«El triunfo de la revolución socialista en Rusia permitió transformar la cautelosa aprobación del derecho a la autodeterminación nacional, en una impetuosa estrategia ofensiva de frente único antimperialista. La expectativa en una acelerada secuencia de victorias contra el capitalismo y la esperanza en un rápido proceso de construcción socialista fueron determinantes de ese giro»

Buenos Aires, 8 de octubre de 2024 

El agravamiento de la opresión nacional fue un rasgo destacado por Lenin en su teoría del imperialismo. Estimó que esa sumisión era un efecto de la disputa que libraban las grandes potencias por el dominio del mercado mundial. Para acaparar el botín de la periferia recortaban la soberanía de los países dependientes o impedían el logro de esa meta.

El líder bolchevique expuso ese diagnóstico en un libro que inspiró numerosos estudios (Lenin, 2006). La dimensión económica y geopolítica de ese escrito fue detalladamente estudiada, pero su análisis de la problemática nacional quedó relegado. Ese ámbito involucraba un terreno decisivo de la estrategia concebida por Lenin para erradicar el capitalismo.

Para el fundador de la URSS la resistencia al despojo imperial de la periferia podía apuntalar la lucha por el socialismo, si convergía con la dinámica revolucionaria del proletariado. Por eso promovía el empalme de los oprimidos de las regiones dependientes con los explotados del centro. Auspiciaba estrategias para que los asalariados -agrupados en su época en organizaciones socialistas- coincidieran en una misma acción, con los sujetos embarcados en defender (o construir) los Estados nacionales de la periferia.

Lenin deducía la lógica de ese acople de la propia naturaleza del capitalismo, que no sólo nutre su funcionamiento de la plusvalía extraída a los asalariados. La reproducción de ese sistema multiplica diversas formas de opresión (género, raza, edad, cultura, religión), que agravan los padecimientos de las minorías. De esa dominación emergen identidades políticas en recurrente conflicto con el capitalismo, que el dirigente comunista propiciaba encauzar hacia un desemboque socialista.

A principio del siglo XX, el avasallamiento de los derechos nacionales era más gravitante que las sujeciones de género, raza o cultura. Por esa razón, Lenin centró su acción política en ese plano. Describió cómo se retroalimentaba la conciencia nacional y social de los pueblos, cuando los trabajadores forjaban lazos de unidad con los sectores comprometidos en la lucha por la soberanía (Day; Gaido, 2012). Propuso distintas tácticas para apuntalar esos vínculos, a fin de superar las tensiones que obstruyen la coexistencia de distintas lenguas, tradiciones y costumbres. Resaltó que la tarea primordial de los socialistas era contrarrestar la enemistad entre los pueblos que fomentan los imperios (Lenin, Ed. 1920).

AUTODETERMINACIÓN EN EUROPA DEL ESTE

Lenin dedujo inicialmente su tesis de convergencia de la lucha nacional y social de lo ocurrido en Europa Oriental. La desintegración de tres grandes imperios (austro-húngaro, ruso y otomano) inducía a muchos pueblos de esa región a exigir el reconocimiento de sus mancillados derechos nacionales. Anhelaban forjar sus propios Estados y esperaban lograr la aceptación internacional de esos organismos.

Lenin propuso convalidar esa demanda y avaló el derecho de secesión de todas las naciones que reclamaban esa independencia. Identificó esa petición con un legítimo deseo de autodeterminación de los conglomerados nacionales. Remarcó la validez de esa pretensión para los pueblos oprimidos y distinguió ese anhelo del nacionalismo imperante en las potencias dominantes. Con esa mirada resaltó el significado contrapuesto del concepto de ¨Patria¨ en las dos situaciones. Contrastó la connotación emancipatoria del primer caso con el propósito opresor del segundo. Situó la dinámica progresista de la resistencia antiimperialista, en las antípodas del curso reaccionario de sus contrincantes. 

Pero Lenin adoptó esa postura de apoyo a las naciones oprimidas con muchas prevenciones. Situó ese sostén en una perspectiva socialista, impugnando el apoyo a esas causas con otros propósitos. Advirtió que la lucha por gestar nuevos Estados nacionales -manteniendo o reforzando el escenario capitalista- entrañaba crecientes frustraciones para los desposeídos. Señaló que la conquista de la soberanía sin erradicar al capitalismo, perpetuaba un sistema de explotación adverso para las mayorías populares.

Lenin conceptualizó la autodeterminación como un derecho condicional y no absoluto. Asignó relevancia a esa meta cuando apuntalaba la unidad de la clase obrera con los pueblos oprimidos. Pero resaltó la inconveniencia de esa demanda cuando obstruía esa convergencia. Ese obstáculo era especialmente motorizado por las grandes potencias, para generar enfrentamientos entre pueblos con demandas nacionales exacerbadas o artificiales.

En esos casos, en lugar de facilitar la convergencia de luchas contra el enemigo imperialista, el reclamo en juego reforzaba el poder imperial y la fractura del campo popular. Por estas razones, Lenin señaló que la defensa genérica del principio de autodeterminación, no equivalía a su aprobación indistinta. Cada circunstancia exigía una evaluación política concreta.

El líder bolchevique remarcó que la aceptación del derecho a la separación nacional no implicaba apoyar cualquier cisma. Recordó que la concreción del ideal socialista no transitaba por la multiplicación de Estados nacionales, sino por un proceso opuesto de convergencias federativas. Destacó que la fuerza del reclamo estribaba en su incentivo a la lucha y no en la meta de incrementar el número de Estados existentes. Por eso observó que en pocos casos los socialistas debían apoyar la separación.

