MALESTAR EN LA POLÍTICA. LA COMUNIDAD (AUTO)ORGANIZADA
Por Miguel Mazzeo
El presente artículo forma parte del libro (inédito): La comunidad (auto)organizada. Notas para repensar una política popular, de Miguel Mazzeo.
«Retomando la definición freudiana del malestar, sostenemos que el descontento que no puede reconocer sus verdaderas motivaciones y que apela a las motivaciones falsas sólo genera indignación, es decir: produce indignados e indignadas. Produce sujetos enojados, enfurecidos porque su dignidad ha sido pisoteada. Produce hechos disgregados y episódicos, no acontecimientos instituyentes, fundacionales».
Lo “normal” sólo se manifiesta plenamente tal y como es mediante una acción que se oponga a ello, por ejemplo, a través de una acción “anormal”, “extremista” o revolucionaria. Cuando lo normal es privado así de su normalidad, la sensación que se tiene de ser excepcional se extiende más allá de uno mismo hasta abarcar la totalidad del momento histórico que se está viviendo
John Berger, Un séptimo hombre.
La crisis de las instituciones burguesas tradicionales y el desinterés por la política o, lisa y llanamente, el rechazo a “la política” por parte de las clases subalternas y oprimidas (y también de otras clases y fracciones de clase) pueden verse como efectos y síntomas de la acumulación de resentimiento pasivo y generalizado, como la expresión de un repudio espontáneo a la objetividad social y política impuesta por las clases dominantes y el capital e instituida por el Estado. Una objetividad enajenante que cosifica la política y la reduce a un fenómeno ideológico.
El apolicitismo de las clases subalternas y oprimidas no es “natural”, tampoco la inseguridad respecto de sus intereses, ambos son producidos socialmente, históricamente. Vale señalar que todo lo que el “realismo capitalista” considera “natural” es, en verdad, arbitrario; lo que presenta como impersonal es voluntario, lo que considera evidente es dudoso.
Dado que es esta misma objetividad la que produce y reproduce la autoenajenación, el analfabetismo político y la idiotez moral en el seno de la sociedad, es lógico que los cuestionamientos y las resistencias a la misma no se expresen usualmente en discursos teóricos coherentes y autosuficientes. Por el contrario, en este aspecto, gobierna la confusión. Son comunes los lenguajes defensivos; los estados de angustiante extrañeza, de melancolía y de impotencia social; los estallidos de furia e irritación; los momentos autodestructivos, o, por lo menos, una toma de distancia por simple prudencia relacional, por sospecha de la presencia de elementos altamente contaminantes en el ámbito de lo interhumano.
En “Malestar en la cultura”, un texto del año 1929, Sigmund Freud proponía una idea del malestar como la expresión de un descontento que no puede reconocer sus verdaderas motivaciones y que, justamente por eso, en sus ansias de suprimirlo, apela a las motivaciones falsas y a los hábitos rutinarios, repetitivos y farsescos; relativamente cómodos pero absolutamente ineficaces porque no son compensadores. De este modo, la insatisfacción es el corolario inevitable del malestar.
El malestar en la política, en buena medida, es una reacción desesperada de seres humanos atrapados en la banalidad, “privatizados”, “electoralizados”, “clientelizados”, “endeudados”, “financiarizados”, siempre individualizados y sometidos a la violencia simbólica implícita en el reconocimiento (no en la conciencia) de la sumisión, la manipulación y la humillación naturalizada. Seres humanos que padecen por la reducción de sus espacios individuales pero sin descubrir que la causa de esa reducción es la descomposición de los espacios colectivos. El malestar en la política también es efecto de nuestras dificultades para descifrar y contrarrestar la estrategia de poder del capital en su fase decadente.
