EL PRESTIGIO DE LA ANOMALÍA. LA COMUNIDAD AUTO(ORGANIZADA)

Por Miguel Mazzeo

«¿Por qué otorgarle tanto crédito a esa objetividad que, en el mejor de los casos, sólo aspira a hacer soportables las desigualdades sociales y no a suprimirlas?»

«El ser de izquierda, el ser revolucionario, se define por la función crítico-práctica (ética y científica) de denunciar, explicar, profanar y transformar esta objetividad social y política impuesta por las clases dominantes y el capital e instituida por el Estado capitalista».

El presente artículo forma parte del libro (inédito): La comunidad (auto)organizada. Notas para repensar una política popular, de Miguel Mazzeo.

Ninguna idea nueva triunfa por sí sola, aunque lo merezca.

Aquiles Nazoa

El desarrollo de unas funciones emancipatorias y el esbozo de una alternativa sistémica y civilizatoria exigen la recomposición del prestigio de la anomalía. La capacidad de reconocer las intenciones en las acciones; el intento de comprender lo humano desde lo comunitario como socialidad extensa o la vocación de los y las de abajo por erigirse en sujetos autónomos y antagonistas, competentes para moldear su organización social imprimiéndole formatos particulares; de por sí, constituyen una anomalía dado que son consustanciales a la idea-fuerza de la democracia como lucha por la hegemonía, la democracia revolucionaria.

Una democracia que no se plantea la democratización de la democracia en los marcos del capitalismo: la subdemocracia hiperformalizada e institucionalista cuya función es multiplicar las escisiones en el universo de las clases subalternas y oprimidas y constituir el abajo con mónadas desconectadas. Una democracia que no naturaliza el liberalismo ni idealiza la democracia europea o norteamericana: la democracia inerte, embalsamada. Una democracia que es revolucionaria porque revoluciona la democracia, porque politiza la infraestructura, porque provee una visión de conjunto de la política. Una opción favorable al ejercicio ininterrumpido del poder constituyente de la clase trabajadora y el conjunto de pueblo.

La “incorrección política” es la materia misma de la política emancipatoria y la democracia revolucionaria. No hay que temerles a los calificativos pergeñados desde las orillas de la objetividad dominante: arcaicos, premodernos, oscurantistas, bárbaros, románticos, idealistas, exóticos, inviables, ilógicos, infantiles, desestabilizadores, irrealistas, utópicos, subversivos, delirantes, pequeño-burgueses, ultra-radicales, aventureros, improvisados, mesiánicos, “alienígenas”, locas siempre locas… ¿Por qué otorgarle tanto crédito a esa objetividad que, en el mejor de los casos, sólo aspira a hacer soportables las desigualdades sociales y no a suprimirlas? No se puede confiar en las definiciones que, desde la objetividad dominante, se elucubran sobre los espacios que se hacen cargo de sus potencialidades políticas, que son conscientes del grado de radicalidad política que, en perspectiva, está inscripta en su praxis concreta. No debemos creerle a rajatabla a ninguna. Ni a las que portan una carga infamante, ni a las que conllevan algún grado de reconocimiento.     

La incorrección política –que desde un punto de vista emancipatorio es, en realidad, estricta corrección– es el punto de partida de cualquier política que pretenda recuperar la politicidad de los seres humanos, la politicidad que el capitalismo se encarga de reprimir, desviar y neutralizar. Porque es una politicidad crítica que confronta con la politicidad acrítica de la objetividad dominante que considera que la sociedad del capital es insuperable y “natural”.

Entonces, en el marco de la objetividad dominante, la expresión “estar fuera de la realidad” adquiere un sentido especial. Esa “exterioridad” específica se convierte en una condición indispensable para atravesar una experiencia de comunicación profunda con los otros, las otras, les otres; para tener la vivencia directa de una “tensión dialéctica”; para dar cuenta de los niveles mas profundos y significativos de la realidad, para pensar/hacer una política emancipatoria y no legitimar el orden existente, para gestar una realidad otra.  