Ese rechazo a las escisiones era más contundente en la propia esfera de la clase trabajadora. Lo que Lenin aceptaba para el ámbito general de las naciones oprimidas, lo objetaba en forma categórica para el propio campo de la clase obrera. En ese terreno no avalaba la segmentación por parentescos idiomáticos o culturales. Polemizó con la intención de una influyente corriente judía de conformar organizaciones autónomas, dentro de la propia estructura socialista (Bund). Lenin señaló, que en ese campo correspondía apuntalar los principios cohesionadores del internacionalismo proletario.

Toda la política del dirigente comunista se sostenía en dos pilares: un diagnóstico de proximidad de la revolución y una expectativa de construcción acelerada del socialismo. El primer cimiento lo inducía a debatir en forma enfática con todos sus compañeros, que observaban con desconfianza (o rechazo) a los movimientos nacionales. Destacaba que, en el torbellino revolucionario esas organizaciones operaban como aliados, en una batalla común contra las grandes potencias. Por el segundo basamento, objetaba cualquier introducción de modalidades separatistas dentro de la clase trabajadora. Entendía que afectaban el proyecto de una sociedad igualitaria centrada en la superación de las disparidades nacionales.

Cuando estalló la Primera Guerra Mundial, Lenin redobló su apuesta revolucionaria, avizorando la perspectiva inmediata del socialismo. Por eso reforzó su sostén de las demandas nacionales, con pocas prevenciones frente a la eventual utilización imperialista de esas exigencias. Conectó el derecho a la autodeterminación nacional con el derrotismo revolucionario y alentó en Europa, una batalla unificada de la guerra de los pueblos contra todas las potencias. En esa confrontación apostó a un devenir anticapitalista, acelerado por la convergencia de las luchas nacionales y sociales.

EL GIRO A ORIENTE

El continente asiático fue el segundo campo de aplicación de la estrategia leninista. Esa localización fue coherente con la potencialidad revolucionaria, que el líder bolchevique siempre asignó a esa región. En 1908 ponderó la intensa lucha en Turquía, India e Irán (Persia) y en 1912 resaltó la revuelta democrática de China (Rodríguez, 1970). En 1913 evaluó que la revolución avanzaba en Asia a un ritmo más acelerado que en Europa y cuando estalló la guerra, destacó el efecto estimulante de la conflagración sobre las sublevaciones en Oriente. Desde ese momento sustituyó su tradicional atención de la problemática nacional al interior del imperio ruso, otomano o austrohúngaro por la dinámica de esa temática en Asia.

Este cambio se verificó en los cuatro Congresos de la III Internacional que sucedieron a la victoria bolchevique. En el primer evento (1919) se mantuvo la vieja sugerencia de un proceso de liberación de las colonias en Oriente, como simple consecuencia del éxito socialista en Europa. Luego de la victoria en Rusia se apostaba a una sucesión de triunfos en Occidente encabezados por el proletariado alemán. Pero en el Segundo Congreso (1920), la batalla contra el capitalismo fue significativamente extendida al continente asiático. Allí emergió la tesis de un proceso combinado de iniciativas de la clase obrera en el Viejo Continente, con arremetidas de los pueblos de Oriente.

El diagnóstico de un próximo fin del capitalismo se mantuvo invariable, pero esa erradicación comenzó a vislumbrarse como un resultado mixturado de batallas anticapitalistas en el Este y luchas antimperialistas en el Oeste. En los dos Congresos posteriores, Lenin registró el alejamiento de la perspectiva revolucionaria en Europa y el traslado de ese horizonte al continente asiático. Su creciente valoración de las revueltas en las colonias sucedió a esa constatación.

Pero no sólo registró la mudanza de la cuestión nacional a Oriente. También formuló una concepción más elaborada del antiimperialismo contemporáneo (Munck, 2010), evaluando distintas modalidades de convergencia del nacionalismo con el socialismo. Tendió a reemplazar la noción de autodeterminación nacional utilizada en Europa Oriental por el concepto más contemporáneo de liberación nacional (Ortega, 2017). Elaboró, además, nuevas ideas en los debates de la Internacional, mediante fructíferos intercambios con el dirigente comunista M.N.Roy de la India.

Una reflexión inicial giró en torno a la intensidad y el alcance de los movimientos revolucionarios en Oriente. Lenin respondió con cautela al diagnóstico de Roy, que asignaba a esa irrupción una proyección sustitutiva del protagonismo europeo, en la batalla por el socialismo.

El sujeto social de la revolución fue el segundo tema de evaluación conjunta. Roy destacó la gravitación de los sectores medios y el significativo protagonismo de los campesinos, desafiando el fuerte precepto de invariable liderazgo proletario. Lenin prefirió insistir en la retroalimentación conjunta de ambos sectores, señalando que una variedad de sectores oprimidos tendía a ocupar un lugar preeminente, en las regiones con reducido desarrollo de la clase obrera.

Esa atención fue a su vez coherente, con los primeros señalamientos del rol de otros segmentos oprimidos en los países centrales. La sujeción racial padecida por los afroamericanos en Estados Unidos fue especialmente considerada, en los debates que buscaban clarificar las dinámicas revolucionarias que complementaban la acción de la clase obrera (Anderson K, 2010).