El malestar en la política, entonces, está en íntima relación con un conjunto típico de nuestro tiempo que se caracteriza por combinar: una fase de crisis terminal y prolongada del capitalismo –el ocaso irremediable de un mundo y una civilización– con la ausencia de alternativas y con el miedo a las alternativas. Hace tiempo que convivimos con tres crisis entrelazadas, crisis que se retroalimentan: la crisis sistémica y civilizatoria del capitalismo, la crisis de la idea que plantea que una alternativa al capitalismo es posible y la crisis de los significados del socialismo. De esta triple crisis se derivan otras, en los más diversos órdenes: culturales, intelectuales, epistemológicos.
Identificamos los signos de un mundo que desfallece, pero… ¿acaso sabemos cuánto tiempo se prolongará la sombría tristeza de ese crepúsculo? ¿Qué hacer para que el sistema exhale el último suspiro? ¿Acaso el sistema podrá producir nuevas devociones? ¿Qué vendrá en su reemplazo? ¿En qué, en quiénes, depositará Occidente su confianza para perpetuarse? ¿Qué alternativa tenemos para ofrecer? ¿Qué nuevos significados del socialismo tenemos para convidar? ¿Cuál es el grado de seducción de esos significados?
¿De qué sirve constatar la desnudez del rey si este reina en un campo nudista? Nuestra supuesta clarividencia, pues, no sirve para nada. Mientras fatigamos páginas y páginas que nos hablan del estallido de las contradicciones inherentes al capitalismo, en porciones muy importantes del universo de las clases subalternas y oprimidas se multiplican los signos del pragmatismo o del escepticismo. La racionalidad neoliberal sigue haciendo su trabajo de zapa, colonizando las subjetividades, sembrando el fatalismo. Si para evitar un escenario de profundización y generalización de la barbarie en el corto plazo, si como respuesta a la brutalidad extrema del capitalismo sólo estamos preparados y preparadas para responder con el espanto y el horror, tal vez no nos quede otra cosa que reconocer, apesadumbrados y apesadumbradas, que lo mejor sería que las contradicciones del capitalismo no estallaran por ahora. Nuestra conciencia, entonces, es una conciencia desdichada.
El capitalismo no tiene conciencia de su decadencia. Y aunque nosotros y nosotras tal vez podamos acceder a esa conciencia, la verdad, triste e irrevocable, es que, por ahora, no estamos en condiciones de anunciar ningún advenimiento. Somos malos y malas profetas de la catástrofe. Malos y malas, porque nuestras profecías sólo remiten a unos análisis de larga duración que, por más lúcidos que sean, no restituyen ningún sentido en el abajo. Nuestras palabras resuenan en un mundo sin eco. Nuestros espacios, nuestras construcciones, nuestros colectivos, aunque sean formidables reservorios de dignidad, siguen siendo pobres en materia de promesa. ¿Para qué sirve la lucidez desencantada?
¿Cuáles son los significados actuales del socialismo? ¿Sirven acaso esos significados para instalar el socialismo como alternativa eficaz? Sin dudas, debemos recuperar críticamente muchos insumos del “antiguo régimen emancipatorio”, resignificarlos, ponerlos a tono con nuestro tiempo. Pero se trata, principalmente, de producir nuevas definiciones, nuevos sentidos y una idea del porvenir en retroalimentación con las praxis que restituyen, en el presente, alguna desproporción. ¿Cómo afrontar la fase terminal de la crisis del capital sin una idea del porvenir que sea lo suficientemente rotunda para inspirar a las praxis del presente, qué las provea de sentido y qué les insufle confianza?
Cómo no va a haber malestar en la política si el darwinismo social, el neomalthusianismo y la impiedad han sido exitosamente inoculados –y viajan como polizontes– en el deseo mismo de los desamparados y las desamparadas, quienes no pocas veces terminan militando un ultracapitalismo desde abajo y sosteniendo la prescindibilidad de una categoría de seres humanos que los y las incluye. Decir que el darwinismo social, el neomalthusianismo y la impiedad han sido exitosamente inoculados en el deseo, es lo mismo que decir que ya forman parte de la infraestructura.[1] Que la misantropía forma parte de la infraestructura.