El ser de izquierda, el ser revolucionario, se define por la función crítico-práctica (ética y científica) de denunciar, explicar, profanar y transformar esta objetividad social y política impuesta por las clases dominantes y el capital e instituida por el Estado capitalista. Es la única forma de hacer que avance todo aquello que, en los marcos de la actual sociedad, late como tendencia emancipadora. Es la única forma de erigir un deseo colectivo productivo.

Cuando la izquierda (sin distinciones) acepta los contornos y automatismos de esta objetividad atenta contra su propio ser, porque en el seno de la misma el “centro nacional” con sus salidas “intermedias” es un factor condicionante, por lo tanto “izquierda” y “derecha” pasan a ser definiciones superficiales. Cuando la izquierda cede a las lisonjas y los espejismos de esta objetividad se torna dócil, complaciente, mediocre, conformista y fatalista. Renuncia a la desmesura. Se diluye en las significaciones burguesas. Asume la antiutopía de los “objetivos mínimos”, de la estatalidad reguladora, del capitalismo piadoso. Presenta las conquistas parciales y los avances modestos en áreas determinadas como si fueran la consumación misma del ideal (o como los hitos que, acumulados, pueden conducir a su consumación).

En el preciso instante en que pospone el porvenir, la izquierda pierde la iniciativa política y clausura toda posibilidad de realizar intervenciones en la objetividad dominante (en sus instituciones económicas y políticas) que sean, al mismo tiempo, “positivas” y críticas (profanadoras). La izquierda se desentiende de toda estrategia del convivir y el subvertir y reproduce una situación de enajenación y heteronomía. No emprende la creación de situaciones nuevas y positivas. Renuncia a las metas clasistas que proveen de sentido anticapitalista a las luchas populares y, por consiguiente, abjura del pensamiento crítico y se abandona a la pereza del pensamiento tímido (o a la versión “blanda” del pensamiento crítico). Abandona toda función de educación sistemática. Queda encerrada en la cárcel de sus propias consecuencias. Sólo se oye a sí misma.

¡Peor todavía!, la izquierda recurre a las pedagogías políticas verticales y opacas, idealiza los formatos prebendarios y caritativos del populismo estatal y los justifica invocando la realidad de los escenarios de subsistencia más complejos. Establece un falso dilema entre subsistir y transformar (radicalmente), entre lo compensatorio y lo emancipatorio, y deriva un campo de posibilidades políticas a partir de una supuesta “percepción objetiva” de la realidad, cuando lo que en verdad hace es proyectar sobre la realidad su mezquindad política, para apropiarse de la alteridad y subordinarla a sus intereses. Se erige en factor de pasivización de las clases subalternas y oprimidas. Busca neutralizar cualquier atisbo de autoafirmación, de construcción de poder social autónomo y de proyecto antagonista.

Dicha “percepción objetiva” implica una negación de la totalidad y no es otra cosa que un reduccionismo empirista del pueblo y de lo popular que denota tanto una concepción precarista y ‘pobrista’ del sujeto y una visión estática de las relaciones sociales como la ausencia de una voluntad de intervenir en las mismas con afanes de transformarlas radicalmente. Usualmente se pone de manifiesto en afirmaciones tales como: “la gente quiere trabajo, quiere comer, no derrocar al capitalismo”, la “gente no quiere destruir o cambiar el sistema, sólo quiere mejorarlo”, entre otras expresiones del mismo tenor. Deliberadamente, lo popular se identifica con lo conservador y desideologizado. Se cae así en una grosera apología del sentido común, de la ideología de las clases dominantes y de la alienación histórica provocada por el capitalismo. Las burocracias, históricamente, se han constituido en torno de tales afirmaciones. 

Al mismo tiempo se niega todo interés popular en los procesos deliberativos y se justifica el verticalismo y el dirigismo. De este modo, los intereses inmediatos de las clases subalternas y oprimidas se presentan como una coartada para negar sus intereses históricos. Se ratifica todo aquello que encadena al reino de la necesidad y se le niega verosimilitud al reino de la libertad, es decir: al pueblo como sujeto de la libertad. No se toma en cuenta la relación entre el horizonte de expectativas y las experiencias concretas. Si las experiencias de los y las de abajo se desarrollan bajo el signo del verticalismo y la subordinación, difícilmente el horizonte de expectativas pueda ser “ambicioso”. Si los y las militantes no se comprometen activamente con lo que Antonio Gramsci denominaba “una concepción superior de la vida”, se cerrarán los caminos de la totalidad compuesta por la trilogía praxis-pedagogía-política y no se logrará superar la contradicción entre opresor/a – oprimido/a.  