TIPOS DE NACIONALISMOS

Bajo la directa inspiración de Lenin, los primeros Congresos de la III Internacional establecieron una estratégica diferenciación entre distintos tipos de nacionalismos (VVAA, 1973). Destacaron, ante todo, el abismo que separa a los embanderados con esa causa en las potencias centrales y en los países periféricos. Contrastaron el nacionalismo de opresión prevaleciente en el primer grupo con el nacionalismo de resistencia predominante en el segundo. Ese contrapunto quedó ratificado como punto de partida para cualquier evaluación del antiimperialismo. Esa caracterización clarificó la total oposición del sentido que asume el patriotismo en ambos tipos de países.

Pero el principal avance en esas deliberaciones no giró en torno a ese presupuesto, sino a la distinción observada dentro de los movimientos de los países dominados. El nacionalismo conservador promovido por los grupos capitalistas locales fue contrastado con su equivalente radicalizado de los sectores oprimidos. La tónica conciliatoria de los segmentos acomodados fue contrapuesta con el ímpetu combativos de las organizaciones populares.

Para precisar esa diferenciación se generalizó el uso de dos términos -nacionalismo democrático-burgués y nacionalismo revolucionario- que ilustraban el comportamiento disímil de esas dos vertientes. Los dos ejemplos más representativos de ambas modalidades en esa época, eran la revolución por arriba que lideró Kemal Atatürk en Turquía y la revolución por abajo que motorizaron Zapata y Villa en México.

También esos conceptos emergieron de la interlocución de Lenin con Roy, con diferencias de matices en el significado de ambas nociones. Mientras que el dirigente de la India omitía la colaboración de los comunistas con las corrientes nacionalistas, el líder bolchevique sugería explorar alianzas para la batalla contra el opresor imperial. El debate derivó en una síntesis plasmada en la convocatoria a forjar el frente único antiimperialista, en todos los países sometidos a la sujeción imperial.

Los textos aprobados en esos encuentros apuntaron a incentivar convergencias con el nacionalismo revolucionario y a promover cautelosos acuerdos con su par democrático burgués. Destacaron que la distinción entre ambas vertientes nunca estaba predefinida y debía clarificarse en la propia lucha. Los auspiciantes del antiimperialismo socialista propusieron distintas guías de acción, para concretar esa política frente a sus potenciales aliados, socios o rivales del nacionalismo.

Lenin y Roy convergieron en postular el apoyo a los movimientos de liberación nacional que exhibieran un perfil efectivamente revolucionario. También resaltaron que ese sostén no implicaba la fusión o disolución de los comunistas, que debían consolidar su propio perfil.

El respeto de esa autonomía fue visto como el gran test del movimiento nacionalista. La aceptación de esa condición quedó asociada con la impronta revolucionaria de esa formación y su rechazo con la inclinación democrático-burguesa. Con una estrategia centrada en esa distinción se esperaba concretar la conversión de las débiles corrientes comunistas en fuerzas protagónicas, al cabo de ese proceso de confluencia autónoma con los aliados. Con esa estrategia la III Internacional apostaba a construir en Oriente formaciones marxistas del mismo porte alcanzado en Occidente.  

Esas conclusiones signaron posteriormente el rumbo seguido por la izquierda en Asia, África y América Latina durante todo el siglo XX. Su aplicación derivó en grandes éxitos y tormentosas tragedias. Lenin fue profético en la percepción de la nueva centralidad de la periferia y ofreció una brújula para los seguidores de su pensamiento.

VARIEDAD DE CONFLUENCIAS

El universo musulmán fue otro ámbito de experimentación de la estrategia de confluencia con el nacionalismo. La III Internacional ensayó esa aproximación desde su Primer Congreso, al organizar en 1920 el emblemático cónclave en Baku con representantes de los pueblos asiático-musulmanes, que conformaban la sexta parte de la población de la URSS. Lenin había registrado en el curso de la guerra civil la importancia de respetar esas creencias y valores. El ejército rojo logró sumarlos a sus contingentes cuando supo sintonizar con esa sensibilidad (Ridell, 2018a).

En el evento de Baku fueron anticipados varios lineamientos del frente antiimperialistas. Allí se debatió la forma de construir alianzas con las formaciones nacionalistas, para expulsar al imperialismo británico de sus posesiones de Asia.

Esa lucha exigía establecer nexos entre los Partidos Comunistas y los movimientos de naciones integradas a las URSS o emparentados con sus vecinos de Irán-Persia, Afganistán, Siria, Turquía, Egipto, Cáucaso y Azerbaiyán. Lenin resaltó esos vínculos y buscó conectar los principios emancipadores del marxismo, con los derechos religioso-culturales del inmenso conglomerado islámico.

En las resoluciones de Baku, los términos de la batalla contra el imperialismo británico fueron expuestos en un lenguaje afín a las tradiciones de ese universo (Ridell, 2020). De la misma manera que Lenin resignificó en forma positiva el concepto de Patria para las naciones oprimidas, el enviado del Comintern a ese encuentro convalidó el uso de las palabras ¨guerra santa¨ para confrontar con el colonialismo inglés. En esa exploración emergió un laboratorio de los procesos de descolonización de la segunda mitad del siglo XX.

GEOPOLITICA SOCIALISTA

El triunfo de la revolución socialista en Rusia permitió transformar la cautelosa aprobación del derecho a la autodeterminación nacional, en una impetuosa estrategia ofensiva de frente único antimperialista. La expectativa en una acelerada secuencia de victorias contra el capitalismo y la esperanza en un rápido proceso de construcción socialista fueron determinantes de ese giro. La centralidad del primer rumbo en Europa del Este estuvo mediada por la Primera Guerra Mundial y la gravitación del segundo en Oriente, quedó determinada por el despertar anticolonialista en Asia.