Se viene dando así un fenómeno de sobreidentificación de las clases subalternas y oprimidas con el neoliberalismo que no responde necesariamente a cuestiones ideológicas. Esta sobreidentificación, en buena medida, responde a factores sub-ideológicos, por ejemplo: a ciertas formas de racionalización reaccionaria de las preferencias individuales. Asimismo, constituye un síntoma de la descomposición social con sus secuelas de miseria, individualismo y soledad. De más está decir que esta sobreidentificación es autodestructiva: ontológicamente autodestructiva. Porque en lugar de una identificación con las clases subalternas y oprimidas, promueve el desprecio hacia ellas, lo que no es más que una forma de auto-desprecio. En un terreno dominado por la resignación y el posibilismo, por el sadismo y la liviandad, por la falta de empatía con los otros y las otras, crece el activismo a favor del curso despiadado y absurdo de la historia. En ese terreno la derecha se mueve a sus anchas, crece y se reproduce.
El capitalismo desmitificado resultó ser más eficaz de lo que se suponía. Sus manifestaciones, cada vez más, coinciden con su “esencia”. Toda ciencia se torna limitada. Pero aún con su probada eficacia, este capitalismo desmitificado posee algunas fisuras.
La sobreidentificación de las clases subalternas y oprimidas con el neoliberalismo está signada por la fragilidad y puede convertirse, vertiginosamente, en desidentificación y dar curso al desarrollo de los imaginarios anticapitalistas. En los y las de abajo, la rebeldía, las ansias de comunicación, la solidaridad, en fin: las fuerzas germinales, están prestas a aflorar. ¿Qué acontecimientos podrán desencadenar esas energías contenidas? ¿Qué tipo de intervenciones se requieren para activar esas fuerzas?
Retomando la definición freudiana del malestar, sostenemos que el descontento que no puede reconocer sus verdaderas motivaciones y que apela a las motivaciones falsas sólo genera indignación, es decir: produce indignados e indignadas. Produce sujetos enojados, enfurecidos porque su dignidad ha sido pisoteada. Produce hechos disgregados y episódicos, no acontecimientos instituyentes, fundacionales. No necesariamente produce sujetos que conocen (o intuyen) el rostro y la forma de aquello que los humilla. No necesariamente genera sujetos conscientes de las causas de la situación que los perturba y de los mecanismos que hacen que su producción (en todos los órdenes: materiales, intelectuales, afectivos) y su deseo se canalicen en un sentido que atenta contra sus intereses. Tampoco produce sujetos comprometidos con un proyecto alternativo, sujetos orgullosos y confiados en sus capacidades para construir otros mundos, aunque se trate de sujetos conscientes capaces de reconocer los mecanismos que los constriñen y que alejan su deseo de sus intereses. En estos aspectos, entre otros, radican las grandes limitaciones de los llamados movimientos de indignados.
La última limitación señalada, la que nos plantea un hiato entre la conciencia y la acción eficaz, entre la conciencia y el futuro, afecta particularmente a las militancias de izquierda y populares en general, porque expone con crudeza el desamparo de la conciencia que no encuentra la forma de refrendarse. Un signo de nuestro tiempo es tanto la escasez de conciencia (o la falta de “concientización”, como se decía hace cincuenta años) como la presencia de una conciencia no refrendada.
En el mejor de los casos, el malestar en la política puede llegar a ser el estadio previo al conocimiento que deja de ser reconocimiento y pasa a ser conciencia social, política e histórica, “recomposición ontológica”, recuperación del ser en-sí y para-sí. Esto requiere el tránsito de la condición de víctima a la de antagonista en el marco de la guerra de clases más o menos encubierta lanzada por el capital. También demanda el pasaje de la conciencia no refrendada a la conciencia refrendada, de la mera extrapolación a la prefiguración.