De lo expuesto se desprende que dicha “percepción objetiva” se afinca en lo que constituye sólo el punto de partida, ratificando así la autopercepción negativa del sujeto. Se funda en la escisión entre teoría y práctica y entre reforma y revolución. Soslaya que el capital en su acción totalizadora –mucho más en el contexto de la financiarización–, se apropia directa e indirectamente no sólo del trabajo sino también de la capacidad política, de la inteligencia y del deseo del proletariado extenso.

El hecho de que quienes están insertos e insertas en la lucha por subsistir no manifiesten explícitamente ningún interés centrado en la realización de valores universales, no niega que esos valores estén puestos en juego en esa lucha. Lo mismo podríamos afirmar respecto de los procesos deliberativos. Finalmente, la subsistencia debería valer principalmente como condición para la realización efectiva de esos valores. Subsistir para vivir dignamente y con libertad y no sólo para soportar cada vez más explotación. Subsistir para resolver los intereses inmediatos y pensar en la realización de los intereses históricos. De lo contrario nos aproximamos peligrosamente al orden de la esclavitud. El desarrollo de estrategias de subsistencia, per se, no alcanza para defender al proletariado extenso de la explotación, por el contrario, muchas veces son funcionales a la acumulación de capital, en especial del capital financiero.

Se ejerce el cinismo en su grado más extremo cuando se le niega todo sentido político a la subsistencia, cuando los y las dirigentes de movimientos sociales y organizaciones populares hacen la apología de la “mera vida” y postergan la lucha por la “vida buena” para tiempos mejores mientras atemperan las ansias de dicha y felicidad de los y las de abajo.

Hay algo más preocupante aún: la apología de la mera vida suele justificar la sobrevivencia endeudada, la sobrevivencia financiarizada, la integración subordinada de las y los pobres y los afanes reguladores de la aparición de los y las pobres en el espacio público. La mera vida es compatible con la explotación capitalista, con la “distribución táctica de la precariedad” y no con la lucha “en, desde y contra la precariedad”.[1] La mera vida es conciliable con la financiarización; por eso constituye el horizonte mismo del capitalismo “piadoso”, “nacional”, “neodesarrollista”, “keynesiano”, “progresista”, “tutelar”, etcétera.  

¿Por qué es importante superar el horizonte de la mera vida? Porque la reproducción de la vida no puede limitarse a la reproducción (a bajo costo para el capital) de la fuerza de trabajo. El horizonte de la mera vida pasa por alto que las consecuencias de la explotación del capital se distribuyen al interior de las clases subalternas y oprimidas. La opción por la buena vida, por su parte, requiere de acciones defensivas contra el capitalismo junto con el desarrollo de una conciencia crítica respecto de las acciones que terminan subordinadas a la lógica del capital.

La opción por la buena vida exige el rechazo de las distorsiones estructurales (insalvables dentro de la lógica del sistema) y no el desarrollo de estrategias de adaptación a las mismas. Postula el reemplazo del horizonte caritativo por el horizonte emancipador, un horizonte revolucionario. La opción por la buena vida exige salirse del campo de objetividad impuesto por las clases dominantes y no aceptar como “la realidad” al conjunto de representaciones impuestas por el sistema de dominación. La buena vida es una anomalía, cuyo prestigio debemos recomponer.

No hay posibilidades para la buena vida si la política se convierte en sinónimo de reparto de comida desde el Estado o de ayuda al Estado a ese reparto de comida. Aunque ese reparto sea, en lo inmediato, un “hacer necesario”.