Pero el triunfo bolchevique introdujo también grandes modificaciones en la aplicación del principio de soberanía nacional al interior de la naciente URSS. Lenin no dudó en aceptar la vigencia de los criterios de autodeterminación, en el debut de la nueva federación soviética. Convalidó que Finlandia pudiera implementar la concreción de su objetivo independentista, a pesar de los duros efectos de esa separación para la seguridad fronteriza de la nueva articulación socialista.

El dirigente comunista avaló esa costosa soberanía finlandesa con la mira puesta en un acelerado contagio europeo del ímpetu revolucionario. Esperaba afianzar el prestigio internacional del bolchevismo, con esa concesión a la voluntad nacional de Finlandia. Estaba convencido que el grueso de los movimientos de autodeterminación nacional, adoptarían un perfil favorable al socialismo a partir de ese antecedente. 

Con esa misma convicción contemporizó con la recuperación de las identidades culturales, en todas las naciones integradas a la nueva URSS. Ese despertar incluyó el reconocimiento de las lenguas locales y numerosas iniciativas de “acción afirmativa”, para superar la antigua opresión del zarismo gran ruso.

Las naciones de Asia Central identificadas con el universo musulmán fueron particularmente impactadas por ese torbellino. Pero el reconocimiento pleno de la autodeterminación nacional chocó en esos territorios, con las exigencias de autodefensa de la URSS. Lenin convalidó distintas iniciativas para garantizar el respeto de la religión y de la autonomía cultural de esos pueblos, pero al mismo tiempo concertó acuerdos fronterizos con las potencias lindantes.

El principal tratado fue suscrito en 1920 con Atatürk, que estaba forjando el nuevo Estado nacional de Turquía sobre las cenizas del imperio otomano, en un serio conflicto con el colonialismo británico y francés. El convenio incluyó compromisos militares y diplomáticos para salvaguardar el petróleo del Cáucaso y la navegación en el Mar Negro. Ese acuerdo no atenuó el virulento autoritarismo represivo del kemalismo y el consiguiente asesinato de militantes comunistas (Claudín, 1978: 118-133). El convenio fue decisivo para salvaguardar la victoria de la URSS, pero implicó un daño a la militancia revolucionaria en Turquía.

La diplomacia soviética también ensayó una tregua con Inglaterra en la región asiática, luego de suscribir un tratado comercial que puso fin a las hostilidades entre ambos países. Ese acuerdo fue firmado, en coincidencia con el contrapuesto impulso al frente antiimperialista que promovía la III Internacional. Tenía serias implicancias para los choques del ejército rojo con el enemigo británico y también sobre dos conflictos claves de la región: la experiencia de una república soviética en el norte de Irán y la resistencia anticolonial en la India (Ridell, 2018b). El convenio fue propuesto cuando Inglaterra intentaba manejar la continuidad de su debilitado imperio, mixturando la represión con ciertas concesiones a la soberanía formal de Irak y Egipto (Machover, 2016).

Lenin no llegó a esbozar una estrategia para lidiar con ese dilema. Pero luego del acuerdo de Brest-Litvosk con las potencias centrales -para sustraer a Rusia de la Primera Guerra Mundial- dejó establecidas las pautas de una combinación de la batalla antiimperialista con la defensa del debut socialista en su país.

Ese replanteo se acentuó, cuando la dinámica revolucionaria en Europa comenzó a refluir y el derecho de las nacionalidades no rusas a decidir su futuro se transformó en un estandarte contrarrevolucionario. Como el propio Lenin había subrayado, el carácter condicional de esa autodeterminación fue replanteado en el escenario que sucedió al fin de la guerra civil.

En esa coyuntura la soberanía ucraniana no fue aceptada, luego de una conflictiva secuencia de peticiones, donde las fuerzas rojas y blancas levantaron el mismo estandarte de los derechos nacionales. Tampoco la separación de Georgia fue convalidada y en 1921 las tropas de Moscú ingresaron en esa región para garantizar su permanencia en el conglomerado soviético.

A partir de esas experiencias, el ¨derecho a la separación¨ perdió primacía frente al “derecho a la unión”, a veces en forma amigable y en otros casos impuesto con procedimientos compulsivos. Se ha citado con gran frecuencia la oposición de Lenin al resurgimiento del opresivo nacionalismo gran ruso que observó en Stalin. Hay muchas pruebas de ese descontento y de sus advertencias a las purgas que consumó su sucesor, avasallando los derechos nacionales con el uso del terror (Pastor, 2024).

Pero esa denuncia de la pesadilla stalinista, no elimina el conflicto que supone compatibilizar un proyecto internacional de expansión revolucionaria, con la defensa del propio territorio mediante negociaciones con el enemigo. Es un error soslayar el análisis de esa legítima geopolítica socialista que esbozó Lenin, con la simple critica a las brutalidades de Stalin. Con ese procedimiento se rehúye evaluar los dilemas reales que han afrontado todos los procesos socialistas.

Esa reconsideración permite un análisis más realista de la aplicación del principio de autodeterminación nacional. Su validez no depende tan sólo de la legitimidad histórica de una demanda, sino también de quién la instrumenta en cada circunstancia. Esa petición se torna negativa, cuando es motorizada por sectores reaccionarios para socavar un proyecto revolucionario (como fue la URSS) o para agredir a los regímenes progresistas de la actualidad.

