle al pobre su subsistencia. [capítulo 4, versículo 1].  

Ignacio Ellacuría hablaba de estructuras sociales e históricas que eran objetivación del pecado y de estructuras sociales e históricas que eran objetivación de la gracia.[10] Pues bien, la comunidad autoorganizada puede verse como una forma de esta segunda objetivación.  

En la misma línea que la pregunta anterior: ¿en la idea de comunidad, no hay algo de la vieja idea romántica del retorno a un pasado idealizado?

Esa idea se manifiesta en algunas visiones comunalistas o, también, aunque de un modo totalmente diferente, en algunos sueños fordistas de la izquierda. Esa idea no deja de ser parte de una tradición política occidental. Por cierto, está presente desde Platón. La idea del buen salvaje, de la inocencia paradisíaca, de una edad de oro, de la supuesta plenitud del estado de naturaleza, o de una consustancialidad de los seres humanos entre sí y con la naturaleza en las sociedades llamadas primitivas (un término equívoco como pocos), el mito de la pureza original, atraviesa buena parte de la cultura política occidental. La izquierda, desde Jean Jacques Rousseau primero, y desde Karl Marx después, en reiteradas ocasiones ha puesto el énfasis en el carácter rebelde de ese salvajismo, de esa consustancialidad y de esa naturaleza. Por cierto, considero que ese gesto fue muy productivo, entre otras cosas porque contrarrestó la impronta positivista y racionalista de la izquierda.

Pero no se trata de restablecer un estado anterior o de volver atrás hacia un pasado cosificado. No conviene lamentarse por una supuesta naturalidad perdida. No sirve idealizar entidades (cuerpos orgánicos) que se asemejan a las formas precapitalistas o capitalistas vintage. Eso sería sumamente enajenante. Porque buscaría fundar la legitimidad histórica de la comunidad autoorganizada en una especie de exterioridad presistémica. En un artículo reciente titulado “Guerras y fascismos”, Iñaki Gil de San Vicente lo expresaba de manera clara y sintética en términos teóricos: “la crisis de la subsunción real sólo puede ser resuelta superando sus causas (…) nunca retrocediendo a la subsunción formal…”.[11] La comunidad autoorganizada no pretende ser restaurativa. No necesariamente hay que apelar a la inmediatez precapitalista para pensar la abolición de la escisión entre cuerpos concretos y fuerza de trabajo. Bueno, ese es un desafío para el socialismo al que aspiramos.

Otra cosa bien diferente a la nostalgia romántica es la búsqueda de inspiración en los futuros derrotados de la historia. Futuros que en el pasado fueron bloqueados o destruidos por el poder y que no pudieron desarrollar sus capacidades de invención social, institucional y tecnológica. Esos futuros muertos vagan como fantasmas.

Hace muchos años, en un libro muy controversial y áspero, Economía Libidinal, Jean François Lyotard[12] decía que no había un afuera del capitalismo. Puede ser verdad. Pero lo que nos importa es que al interior al capitalismo hay algo disfuncional o, por lo menos, no del todo funcional, digamos: una convivencia en malos términos. O sea, en el adentro de este mundo desafortunado, habita lo autónomo, lo independiente (socialmente hablando) en sus formas más variadas. Habita, pues, lo disruptivo que instituye la posibilidad de un afuera (o de algo que puede pensarse como un afuera, como una referencia exterior). Esas instancias disruptivas resisten la mutilación a la que nos somete el capital. No son solo islas terapéuticas en el medio de un océano de enfermedad, no son jardines cerrados, sino que son, como decíamos antes, espacios inmanentes-trascendentes, donde la utopía posee fuerza dialéctica y, por ende, no está desligada de las potencialidades del presente; en fin, se trata de espacios capaces de incendiar el océano.