En el peor de los casos, el malestar en la política puede llegar a ser la antesala de una especie de amnesia global, de un trance letárgico generalizado, de una rendición incondicional de la subjetividad, o para ser más gráficos todavía, de un: “Apocalipsis zombi”. No pretende ser jocunda esta apelación a la figura del zombi porque alude a la muerte social, a la pérdida de la voluntad y a la cosificación; a la creencia fundada en el reconocimiento del capital como una especie de hechicero que genera riqueza, que “da” trabajo; en fin: la figura del zombi se relaciona con el mito del trabajo y con las formas más variadas de la esclavitud –visibles o encubiertas, “artesanales” o “maquínicas”– pero con una muy especial: la forma que no deja resquicios para incubar la sublevación. Cabe recordar aquí que, para Aristóteles, lo que diferenciaba a un hombre libre de un esclavo era la posesión de facultades para deliberar y para decidir. Precisamente dos de las facultades más deterioradas por los procesos de financiarización. La zombificación es, por lo tanto, consecuencia del proceso reproductivo del capital.
En efecto, lanzados desde el conglomerado de las condiciones anímicas corrientes, desde la impotencia de una inteligencia subordinada, desde unas subjetividades moldeadas por la socialización capitalista y sus estructuras, desde la colonización de los imaginarios populares por parte de las clases dominantes, desde representaciones caóticas y desquiciadas de la realidad, dichos cuestionamientos suelen estar signados por la ambigüedad discursiva y no son extrañas las apelaciones a los tópicos reaccionarios más usuales que incluyen unas visiones naturalistas de la sociedad y el poder. Esta objetividad es el fundamento de la “pospolítica”, es decir: de la materialidad sin actividad práctica y humana, de la política sin política y gubernamentalizada; de la política desencarnada, sin experiencias, sin memoria colectiva, sin recreación de saberes, sin contradicciones sustantivas, sin indisciplina, sin trasgresión, sin pasión, sin deseo (comprendido como trascendencia humanizadora), sin vergüenza, sin arte, sin poesía, sin responsabilidad, sin sujeto, sin lucha de clases, sin ética, sin humanidad.
El escritor surcoreano Byung-Chul Han sostiene que el neoliberalismo, exacerbando lógicas propias del capitalismo, somete al amor a un proceso de “positivización”. De este modo el amor es “domesticado, convertido en una fórmula de consumo, como un producto sin riesgo ni atrevimiento, sin exceso ni locura. El sufrimiento y la pasión dejan paso a sentimientos agradables y excitaciones sin consecuencias”.[2] Lo mismo viene haciendo el neoliberalismo con la política.
El rechazo a la política, la “antipolítica”, puede asumir diferentes expresiones que van desde las variadas formas del neofascismo y los anhelos tecnocráticos a las vaguedades pseudolibertarias. En la mayoría de los casos este rechazo es un signo del hartazgo respecto de una objetividad ajena y agobiante que impide la autodeterminación del sujeto, su libre elección del modo de vivir en sociedad; también de la incomodidad que genera la sensación –o la intuición– de que lo decisivo ocurre en otro sitio, aunque la normalidad vigente establezca lo contrario. Hablamos de sensaciones o intuiciones porque no necesariamente se produce una constatación, teórica o empírica, de que lo “normal” no es otra cosa que lo “normativo”.
En las sociedades contemporáneas, con la profundización de las desigualdades en todos los órdenes, con la financiarización y la contrarrevolución neoliberal, con la constatación de las limitaciones del “progresismo realmente existente”, cada vez es más perceptible el pesimismo respecto de las posibilidades de un capitalismo “sano” y “humanizado” y de la democracia como forma-Estado en contextos capitalistas. Más allá de que ese pesimismo tienda a ser canalizado por el neofascismo, la ultraderecha y la derecha dizque libertaria y otras versiones grotescas de la barbarie del capital y de la conciencia aberrante, no se puede negar la naturaleza de sus manantiales. Justamente, estos canales presentan una doble dimensión.