La propia mirada de Lenin sobre las aspiraciones nacionales atravesó distintos momentos y estuvo sujeta a significativos cambios de escenario. Esas modificaciones incluyeron considerar con más detenimiento el papel que cumple esa demanda en situaciones contrapuestas. Puede apuntalar o socavar la continuidad de un gobierno anticapitalista o antiimperialista. Lo que Lenin insinuó para la URSS tuvo una enorme vigencia en la centuria que sucedió a su fallecimiento.

PADRINAZGO SOCIALDEMÓCRATA

La batalla antiimperialista de Lenin se desenvolvió durante mucho tiempo dentro de la II Internacional. Ahí confrontó con los sectores que criticaban las luchas populares en la periferia. Las vertientes más conservadoras de ese espectro (Bernstein, Van Kol, David) rechazaban esos levantamientos, observándolos como reacciones primitivas y adversas a la civilización.

El líder bolchevique elaboró su estrategia socialista para las regiones dependientes en frontal rechazo a esas posturas. Objetó el eurocentrismo, denunció las tropelías imperiales y se opuso a la distinción entre modalidades regresivas y benévolas de la dominación colonial, que la derecha socialdemócrata realzaba para justificar su aval al colonialismo.

Lenin compartió esa conducta con varios integrantes de la izquierda (Mehring, Luxemburg), que subrayaban la importancia de la acción solidaria con los pueblos despojados. Esas iniciativas sumaban fuerzas a la lucha común contra el enemigo imperial y facilitaban la maduración de la conciencia socialista entre los trabajadores metropolitanos. Esa movilización conjunta apuntalaba los intereses de todos los oprimidos sin distinción de nacionalidades.

La polémica con las vertientes pro colonialistas de la II Internacional incluyó también críticas al embellecimiento socialdemócrata del libre-comercio. Más categóricos fueron los cuestionamientos a la idealización de un modelo modernizador de Occidente, que ocultaba el virulento despotismo de los administradores coloniales (Losurdo, 2010).

En estos debates, Lenin comenzó a enjuiciar el viejo postulado socialista que concebía la liberación de las colonias, como un corolario de la erradicación del capitalismo en las metrópolis. Destacó la creciente gravitación de las luchas populares en la periferia y señaló que el devenir socialista emergería de éxitos revolucionarios en ambos polos. 

Cuando estalló la Primera Guerra Mundial, el líder bolchevique subrayó la enorme incidencia de la lucha antiimperialista, en la derrota de los gobiernos comprometidos con la masacre bélica. Destacó que los movimientos de liberación nacional socavaban la supremacía de todas las potencias involucradas en el conflicto. Realzó esa connotación positiva del nacionalismo antiimperialista, en su confrontación con el regresivo nacionalismo de los centros. Con esa mirada ponderó -en 1916-1917- los levantamientos en Irlanda, China, Irán, Turquía y la India y profundizó su elaboración del antiimperialismo socialista.

INTERNACIONALISMO ABSTRACTO

Lenin buscaba superar la simplificada acepción del internacionalismo que prevaleció hasta principio del siglo XX. Esa visión contraponía el interés común de los trabajadores (¨proletarios del mundo uníos¨) con todas las variedades del nacionalismo. Remarcaba el carácter avanzado del primer planteo, frente a la estrechez del segundo y reivindicaba a los asalariados emancipados del patriotismo, frente a la perdurable rivalidad de cada burguesía con sus competidores de otros territorios.      

Lenin objetó ese reductivo contrapunto entre el internacionalismo y el nacionalismo, que impedía distinguir las fuerzas políticas progresivas y regresivas en confrontación en cada escenario. Señaló que ese reconocimiento era indispensable para apuntalar la intervención socialista.

El forjador de la URSS cuestionó las formulaciones internacionalistas genéricas (“abajo las fronteras”) de las vertientes más radicales del antinacionalismo (Piatakov, Pannekoek, Strasser). Esas posturas descalificaban cualquier óptica nacional subrayando la invariable superioridad del análisis de clase (Galissot, 1987). Lenin planteó que esas posturas impedían la intervención política de los socialistas, deteriorando las chances de la izquierda para forjar frentes impulsores del proceso revolucionario. (Kohan, 2011: 309-313).

La principal discusión en este campo, opuso al líder bolchevique con su principal aliada contra el conservadurismo socialdemócrata. La coincidencia de Lenin con Luxemburg en esa batalla contrastó con las disidencias que los separaban en la cuestión nacional. La pensadora polaca rechazaba todas las variedades de separatismo nacional, argumentando que introducían divisiones en la clase obrera y fracturaban la unidad del sujeto protagónico de la transformación socialista. Señalaba que aceptar las demandas nacionales implicaba convalidar fracturas del proletariado, amoldadas al diseño fronterizo y a la consiguiente gestión estatal de las clases dominantes (Luxemburg, 1977).

Lenin coincidía en contrarrestar las divisiones por nacionalidad de los trabajadores, con una política internacionalista de organización inclusiva en los partidos, que omitiera la diversidad de orígenes. Pero también señaló que la aceptación de las demandas nacionales era indispensable para establecer alianzas con otros sectores oprimidos. Subrayó que la convalidación de esa petición era decisiva para empalmar las luchas nacionales y sociales, en una convergencia de los oprimidos con los explotados.

El líder bolchevique destacó el caso de la secesión noruega de Suecia (1905) -objetada Luxemburg- para ejemplificar, como la fraternidad obrera entre ambos países había facilitado una resolución pacífica del anhelo de independencia (Lenin, 1974a). Remarcó también la convivencia en Suiza, como un ejemplo de respeto entre comunidades, práctica del plurilingüismo y compatibilidad de acciones comunes de la clase obrera.