A eso le llamamos comunidad autoorganizada. Podríamos decir: en Nuestra América hay muchos afuera en los adentros. Y no se trata de lugares a los que hay que regresar porque nunca nos hemos ido. Siempre estuvimos allí. O los tuvimos bien cerca. La realidad empírica muestra que hay múltiples prácticas, lógicas, en fin: praxis de las clases subalternas y oprimidas, praxis no regidas por la ley de valor y no ganadas por el ego capitalista. Están ahí, conteniendo una referencia exterior que apuntala la idea emancipatoria y alienta procesos de liberación, aunque la narrativa hegemónica no las reconozca. Aunque no parezca, aunque no siempre nos demos cuenta, nuestra realidad tiene costados subversivos. La insuficiencia de nuestros medios no es tan absoluta como parece.

La comunidad autoorganizada está adentro y afuera de los marcos del principio de realidad establecido, así puede trascenderlos y generar las condiciones para pensar otro principio de realidad. La burguesía, por su parte, tiene solo una existencia interna (dentro del sistema capitalista), por lo tanto, no puede trascenderse, solo puede degradarse y es lo que está sucediendo. La ultraderecha expresa política y culturalmente esa decadencia. Entonces, no pensamos la comunidad autoorganizada en términos de anterioridad y exterioridad, sino en términos de presente e interioridad.

¿Entonces no hay paraísos perdidos?

Creo que era Jorge Luís Borges quien decía que los paraísos perdidos son los únicos paraísos no vedados a los seres humanos. Yo creo que hay paraísos que no son los paraísos perdidos y que no están vedados a los seres humanos. Por lo menos si consideramos paraísos de escalas más modestas, no tan sobrecargados de responsabilidades. Porque las representaciones del paraíso, por ejemplo, las que están inspiradas en antiguos libros sagrados, suelen ser muy exigentes ¿verdad? Aquí debemos considerar a los paraísos de entrecasa. Es decir, existen representaciones vinculantes del entorno social no regidas por el capital.

No nos interesan los paraísos perdidos sino los paraísos inadvertidos. Paraísos inadvertidos que además están siendo amenazados por las lógicas expropiatorias del capitalismo, cercados por un sistema perverso y destructivo. La comunidad autoorganizada es, en buena medida, el paraíso inadvertido. Ese resto de socialidad solidaria (con sus lazos afectivos y libidinales) que nos queda y sobre la cual tendremos que fundar la nueva sociedad y una nueva humanidad variopinta. Son lugares y/o situaciones que nos muestran la posibilidad de que la razón y la sensualidad se reconcilien.

Decimos: hay en la sociedad actual tendencias espontáneas que rechazan las necesidades impuestas por la sociedad capitalista y anuncian una ruptura con la civilización del capital, con la sociedad represiva. Sectores que están relativamente libres de las necesidades dominantes en una sociedad represiva. Claramente, los paraísos inadvertidos son paraísos interiores concretos. Estos pueden adquirir potencialidades inusitadas cuando se retroalimentación con la imagen de los paraísos exteriores ideales.

En términos kantianos: lo posible debe contener, para ser verdaderamente posible, (además de una formalidad lógica de su no contradicción) una existencia, una realidad, un dato: eso es la comunidad autoorganizada. La existencia real, el dato concreto que contiene un posible emancipador y liberador. Entonces, la comunidad autoorganizada remite a las condiciones que hacen posible que los seres humanos podamos ganarle al principio del mal que nos habita. Pero además está la posibilidad de construir comunidad. La comunidad autoorganizada ejerce funciones preparatorias.