¿Qué podemos esperar del funcionariado estatal si los y las dirigentes del precariado conciben la política como gestión de esa supervivencia y piensan la pobreza y la riqueza con parámetros pequeño-burgueses? ¿Qué podemos esperar del funcionariado estatal si los y las dirigentes del precariado fundan su perspectiva política en conceptos abstractos y romantizados y soslayan el análisis de clase haciendo del sujeto pobre un pobre sujeto, políticamente indigno? ¿Qué podemos esperar del funcionariado estatal si las principales organizaciones que representan al precariado se asumen como racionalizadoras de la insubordinación social y se alían políticamente con instituciones reacias a todo proceso de autoliberación y autoorganización popular? De este modo, el riesgo de que el funcionariado estatal y la dirigencia del precariado se terminen confundiendo es enorme. Consecuentemente, existe el riesgo de la profesionalización de los dirigentes sociales y, sobre todo, de que muchas organizaciones sociales devengan auxiliares del Estado.

Además, cuando el proletariado extenso garantiza su autoreproducción, cuando se inserta en un proceso de lucha en el que aprende a organizarse, cuando se coloca en posición de autoemancipación, disminuyen los incentivos para trabajar para el capital, ya sea en forma directa (como productores y productoras) o indirecta (como consumidores y consumidoras). Esto nos plantea la importancia de proteger las relaciones comunitarias (y a los sujetos comunitarios) allí donde se conservan, recuperarlas donde se han perdido y crearlas donde no existen.

Comunizar es un verbo que debemos aprender a conjugar para acceder a un saber estratégico que nos permita luchar contra el tridente del capital: privatización, mercantilización y financiarización, y para desarrollar una praxis que contribuya a la asociación de los hombres y las mujeres libres y a la recomposición de la clase. Una recomposición que dé cuenta de diversas instancias colectivas de las clases subalternas. Esto es, una noción de clase que, además de la diversidad de los sujetos subalternos, dé cuenta de las entidades grupales que la componen: familias, asociaciones pequeñas y grandes, movimientos, redes, etcétera.  

Debemos aprender a conjugar el verbo comunizar para reemplazar la baja densidad de las instituciones políticas convencionales y para sustituirlas gradualmente con más comunidad y no con las prácticas no formalizadas de la política burguesa. Por lo tanto, aprender a conjugar este verbo exige desaprender lo que usualmente se entiende por economía y por política. Comunizar es pensar “después de”. Comunizar es “desincronizar el entendimiento”.[2]

Comunizar puede ser el modo más elevado de la incorrección política porque rompe con la escisión entre la “esfera política” y la “esfera social”, entre razón y deseo. Comunizar implica cuestionar la división del trabajo capitalista en todos los órdenes: económica, social, política, sexual. Tengamos presente que el “ser social” en el capitalismo se constituye como algo externo a la política. Por lo tanto, o bien produce una conciencia apolítica o bien produce una conciencia de la política como función especializada, como actividad separada, profesional, etc. La política en entornos comunales se convierte en autogobierno, se traduce en democracia autogestionada, y recobra su carácter de actividad deliberativa basada en principios, ideas, sentimientos.

Marx tuvo en cuenta esto cuando contrapuso “lo comunitario” a “lo social” (una distinción que luego reaparecerá en Ferdinand Tönnies, entre otros pensadores y otras pensadoras). Y si bien nosotros nos referimos a “lo social” en un sentido amplio o con el fin de designar a lo social popular o plebeyo en general, debemos aclarar que, en este último caso, en sentido estricto, cabría hablar de “lo comunitario” o lo “social comunitario”. Lo social aparece en Marx como sinónimo de la separación y el aislamiento de las trabajadoras y los trabajadores; cuando se refiere a lo social quiere dar cuenta de una socialidad capitalista, de una socialidad de mercado, de una socialidad alienada compuesta de horizontes egoístas e individualidades abstractas fácilmente controlables. Lo social en Marx remite a la perversión del capital e incluye la dominación (y el fetichismo) y la ficción del “contrato social”: la invención de unos socios que se ponen de acuerdo para proteger la propiedad privada. La realidad comunitaria, junto a la utopía que puede fundarse en ella, constituyen la antítesis del fetichismo. Lo comunitario para Marx es lo que contrarresta al mundo despedazado en individuos, al mundo desgarrado y desgarrador. Lo comunitario para Marx es una contextura antihobbesiana, un antiLeviatán donde los hombres y las mujeres no crean artificios (ni dioses, ni monstruos) para luego ser sojuzgados por ellos, y viven en la verdad que emana de sus relaciones.     