El principal argumento que contrapuso Luxemburg, giraba en torno a la imposibilidad práctica de las separaciones nacionales en un estadio avanzado del capitalismo. Ejemplificaba esa inviabilidad con el caso de Polonia, afirmando que la burguesía de ese país estaba económicamente integrada a Rusia y que la ruptura de ese entrelazamiento no entrañaba beneficios de ningún tipo.

Rosa estimaba que el Estado nacional ya no era indispensable para el desarrollo burgués que adoptaba formas supranacionales, dejando atrás las anacrónicas modalidades del capitalismo nacional. Por eso entendía que demandar el derecho a la autodeterminación era un desliz metafísico, propio de la intelectualidad pequeñoburguesa. Muchos teóricos socialistas compartían esa crítica a las ¨ micro nacionalidades¨ resaltando su inviabilidad práctica (Radek, Bujarin, Görter), mientras que otros dirigentes mantenían cierta ambigüedad frente al tema (Trotsky).

Lenin se distanció de esa senda postulando la inconsistencia de presagiar lo que resultaba posible o imposible en ese plano. Aceptó que la nueva dimensión económica de los procesos de acumulación afectaba la multiplicación de los Estados nacionales. Pero también destacó que esa limitación no definía cuán factible era la concreción de la soberanía en esas formaciones. Remarcó que sus oponentes confundían ambas dimensiones, sin notar qué el avance de un proceso revolucionario, exige alcanzar conquistas que abran escenarios de radicalización ulterior. Subrayó la importancia de desenvolver dinámicas de emancipación social a partir de las conquistas nacionales.

El dirigente bolchevique recordó también, que ninguna nación tiene derecho a oprimir a otra y que ese principio de igualdad debía guiar la política socialista. Resaltó que al segmento más consciente de los trabajadores puede resultarle indiferente la nacionalidad de su explotador, pero que ese desinterés no se extiende a todo el proletariado y menos aún al resto de los oprimidos. Observó que el desconocimiento de esa sensibilidad refuerza el comando burgués de los movimientos nacionales. Evaluó escenarios específicos, definió tácticas con el barómetro general de la lucha contra la opresión y convocó a evitar los razonamientos que reducen la política a un mero reflejo de tendencias económicas (Lenin, 1974b).

Lenin atribuyó los errores de Luxemburg a su unilateral involucramiento en batallas políticas locales contra el nacionalismo polaco. Estimó que esa confrontación le impedía notar cuán desacertada era una postura que colocaba a los socialistas en bandos afines al opresor imperial ruso. Observó que ese posicionamiento era el más negativo de todos los posibles (López, 2010).

El dirigente bolchevique polemizó con su interlocutora subrayando la contradicción de promover la lucha antiimperialista en la periferia y negarla en la cercanía europea. Destacó el contrasentido de apuntalar la independencia de dos colonias británicas (India y Egipto) y objetar el mismo anhelo para dos naciones agobiadas por la opresión del zarismo (Ucrania, Finlandia). Para superar esa inconsistencia convocó a razonar con un criterio político uniforme de batalla contra la opresión.

AUTONOMÍA CULTURAL

Lenin desenvolvió una tercera polémica con la vertiente austro-marxista, que encaró el problema nacional en el peculiar escenario de un imperio austro-húngaro, integrado por numerosas naciones, lenguas y culturas (italianos, eslavos, rumanos, polacos, rutenos, etc). Los principales teóricos socialistas de esa región reconocían la legitimidad de las demandas de esas formaciones y rechazaban la objeción de Luxemburg a esos anhelos.

Pero a diferencia del líder bolchevique, los austro-marxistas no convalidaban el simple derecho a la autodeterminación. Propiciaban favorecer la integración de esa diversidad de pueblos en una federación, para preservar en forma voluntaria los enlaces que el decadente imperio mantenía por la fuerza. Bauer proponía una organización multinacional contrapuesta a la separación en conglomerados nacionales diferenciados (Bauer, 1986: tercera y cuarta parte).

Este planteo apuntalaba la autonomía cultural en el marco del viejo imperio, negando la autodeterminación efectiva que convalidaba Lenin. Era un planteo muy emparentado con la singular articulación de naciones que imperaba en ese territorio. La idea de preservar esos enlaces nunca prosperó, porque la eventual federación se diluyó con la misma celeridad que colapsó toda configuración austro-húngara, en el escenario bélico de principios del siglo XX.  

Lenin consideraba que la propuesta de autonomía cultural soslayaba la disyuntiva real de aprobar o rechazar las demandas de autodeterminación. Con esa abstención no se definía la progresividad o regresividad de los proyectos en juego y los socialistas quedaban a la defensiva frente a sus activos rivales del nacionalismo.

El líder bolchevique entendía que, para disputar la conducción de esos movimientos la izquierda debía asumir una decidida actitud de sostén de la soberanía. La autonomía cultural no resolvía los problemas en debate y aportaba una insuficiente guía para aportar soluciones a los dilemas en juego. Soslayaba de hecho la distinción entre el legítimo nacionalismo de los oprimidos y el asfixiante nacionalismo de sus opresores.

Lenin resaltó una y otra vez, que la validez del primero y la ilegitimidad del segundo no derivaba de los fundamentos étnicos, idiomáticos o culturales expuestos por ambas partes. Situó esa diferenciación en la función política de dominación o emancipación, que encarnaban ambas vertientes en los escenarios políticos de su época. Por eso realzó la importancia de esclarecer los intereses en disputa, clarificando las fuerzas sociales subyacentes en esas confrontaciones. Señaló que la mera enunciación de pertenencias patrióticas no permitía definir cuáles eran los campos que apuntalaban dinámicas liberadoras o padecimientos capitalistas. 

