El viaje comienza la noche anterior, cuando nos damos cuenta de la realidad: la mochila pesa cerca de los 20 kilos sin contar con la de mano. Hay que reestructurar. Llevar la vida a cuestas no siempre resulta liviano. Cuatro horas después abrimos los ojos y refrescamos la epidermis con una ducha que vuelve a tardar en llegar 26 horas, justo las que nos separan del barrio Usera de Madrid al barrio Estación Central de Santiago de Chile.

Nunca un invierno había pasado tan rápido, son las 10 de la mañana y el calor hace que la camisa se pegue al cuerpo. Relegamos el forro polar para tiempos peores. A esta hora la algarabía sigue en la cama: es uno de enero.

Las calles lucen los restos embriagados de la noche de fiesta. Y son nuestros zapatos quienes tienen que jugar a la esquiva del despojo. Sólo encontramos vida en la Plaza de Armas, donde niñas y niños, de claros rasgos indígenas, chapotean en el agua de la fuente junto a un árbol de navidad tan diferente como bello lleno de muñequitos y muñequitas hechos de tela.

Sin embargo, no es hasta días después cuando cuando realmente nos metemos en Santiago, al mudarnos a la casa de Nicolás y Fernanda en Ciudad del Niño ubicada en la población de San Miguel, conocido en época de Allende como el barrio rojo. Hasta entonces, Santiago es, para nosotros, una ciudad sin alma, sin ritmo, sin rostro. De repente, con el traqueteo del metro en las mañanas, las conversaciones con las personas que tan amablemente nos reciben para dar forma a nuestro proyecto, las conferencias y los cursos de las tardes y la vuelta a casa de cada día, construimos la ciudad que a priori habíamos degollado.

Santiago te acuna al caminar, sus músicos y artistas callejeros hacen de los desplazamientos un entretenimiento, y la variedad de formas y estructuras mezcla de los siglos sorprenden al observador más atento, donde las desigualdades no pasan desapercibidas. Es amiga de los espacios verdes, conocedora de que sin ellos la polución que sufre sería un veneno para el ojo y el pulmón. Estamos ante la ciudad de las empanadas y sopaipillas, donde las calles son las cocinas de los chilenos y chilenas, y el mote con huesillos endulza los paladares de los más sedientos. Una feria de olores, colores y sabores capitaneada por el neoliberalismo de los grandes «moll», como llaman aquí a los supermercados. Y no hay que olvidar esos muros cabreados con la historia que hablan a través de sus gentes a golpe de brocha. Traducimos sus mensajes y tememos desde la distancia por el posible futuro de una Europa que pierde los derechos que en Chile nunca se consiguieron.