En la práctica, la propuesta de algunas organizaciones populares se limita a un intento de capitalizar políticamente la función disciplinaria del hambre; eso sí: en representación de los y las pobres, con formato partidario o sindical. De ahí su tendencia a corporativizar verticalmente los intereses de los sectores “informalizados” de la clase trabajadora, del precariado y el ‘pobretariado’, diluyendo el enorme potencial político que poseen como fuerza social comunitaria, absorbiendo todo conato de democracia de base, estableciendo límites drásticos para su actividad autónoma y sus niveles de confrontación y para su desarrollo como fuerza social. Esa corporativización vertical suele estar vinculada a la promoción de “economías de la obediencia”, por la vía de la financiarización, particularmente bajo la forma de la  “bancarización compulsiva e individualizante”,[3] usualmente presentada como integración financiera o ciudadanía financiera.

La corporativización rebaja al sujeto histórico y promueve su articulación desde el poder del Estado y una constitución vertical y paternalista de bloques sociales hegemonizados por otros sujetos no subalternos (ni socialmente degradados) que monopolizan la política. Este tipo de articulación, esta modalidad de constitución de bloques sociales resulta incompatible con un proyecto emancipatorio; no es la más adecuada para gestar alianzas de clases que asuman praxis y horizontes anticapitalistas y que movilicen al pueblo contra el Estado burgués.

La corporativización vertical del precariado y el pobretariado conspira contra la articulación de bloques sociales desde abajo, contra la construcción de una voluntad nacional, popular, democrática y socialista. Marx decía que el burgués está acostumbrado a considerar como “la realidad” a los intereses pegados a su nariz. Por consiguiente, se construye un relato político “acerca” del pueblo y no uno del pueblo y para el pueblo, una épica a la medida de las clases medias con veleidades dizque progresistas.

De este modo, la izquierda abismada en ese relato político de cercanías y regularidades no logra construir un campo de interacción militante sin jerarquías, una teoría autosuficiente, una identidad seductora, un lenguaje eficaz. No renueva las culturas políticas. No contribuye a la formación de una intelectualidad orgánica, al desarrollo de militancias y liderazgos políticos críticos; sólo contiene a diversas categorías a-críticas: instituciones predecibles, políticos en disponibilidad, aspirantes a funcionarios o a “padrecitos o madrecitas de los pobres”, burócratas consuetudinarios, técnicos, administradores, especialistas en políticas públicas (especialistas en traducir las demandas sociales en políticas públicas), profesionales de la simulación, pseudomilitantes de aparatos incapaces de cualquier audacia, espectadores, sátrapas académicos, entre otras figuras por el estilo. Así la izquierda, adulterada por la inmediatez, no se constituye en anomalía al tiempo que refuerza su complejo de inferioridad política y condena a las clases subalternas y oprimidas a seguir padeciendo las iniciativas de las clases dominantes.

Después de esta primera claudicación, las otras se suceden por añadidura y en cascada, y proliferan los subterfugios para evitar toparse cara a cara con la realidad. Luego, es una salida fácil (y absurda y conservadora) endosarle al pueblo el propio conformismo, el propio desencanto, y lamentarse por su “pasividad” y por su “falta de conciencia”. Afirmaciones tales como: “esto es lo que se puede hacer”, “la situación no da para otra cosa”, constituyen la antítesis de la praxis emancipatoria.    


[1] Butler, Judith, Cuerpos aliados y lucha política. Hacia una teoría performativa de la asamblea, Buenos Aires, Paidos, 2019, p. 121.

[2] Véase: Ayala, Carlos Alberto: “Desincronizando el entendimiento de la economía”. En: Inclán, Daniel, Linsalata, Lucía y Millán, Márgara (Coordinares), Op. cit.

[3] Véase: Gago, Verónica y Roig, Alexandre, El imperio de las finanzas. Deuda y desigualdad, Buenos Aires, Miño y Dávila, 2019.