El fundador de la URSS asignó una relevancia primordial a la conexión de las batallas nacionales con los procesos socialistas, en las áreas de mayor fragilidad del sistema. Observó que esa endeblez se verificaba en eslabones débiles que afrontaba el capitalismo en la periferia. Al confirmar este diagnóstico en la vitalidad de la lucha popular en las colonias, también resaltó la gravitación de distintos sujetos oprimidos en los procesos revolucionarios.

Lenin no abandonó el principio del liderazgo proletario, pero asignó creciente incidencia a los segmentos populares que encabezaban las revueltas en el mundo colonial. Su flexibilidad política quedó corroborada en este plano (Katz, 2024). Fue el primer teórico marxista en anticipar la enorme centralidad que tendrían los movimientos nacionales radicales en los ensayos socialistas de la centuria pasada.

CONFIRMACIONES DEL SIGLO XX

El antiimperialismo articuló grandes batallas populares en África, Asia, América Latina y Medio Oriente. Lo que Lenin avizoraba como una tendencia se transformó en un pilar de la descolonización que trastocó el mapa geopolítico del planeta. En esa secuencia numerosos países conquistaron su independencia y varios emprendieron las transformaciones socialistas que auguró el líder bolchevique.

La descolonización demolió a los viejos imperios europeos, que no aceptaron la pérdida de sus posesiones de ultramar. Gran Bretaña, Francia, Holanda, Bélgica y Portugal resistieron esa amputación con operativos armados, negociaciones forzadas o frustrados intentos de cogobernar con las elites locales.

Inglaterra se embarcó en las guerras coloniales de Malasia, Kenia, Chipre y Adén. Francia intentó la misma escalada en Indochina y Argelia. Holanda apenas resistió en Indonesia y Portugal desgastó sus menguadas fuerzas en Mozambique y Angola. Con victorias contundentes o compromisos intermedios, los movimientos de liberación nacional impusieron el desmantelamiento total de las antiguas configuraciones coloniales.

Esa secuencia también incluyó la resistencia antiimperialista contra la ocupación alemana (Yugoslavia) y la opresión japonesa (China). En todos los casos se verificó la estrecha conexión de la lucha nacional y social que Lenin había presagiado. Los fuertes vínculos entre esas dos dimensiones que despuntaron en la Primer Guerra Mundial, alcanzaron una impensada magnitud luego de la segunda conflagración planetaria.

La posguerra fue la era clásica del antiimperialismo en toda la periferia. La gravitación política de los países dependientes afloró en ese período con inédita centralidad. La demanda de independencia que Lenin proponía apuntalar, alcanzó una preminencia sin precedentes en África y Asia. Las exigencias complementarias de autonomía productiva, desarrollo industrial y modernización educativa cobraron la misma fuerza en los países latinoamericanos, que ya contaban con el acervo de la soberanía. Esta segunda dimensión cualitativa del antiimperialismo complementó las tesis leninistas con un novedoso debate sobre la dependencia.

Esa discusión puso de relieve que la obtención de la independencia formal constituye tan sólo el punto de partida de las mejoras sociales, que el grueso de la población imaginaba como un corolario de la soberanía. Esta segunda meta exigió desenvolver procesos anticapitalistas que sólo se verificaron en algunos casos.

La descolonización implicó una seria derrota del imperialismo y una consiguiente pausa en la polarización económica mundial (Amin, 2001). Pero la preservación del capitalismo y la consiguiente frustración popular corroboró las advertencias de Lenin, sobre la insoslayable conexión de las luchas antiimperialistas con los desemboques socialistas. Solo ese resultado permite traducir el logro de la independencia en una emancipación efectiva.

La descolonización consagró el desmoronamiento de los viejos imperios coloniales bajo el signo del antiimperialismo propiciado por el último Lenin. No siguió la pauta de la extinción de los imperios multinacionales de Europa Oriental, considerada en los debates previos de la autodeterminación nacional. Los movimientos de liberación nacional de posguerra adoptaron el perfil anticipado por primeros Congresos de la III Internacional.

En esas formaciones fue muy visible la diferenciación establecida por Lenin entre distintos tipos de nacionalismos. Las organizaciones antiimperialistas se ubicaron en las antípodas del soberanismo reaccionario de las metrópolis. Reclamaron el derecho a gestionar sus propios territorios en contraste con la preservación de la administración colonial. Todos los mitos sobre la supremacía de la civilización occidental quedaron demolidos con la derrota de los imperios.

CORROBORACIONES EN LA PERIFERIA

En la descolonización se verificó, también, la acertada distinción que propuso Lenin entre el nacionalismo democrático-burgués y su par revolucionario. La diferencia que en las primeras décadas del siglo XX se observaba entre transformaciones por arriba y conquistas por abajo, se extendió al grueso de las experiencias de la segunda mitad de esa centuria.

La impronta conservadora fue muy visible en el predominio burgués de la India y en la sustitución de las élites blancas por sus equivalentes de color en África. Esos sectores acomodados convalidaron la demarcación colonial de fronteras legadas por las administraciones europeas, vulnerando los derechos de autonomía de numerosas étnicas o naciones en formación. Ese avasallamiento creó las condiciones para los sanguinarios conflictos que estallaron en todo el continente, al poco tiempo de conquistada la independencia (Hobsbawm, 1991: cap. 5)

Las advertencias de Lenin sobre el giro reaccionario que podían asumir las conducciones nacionalistas ante un peligro de la radicalización popular, tuvieron una primera y dramática confirmación en la masacre de comunistas chinos que perpetró Chan Kai Shek en los años 20. Ese antecedente se repitió en todas las ocasiones que las vertientes derechistas de los movimientos anticoloniales avizoraron el peligro de un gran avance de la izquierda.