Por un lado expresan fielmente las crecientes dificultades del capital para gestionar su crisis política sin apelar a prácticas cada vez más autoritarias, vulgares y violentas. Con la democracia hiperformalizada y vaciada, convertida en territorio de lobbies y “conforme al mercado”,asistimos al desmoronamiento de la apariencia de identidad inmediata entre sociedad civil y sociedad política que ha sido siempre funcional a las clases dominantes, entra en crisis la democracia como terreno de negociación institucionalizada de las condiciones de la dominación y la explotación capitalista, entra en crisis la “mera democracia”. Al mismo tiempo, se ensancha la brecha entre los formalismos de la democracia y el principio de la soberanía popular. Entonces, quedan flotando en el viento algunos interrogantes: ¿en qué consiste una política democrática? ¿Qué es la democracia?
Por otra parte, los canales mencionados constituyen una elocuente manifestación –una más– del inédito grado de alienación alcanzado por las sociedades contemporáneas. O sea, entran en crisis las formas aparentes; pero esto, por ahora, no tiene como correlato directo e inmediato la emergencia de una fuerza social y política que torne nombrables y perceptibles las propias vivencias de los y las de abajo y que ponga de manifiesto su voluntad de autodeterminación histórica, una fuerza con la capacidad de instituir la idea de una alternativa sistémica y fundar un futuro.
El malestar en la política se expresa, en buena medida, como un malestar en la democracia. La democracia (ni que decir de la República) termina siendo una sustantivización del capital financiero que ejerce un “decisionismo” que los críticos y las críticas de Carl Schmitt suelen pasar por alto y que sólo algunos schmittianos muy lúcidos y algunas schmittianas muy lúcidas logran captar. De ahí la importancia de hacer de la democracia una creación popular, una democracia socialista, para que esta no se consolide como superestructura del capital, para que no continúe degradándose y pervirtiéndose. ¿Tiene sentido sostener, en las actuales condiciones históricas, que la dimensión formal de la democracia es una condición para el despliegue –a posteriori– de su dimensión sustantiva?
El proceso de hiperformalización de la democracia conspira contra la democracia y puede verse como un signo de la incompatibilidad de la democracia con la profundización de la polarización socio-económica. Se vienen acumulando evidencias de que la desigualdad económica y social resulta incompatible con la participación popular en las decisiones políticas más significativas. De este modo, la democracia se va delineando como una forma que obstaculiza los impulsos hacia la emancipación de los y las de abajo; como una forma que se fagocita el contenido más significativo, que anula el sentido más relevante. Para hacer posible la democracia, debemos favorecer una reabsorción de la misma en el mundo plebeyo, un mundo amorfo y caótico, plagado de flujos de producción deseante y de posibilidades creativas; al tiempo que debemos alejarla de los dispositivos formalizadores. Sin autodeterminación popular de los fines, sin autogestión y co-gestión popular de los medios, sin autogobierno de base, la democracia no tiene destino. La democracia será anticapitalista o no será.
Asimismo, el malestar en la política, expresa un cúmulo de dificultades de los movimientos sociales y las organizaciones populares para desarrollar las funciones crítico-prácticas que pongan en evidencia el carácter de la objetividad instituida y que esbocen una alternativa a la misma. Por lo tanto, hay malestar por las dificultades que se presentan a la hora de exceder la antinomia que condena a las clases subalternas y oprimidas a optar entre Escila y Caribdis.[3] Malestar por no poder producir los actos positivos que alejan el miedo y que enraízan al pueblo con la historia y con la vida. Malestar por no dar con un par de preguntas adecuadas. Malestar por impotencia.
También hay malestar en la política porque los espacios propios del pueblo son endebles ante el poder de las clases dominantes, de las grandes corporaciones, del capital financiero, del Imperio. Un poder que parece invulnerable. Freud consideraba que una de las tres fuentes de infelicidad era “la insuficiencia de nuestros métodos para regular las relaciones humanas en la familia, el Estado y la sociedad”.[4] Podríamos agregar que el malestar en la política, desde la situación de las clases subalternas y oprimidas, responde al hecho de no poder hallar las “formas propias” con potencialidad para generar, de abajo hacia arriba, “nuevo Estado” y “nueva sociedad globalizable”.