Eso que dices está en la línea de la frase de Ítalo Calvino en Las ciudades invisibles. La frase con la que introduces el libro. La traigo a colación: “El infierno de los vivos no es algo que será; hay uno aquí, el infierno que habitamos todos los días, que formamos estando juntos. Dos maneras hay de no sufrirlo. La primera es fácil para muchos: aceptar el infierno y volverse parte de él hasta el punto de no verlo más. La segunda es peligrosa y exige atención y aprendizaje continuos: buscar y saber reconocer quién y qué, en medio del infierno, no es infierno, y hacerlo durar y darle espacio…”

Sí, de acuerdo. La segunda manera de no sufrir el infierno que propone Calvino expresa el núcleo descarnado de la idea de la comunidad autoorganizada. Pienso ahora que el libro es un intento de desarrollar esa segunda manera, un ejercicio literario para darle un cuerpo teórico, político, histórico. Esa segunda manera, claro está, exige militancia. Exige un tipo especial de militancia, compenetrada con estrategias de conocimiento en la praxis, dispuesta a cabalgar algunas tendencias espontáneas.

La izquierda anticapitalista (¿acaso hay otra?), en líneas generales, no ha puesto demasiado empeño en buscar y reconocer quién y que, en medio del infierno, no es infierno. Presupone un sujeto ready made y con eso le basta. Le asigna un rol casi mesiánico. Después aspira a dirigirlo y a “esclarecerlo”. Asume la tarea imposible (e innecesaria y hasta contraproducente) de componerlo como un cuerpo armonioso o bello. La izquierda, también, está inhibida por sus prejuicios políticos e ideológicos. Vive paralizada por el temor de perder la que considera su condición más preciada, prácticamente la única: preservarse como reserva moral. A veces tengo la sensación de que los esfuerzos por mantener el carácter puro e incontaminado de los ideales (¿o en realidad de un dogma que además es anacrónico?) puede pensarse como una forma de compensación de la impotencia política. Paradójicamente la izquierda cae en una posición inmoral, termina atrincherándose en el lugar ético de la inoperancia. Mientras sueña con la megalópolis vanguardista perfecta no da cuenta de los parajes vanguardistas reales, medio desprolijos eso sí, pero bien reales. Mientras se aferra a un programa preconcebido e inviolable frena la construcción colectiva y, desde abajo, de un programa realista.

En fin, a la izquierda le cuesta desarrollar las praxis más adecuadas para hacer durar y darle espacio a los fragmentos que no son infierno: fragmentos de socialidad alternativa, pedazos de la nación desde abajo, pequeños territorios de tierra prometida, experiencias reales de modificación del mundo y de la vida, experiencias de autodeterminación, etc. Esto de hacer durar y darle espacio a los fragmentos que no son infierno exige una praxis de desciframiento colectivo de la realidad social y, al mismo tiempo, permite que surjan nuevas significaciones. A la izquierda le cuesta asumir esos objetivos como fundamento de su política.  Le cuesta percibir el carácter revelador de las ceremonias de las y los de abajo. Por las dudas, aclaro: nos cuesta. Esta crítica es una autocrítica. Yo formo parte de ese universo extenso y variopinto de la izquierda.    

Bien… De acuerdo. ¿Pero alcanza con eso para confrontar con el poder de las megaempresas, de las grandes corporaciones, en fin, con el poder del capitalismo? ¿No crees que es necesaria una alternativa, concretamente: una alternativa política?

Bueno… yo creo que sí. Es indispensable una perspectiva que torne evidentes, para la sociedad toda, los males de este tiempo. Son necesarios unos modos de enlace que den forma a lo atomizado, que generen un sentido político compartido para lo paralelo. Algo así como un común emancipatorio no basado en la uniformidad y que haga posible una totalidad fecunda y fecundante. Lo particular sensible está, pero falta la voluntad general (que no se fagocite o excluya a las sensibilidades).

Es necesaria una alternativa articuladora de singularidades. Una red capaz de combinar energías y tramar sentidos liberadores. Necesitamos nuevos mitos articuladores. Necesitamos una conciencia lúcida que no se refugie en la seguridad de los reductos exclusivos y aporte al conjunto de las clases subalternas y oprimidas.