Esa amenaza alcanzó un pico en 1960-70, cuando el nacionalismo radical que Lenin había detectado en Asia se extendió a Latinoamérica y África. En ese período cobró fuerza el internacionalismo tercermundista que alimentaron las iniciativas de Bandung, la OLAS y la Tricontinental. En ese universo el nacionalismo quedó pintado de rojo por su intensa asociación con las tradiciones de la izquierda.

Pero el principal impacto de Lenin se registró en las propias filas de las organizaciones comunistas de la periferia, que adoptaron sus tesis como principios estratégicos ordenadores. La confluencia con el nacionalismo para consumar revoluciones socialistas, no dio frutos en China en la década del 20 cuando la III Internacional esbozó esos principios. Pero tuvo una exitosa aplicación veinte años después.

Vietnam fue un caso de enorme corroboración de las sugerencias de Lenin. Ho Chi Minh siempre recordó que su lectura de las ¨Tesis sobre la cuestión nacional y colonial” iluminó los pasos seguidos en la prolongada batalla por la independencia, la unificación y el socialismo en su país (Fernández Retamar, 1970).

El líder bolchevique aportó la guía para varios procesos liberadores, al señalar que en los escenarios bélicos de la periferia el antiimperialismo tenía mayor centralidad que la crisis económica capitalista, como detonante del proceso revolucionario. Esa previsión dotó a sus seguidores de un diagnóstico magistral para protagonizar los grandes hitos del siglo XX.

VERIFICACIÓN EN AMÉRICA LATINA

Las tesis de Lenin tuvieron otra confirmación mayúscula en un área de dominación directa de Estados Unidos. La primera potencia exhibía ese indiscutido control sobre todos los pueblos del continente americano. Por esa razón la batalla contra esta opresión fue un dato central del siglo XX.

Esa lucha estuvo presente con mayor contundencia, en las regiones de Centroamérica y del Caribe por su proximidad con el poder imperial. Allí se generó una gran tradición de liderazgos y programas antiimperialistas. Ese acervo fue primero alimentado por combates contra el colonialismo español y se afianzó en las confrontaciones con el nuevo imperialismo estadounidense (Soler Ricaurte, 1980: 33-54). En ese escenario, las contraposiciones entre el nacionalismo conservador y radical fueron más visibles y el patriotismo revolucionario desbordó los formatos de otras zonas.

Como el grueso de la región conquistó durante el siglo XIX en forma muy anticipada su independencia formal, el antiimperialismo latinoamericano nunca quedó restringido a reclamos de soberanía política efectiva. Siempre incluyó un contenido más significativo de demandas sociales y económicas. Ese perfil y la gran centralidad de la confrontación con Estados Unidos fueron dos rasgos perdurables del nacionalismo progresista en toda la región.

Los pensadores de ese espacio adoptaron a Lenin como un referente central. El líder bolchevique influyó sobre el peruano Haya de la Torre, el boliviano Fausto Reinaga, el mexicano Lázaro Cárdenas, el colombiano José Consuegra y el venezolano Rómulo Betancourt. Todos encontraron en el teórico ruso un ancla para conceptualizar su propia estrategia antiimperialista.

Pero el proceso político que más conectó a Lenin con América Latina fue la revolución cubana. Esa familiaridad provino de la enorme aplicación de las tesis elaboradas por el líder bolchevique, a una isla que combinó la lucha anticolonial, antiimperial y social en una forma muy próxima a sus enunciados.

Desde fines del siglo XIX Martí encarnó una mirada del nacionalismo jacobino muy abierta a las ideas socialistas, que anticipó el tipo de convergencias concebidas por Lenin. Ese antecedente fue completado por la dinámica de la primera revolución socialista que triunfó en América Latina. El acontecimiento que trastocó al continente se desenvolvió cumpliendo todas las pautas auspiciadas por el artífice del bolchevismo.

En Cuba se consumó una inigualada convergencia del nacionalismo revolucionario con el socialismo. La conversión del movimiento 26 de Julio en una organización explícitamente comunista se efectivizó al compás de la radicalización de esa fuerza. Su propia experiencia de lucha la condujo a asumir el sendero anticapitalista, como el único rumbo afín al logro de sus objetivos. Esa concatenación fue a su vez posible porque siempre acogió a la militancia de izquierda. La aceptación de las banderas socialistas -que para Lenin constituía el gran test del perfil nacionalista- estuvo siempre presente en el movimiento cubano y esa apertura devino en un mayor empalme posterior.

Esa convergencia pavimentó la radicalización socialista de la revolución, que desencadenó la defensa contra las agresiones estadounidenses. Esa lucha incentivó, a su vez, el intento guevarista de extender a toda la región el proceso de transformación socialista. También aquí fue llamativa la sintonía con la concepción leninista de la revolución, como un proceso internacional concatenado.

El gran parentesco político de Fidel con Lenin ha sido estudiado por numerosos autores (Ortega, 2024). Las comparaciones abarcan muchas áreas, pero el principal punto de encuentro se ubica en el abordaje de la lucha antiimperialista, como un campo de batalla central para el proyecto socialista en la periferia. En el próximo texto analizaremos las múltiples dimensiones de ese escenario.

                                                                                                          8-10-2024

RESUMEN

REFERENCIAS

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