Entonces, el malestar en la política es la huella del descontento sin politización; del hambre sin politización; de la inestabilidad, la locura, la depresión, el amor y el odio sin politización. Sin politización en un sentido radical, esto es: una politización de todos los desórdenes y de todas las anomalías. Sin politización entendida, al modo gramsciano, como “espíritu de escisión”, como ruptura radical con la visión del mundo y los valores de las clases dominantes.
El malestar en la política es un signo del hastío respecto de una práctica poco significativa que se agota en el mundo de las apariencias, que no llega a convertirse en praxis y en diferencia radical o resistencia autoconciente. Hastío de la política como simulacro, como una maquina trituradora de toda libido que no esté orientada al consumo. Este malestar también es la cifra de una politización a medias, superficial, vertical, que idealiza las “armas melladas” del capitalismo y que hace de ellas un horizonte.
Hay malestar en la política porque hay frustración política derivada, tanto del abandono de la responsabilidad comunitaria como de la perdida o la renuncia a la autonomía colectiva. Hablamos de autonomía colectiva, de clase, en contraposición a la noción de autonomía característica del neoliberalismo, una autonomía individualista concebida como un ideal moral. Según Judith Butler, la “moralidad individualizadora que convierte en norma la autonomía económica justamente en unas condiciones en que la autosuficiencia es cada vez más inviable”,[5] es otra fuente de frustración política y, por ende, de malestar.
Hay malestar en la política porque la porosidad del capital está tan pero tan desarrollada que se ha esparcido por el territorio de nuestros propósitos existenciales, en nuestros mismos sueños, recortándonos las zonas que todavía preservamos relativamente autónomas. En algún grado, hemos interiorizado las exigencias de autovalorización del valor.
Hay malestar en la política porque franjas extensas de las clases subalternas y oprimidas apelan al consuelo suministrado por la pseudo ciudadanía por consumo y/o por las nuevas supersticiones religiosas cada vez más duchas en las artes de la deformación de la realidad y en la creación de delirios colectivos de enorme eficacia política.
Hay malestar en la política porque las prescripciones de las pseudo ciencias y la autoayuda y las estrategias de redención individual no sirven para nada y porque el sentido crítico y la política contraalienante y desalienante no asoman en el horizonte.
La rebelión es el único antídoto contra el malestar en la política, porque al producir una fisura en la dominación, directa o indirectamente, instituye la posibilidad de una alternativa.
[1] Deleuze, Gilles y Guattari, Félix, El AntiEdipo. Capitalismo y esquizofrenia, Buenos Aires, Paidós, 2019, p. 113.
[2] Byung- Chul Han, La agonía de Eros, Buenos Aires, Herder, 2017, p. 33.
[3] Escila y Caribdis son personajes de la Odisea. La primera es un monstruo marino con torso de mujer y cola de pez con seis cabezas de perros con dientes enormes y afilados. El segundo es un remolino poderoso capaz de tragarse un barco entero. Como una y otro se ubicaban a los lados de un estrecho, si las embarcaciones que intentaban atravesarlo se alejaban de la primera corrían el riesgo de caer en el segundo y viceversa.
[4] Freud, Sigmund: “Malestar en la cultura”. En: Freud, Sigmund, Obras completas, Volumen XXI (1927-31), Buenos Aires, Amorrortu, 1992, p. 3031. Las otras dos fuentes de infelicidad identificadas por Freud eran la “supremacía de la naturaleza” y “la caducidad de nuestro cuerpo”.
[5] Butler, Judith, Cuerpos aliados y lucha política. Hacia una teoría performativa de la asamblea, Buenos Aires, Paidós, pp. 25.