Es indispensable contar con un nuevo universalismo emancipador, al estilo de los universalismos liberal-republicano (en los siglos XVIII y XIX) y socialista-comunista (en el siglo XX). Al margen de sus contenidos específicos, ambos funcionaron como credos trascendentes y manantiales globales de sentido para las y los de abajo. Instituyeron horizontes generales.

Tal vez, en el tiempo que viene, Nuestra América tenga el rol principal en la creación de ese nuevo universalismo emancipador. De ser así, y a diferencia de lo que ocurrió en los últimos siglos, ya no tendremos que apelar tanto a la traducción y a la aclimatación. Por su puesto, es necesaria una alternativa política que motorice una dialéctica de la liberación.

Si queremos evitar ser arrasados por la voracidad del capital debemos pensar en términos estratégicos.

El proletariado extenso, en especial precariado (antes, desde ciertas visiones, se lo denominaba subproletariado urbano), carece de expresión política. La izquierda no encuentra el modo de erigirse en la expresión política de ese universo social tan complejo, mientras la versión filo-burguesa de la tradición nacional-popular solo sabe de representaciones políticas inadecuadas y moralizantes, representaciones que asignan invariablemente roles subordinados a las clases populares y encumbran a figuras políticas convencionales, flojas de convicciones; dirigencias políticas profesionalizadas, especializadas en surfear de la realidad. Entonces, sobreviene el fatalismo.

Una parte de la izquierda, el grueso de la izquierda partidaria te diría, sobreestima el problema de la dirección y subestima el problema del auto-desarrollo del sujeto. De ahí, considero, se derivan la idealización de la función del partido: el liderazgo es todo y el autodesarrollo del sujeto es secundario.  

En sus expresiones más soberbias (que, al mismo tiempo, suelen ser las más ingenuas) la izquierda y la versión filoburguesa de la tradición nacional-popular, creen encarnar la alternativa al orden que afronta su crisis terminal, pero, en realidad, solo ofrecen variantes perimidas de ese mismo orden.     

Nosotros creemos que, de cara a este objetivo principal, no son adecuados los viejos órganos totalizadores y unificadores como, por ejemplo, el partido marxista-leninista erigido en un “otro” que viene a conjurar la incapacidad de acción del sujeto subalterno y oprimido. Los discursos de izquierda no logran desprenderse del todo de sus contenidos dirigistas y disciplinarios. En la retórica de la izquierda, a veces, se desliza una especie de violencia letrada… ¿verdad?  

Como quedó demostrado, tampoco sirven los frentes nacionales-populares que no son tales, sino alianzas políticas ambiguas e inestables; unidades construidas a partir de aspectos puramente negativos y reactivos, hegemonizadas y conducidas por alguna fracción de la clase dominante. Esos frentes nacionales-populares presentan dosis de nacionalismo insuficiente (y, en buena medida, retórico y hasta patriotero), que no alcanzan para afirmar la propia identidad frente a los poderes imperiales y/o transnacionales y no consiguen avances significativos en materia de autonomía nacional y regional. En cuando al contenido popular: está siempre recortado, subordinado a onerosas transacciones con la clase dominante. El proyecto de una vida digna en un planeta habitable exige intervenciones drásticas, por ejemplo, en las relaciones de propiedad y en las lógicas de la acumulación capitalista. Claro está: exige de un tipo de unidad socio-política menos laxa, construida a partir de aspectos positivos. Sin amores ni odios sustitutivos. En fin, por algo las formas tradicionales de la mediación política y sus aparatos están en crisis. Una crisis que es axiológica, teórica y práctica.

No estamos abjurando, por un absurdo principismo, ni de la forma partido ni de la forma frente nacional-popular. No descartamos la posibilidad de una reformulación de cada una de ellas. Pero debemos pensar-hacer otras formas de totalizar y unificar, desde abajo; otras formas colectivas de pensar-actuar, capaces de multiplicarse y de desencadenar procesos de ruptura y liberación; otras mediaciones de carácter transitorio.

Hace falta trazar un proyecto global que desborde los programas democráticos convencionales. Un proyecto que recupere el insigne objetivo de expropiar a los expropiadores. Un proyecto de poder. Queda claro que no consideramos al poder como algo del orden de lo patológico. Ocupamos buena parte de nuestra vida militante (nuestra vida en general) agitando la consigna del poder popular. Consideramos que sin ese tipo de proyecto es imposible comprender las contradicciones del capitalismo en su totalidad. Sin ese proyecto la insurrección deviene abstracción o insurreccionalismo y la rebeldía se queda sin causa capaz de trascender lo individual.

Creemos también que es indispensable hallar una forma de ser que permita la realización de todas las potencialidades de las comunidades autoorganizadas (y de todas las organizaciones populares). Aclaramos: realizar las potencialidades de las comunidades autoorganizadas, no realizar un ideal abstracto. De cara a ese objetivo, no sirven los esquemas políticos clásicos que tienden a interpelar a minorías. En fin, ese es otro tema. Por ahora solo tenemos la negación de lo existente. Para empezar, no está mal. En la negación misma se encuentra ya lo positivo. Es cierto que las verdades emancipatorias y liberadoras deben ser construidas colectivamente. Pero también es cierto que esas verdades no se construyen de la nada. La realidad de las comunidades autoorganizadas presenta insumos muy valiosos: retazos de esas verdades.

Me corrijo, tenemos algo más que la negación de lo existente. Hace tiempo que contamos con experiencias que han instalado la posibilidad de que el pueblo gestione su vida y sus sueños. Experiencias que nos aproximan a una visión emancipadora integral.

Por ejemplo, las comunas venezolanas, han planteado el horizonte del Estado comunal y el paradigma de la democracia comunal que, entre otras cosas, han puesto en evidencia las falencias del viejo Estado y de la democracia convencional. También han puesto en evidencia las limitaciones del actual gobierno como sostén de un proyecto emancipatorio radical. Dicho esto, al margen de las consideraciones geopolíticas sobre las que no hay mucho que discutir si se parte del reconocimiento del hecho imperialista y de la realidad del neocolonialismo. En ese aparente oxímoron del Estado comunal subyace una clave dialéctica que puede ser muy productiva.    

Por supuesto, también está el ejemplo del neozapatismo mexicano, con sus Caracoles y sus Juntas de Buen Gobierno; del Partido de los Trabajadores de Kurdistán y su confederalismo democrático; del Movimiento de los Trabajadores Rurales Sin Tierra del Brasil, entre otros. Asimismo, cabe destacar algunas iniciativas político-sociales como el Congreso de los Pueblos de Colombia o Ciudad Futura en la ciudad de Rosario, en Argentina. Hay muchos ejemplos más. Sería muy largo de enumerar.

Finalmente, contamos con una referencia importantísima a nivel mundial: la Red Internacional por la Democracia Comunal, que celebrará su Tercer Congreso en Barcelona, a fines de octubre de este año, Participan de esta Red organizaciones de varios países: de Argentina, Cataluña, Chile, Colombia, Euskal Herria, Kurdistán, México, Venezuela, entre otros. Todas las organizaciones que integran la Red se sustentan y promueven valores como la solidaridad, la cooperación, la autogestión, la empatía, la fraternidad, la generosidad, la ayuda mutua, la colaboración y co-implicación. Todas están abocadas a la construcción de comunidad autoorganizada y poder popular, por distintos medios y en distintas esferas del quehacer.  

¿Quieres agregar algo más?

Solo una cosa más que no mencioné antes, por lo menos no de manera explícita. Las comunidades autoorganizadas son las realidades concretas que pueden contrarrestar los efectos de la apariencia engañosa impuesta por el sistema capitalista, esa que presenta a las personas radicalmente separadas unas de de las otras, en especial a todas aquellas que no llevan existencias materiales y sociales opuestas. Pero es fundamental que la comunidad autoorganizada, como sujeto, pueda racionalizar sus propias potencialidades. Solo así madurará y podrá convertirse en una fuerza histórica real.  

Hasta aquí la conversación con Miguel Mazzeo. En verdad no sé qué pondrá cuando llena la papeleta de un hotel. La verdad es que tampoco sé si ese antiguo requisito se estará pidiendo. ¿Escritor, catedrático, doctor, latinoamericanista, poeta, agitador cultural, militante popular? Miguel se ha hecho un nombre en Latinoamérica por ir desentrañando los hilos de una madeja confusa que los detentores de “la verdad absoluta” han tratado de imponer. Una voz clara y potente para nuestro continente. 
Ciudad Autónoma de Buenos Aires, septiembre de 2024

Hugo Vera Miranda: (Puerto Natales, Chile, 1951).

Narrador, poeta y periodista. Cursó estudios de psicología. Ha sido librero y editor de varias revistas literarias. Compositor de letras de Rock. Autor del poemario El tigre de la memoria, (Santiago de Chile, La calabaza del diablo, 2005), obra ampliamente divulgada por revistas nacionales y extranjeras, cuyos versos han sido traducidos al inglés, al italiano y al portugués. También es autor de los libros de relatos Inmaculada decepción (Caracas, fundación editorial El perro y la rana, 2016) y Milodón City Cha Cha Cha (Inédito). En 2012 la cineasta Magdalena Chacón filmó el cortometraje sobre su vida: “Sólo tu, yo y el asombro”, premiado en el Festival de Cine de Mujeres, en Santiago de Chile; y en el Festival de Documentales de Antofagasta. Durante años fue factotum y principal animador de los blogs: “La inmaculada decepción y “Milodon Ciy Cha Cha Cha”.     


[1] Véase: Fals Borda, Orlando, La subversión en Colombia. El cambio social en la historia, Bogotá, FICA-CEPA, 2008.

[2] Véase: Reich, Wilhelm, Análisis del carácter, Buenos Aires, Pâidos, 1957, p. 227. 

[3] Véase: Reich, Wilhelm, op. cit. Según Reich lo que caracteriza al individuo agobiado por la plaga emocional es “la contradicción entre el intenso anhelo de vida y la incapacidad de encontrar una correspondiente satisfacción en la vida”, p. 221.  (Itálicas en el original).  

[4] Véase: Benjamín, Walter, Discursos Interrumpidos I, Buenos Aires, Taurus, 1989.

[5] Bolaño, Roberto, Los detectives salvajes, Buenos Aires, Alfaguara, 2023, p. 593.

[6] Fraser, Nancy, Capitalismo caníbal. Qué hacer con el sistema que devora la democracia y el planeta, y hasta pone el peligro su propia existencia, Buenos Aires, Siglo XXI Editores, 2023, pp. 11 y 12.  

[7] Ibidem, p. 46.

[8] Marcuse, Herbert, El final de la utopía, Buenos Aires, Barcelona, Planeta-Agostini, 1986.

[9] Troeltsch, Ernest, The social teaching of the christian churches, London, Allen & Unwin, 1931, Vol. I, pp. 80-82. Citado por: Martín-Baró, Ignacio, Psicología de la liberación, Madrid, Editorial Trotta, 1998, p. 205. 

[10] Véase: Ellacuría, Ignacio: “Historicidad de la salvación cristiana”. En: Ellacuría, Ignacio y Sobrino, John (editores), Mysteriuym liberationis. Conceptos fundamentales de la teología de la liberación, Madrid, Trotta y San Salvador: UCA Editores, Volumen 1, 1990, p. 356.     

[11] Gil de San Vicente, Iñaki: “Guerras y Fascismos”. En: https://rebelión.org/guerras-y-fascismos/ 

[12] Veáse: Lyotard, Jean-François, Economía libidinal, Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 1990.